Ecos del camino 19: En París, Fraternidades Monásticas de Jerusalén
EN ESTA CRÓNICA, QUE INVOLUNTARIAMENTE PUBLICAMOS CON REZAGO, EL PADRE JUAN PABLO COMPARTE SUS VIVENCIAS DEL PASO POR PARÍS, A PRINCIPIOS DE JUNIO.
Martes 8 de agosto de 2017 | P. Juan Pablo Rovegno"Entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer" (Hch 9,6)
Llegar a París deslumbra: es una ciudad extensa, pero también una ciudad emblemática. Su belleza, su romanticismo, sus inabarcables bulevares, sus museos y suntuosos palacios. Todo respira refinamiento, majestuosidad, orden.
También es una ciudad cuya historia se ha escrito con óleo y con sangre: en ella destacan grandes poetas, escritores, artistas, pensadores, pintores, escultores, arquitectos, interioristas, paisajistas, urbanistas, diseñadores..., junto a reyes absolutos y decapitados, héroes sanguinarios, emperadores con pretensiones desmedidas y repúblicas imperialistas.
También destacan sus santos y santas, junto a lo que fue una iglesia aristocrática y poderosa, que mantiene los signos de un pasado glorioso, pero ubicada por fin en su realidad menos glamorosa: la iglesia de Jesús y del servicio. Para algunos es una institución de museo, pero la vida del Espíritu que siempre nos sorprende, ha mantenido su fidelidad a la que fue llamada “la hija Mayor de la iglesia” (Francia).
Se le llama la ciudad luz porque iluminó la cultura y el pensamiento bajo el título de la Ilustración o Iluminación durante el s. XVIII (“el siglo de las luces”), pero también por estar literalmente alumbrada con el primer alumbrado público en los siglos XVII y XIX (aceite y gas, respectivamnete). Ha sido luz en las artes, en el pensamiento y también en la configuración de los grandes valores republicanos de occidente. Al grito de "libertad, igualdad y fraternidad" se erigió, con tardanza y dificultad, el ideal democrático vigente hasta nuestros días.
París seduce por su belleza y su insoportable perfección, algo tiene que sorprende y nunca se acaba.
Hoy esta megaciudad sigue iluminando no sólo desde su patrimonio cultural, que es inmenso, sino también desde los desafíos positivos y negativos de nuestro tiempo: son ciudades no integradas (y no me refiero al Metro ni al sistema vial público que son estupendos), donde los círculos marginales han dado lugar a ciudadanos de segunda clase; donde el pupulismo y el neonacionalismo seducen bajo el pretexto de una Nueva Francia; donde el terrorismo islámico sembró de inseguridad sus calles, cobrando un centenar de víctimas inocentes; donde el éxodo migratorio de países desangrados en África y en Medio Oriente, se ha hecho sentir como un grito desesperado, que no necesariamente encuentra respuesta o un proceso de acogida integral.
Víctor Hugo podría volver a escribir su epopéyica "Los Miserables" y seguramente los personajes serían los marginados del siglo XXI. En las calles de París no sólo se encuentran vagabundos, hoy hay familias completas de refugiados que piden limosna. Son los rostros llamados a humanizar no sólo la globalización, sino también el desarrollo que no integra ni abre sus brazos.
Sin embargo, junto a estas sombras que otorgan realismo a la visión idealizada de esta ciudad, hay luces: luces verdaderamente eternas (no fugaces como la de los escaparates de Place Vendôme, que necesitan renovarse cada temporada para atraer las miradas de magnates y nuevos ricos, o sencillamente la ilusión de lo lindo y fino, que nos gusta y atrae a todos por igual). En uno de sus barrios emblemáticos y de moda en estos últimos años, Le Marais, cerca del Hôtel de Ville, del Centro George Pompidou, a pasos de la Cité y Notre Dame, está la Iglesia de Saint-Gervais, hermosa edificación del s. XVII, en la que se fundaron las Fraternidades Monásticas de Jerusalén, en la fiesta de Todos los Santos de 1975, cuya misión es "vivir en el corazón de la ciudad en el corazón de Dios".
Hoy este corazón ha tenido que latir con fuerza: el ritmo de vida contemporáneo ha hecho más necesaria que nunca la misión de estos “oasis en el desierto de la soledad, la inquietud, el agobio, la exigencia, el cansancio, el individualismo, la búsqueda y la indiferencia de la gran ciudad, dando vida a un espacio de silencio, de pausa, de oración, de equilibrio y, a la vez, un lugar de encuentro y acogida".
Es increíble lo que aquí sucede: pequeños monasterios de varones y mujeres, en medio de la ciudad, reuniéndose en la iglesia que les confió la Diócesis, compartiendo a primera hora de la mañana, antes de partir al trabajo, la imploración al Espíritu Santo para el día que comienza, seguido del rezo de laudes; luego a mediodía en la pausa laboral, para rezar los salmos de las horas intermedias y, finalmente, al acabar la jornada de trabajo, para el rezo de vísperas y la celebración eucarística. Todo, a través de una hermosa polifonía de voces, posibles de seguir, con acento en la Palabra de Dios, en lecturas espirituales y muchos espacios de silencio.
Durante el día el Santísimo está expuesto para el que llegue y siempre hay varias personas: jóvenes, adultos, consagrados, laicos. El espacio litúrgico fue transformado para permitir el uso de pequeños reclinatorios, junto a bancos individuales. Una gran alfombra de sisal ocupa el coro y el pasillo de la nave central, permitiendo la airada circulación, la posibilidad de postrarse, inclinarse, sentarse en el suelo o, sencillamente, permanecer de pie.
Los hermanos y hermanas de la fraternidad de Jerusalén visten sencillos hábitos: oscuros ellos, claros ellas durante la jornada diaria; albas blancas ellos y capas blancas ellas, para las celebraciones litúrgicas.
Todo invita a participar, aunque en francés sólo sepamos decir "voilà". Hay una belleza austera en la liturgia: el encender las velas, las melodías, una iconografía de Jesús y de la Virgen para acercarlos más y responder a la necesidad de ver (que en iglesias tan grandes se hace difícil, porque todo es monumental), los libros con los salmos e himnos, cánticos y antífonas al alcance de todos.
El monasterio de los hermanos está a media cuadra de la iglesia, ocupa tres pisos pequeños, unidos por una caja escala angosta, de un edificio de departamentos rodeado de otros citadinos. Ubicado junto al patio de un colegio y en una manzana como cualquiera de la ciudad. Espacios sencillos y austeros, donde se comparte el cocinar, el limpiar, el rezar, el comer, en un silencio general, interrumpido por un compartir después de almuerzo o si la situación lo amerita.
En la mañana los monjes, después del desayuno, parten a sus trabajos fuera del monasterio o desde ellos. Trabajan media jornada en sus oficios profesionales, salvo alguno que es responsable por lo doméstico y se preocupa de las cosas de la casa. El mismo sistema tienen las hermanas en su casa, que también queda a media cuadra de la iglesia. Son hombres y mujeres, en general jóvenes, totalmente integrados al paisaje urbano. Sólo llaman la atención sus hábitos, aunque en una ciudad tan cosmolita y plural, pasan casi inadvertidos.
Mi alma latinoamericaca hubiera deseado que sonrieran más en la calle, eso iluminaría la prisa o la indiferencia con la que todos caminan. ¿Será su timidez o esa actitud parisina de mirar por encima de todo y de todos?
Lo mismo me ocurrió el último día en el oficio del mediodía: irrumpieron en la iglesia cerca de doscientos jóvenes de un colegio a participar de la liturgia, pero todo siguió igual a lo planeado: ninguna mención o mensaje especial (nuestra conciencia de misión hubiera hecho cambiar el guión de inmediato). ¿Será respeto o ese perfeccionismo tan francés que limita lo espontáneo?
Con el paso de los años, su carisma ha ido irradiando los alrededores y más allá. La eucaristía dominical es toda una experiencia que parte, para los que lo deseen, con el oficio de la Resurrección, la acogida después y la posibilidad de la lectio divina en común, para terminar con la misa. Por supuesto que muchos llegan directo a la misa y nada más, pero para otros todo el proceso hace más cercana esa experiencia de las primeras comunidades cristianas: "acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la fracción del pan y a las oraciones" (hch 2, 42).
Lo que surgió en el corazón del padre Pierre-Marie Delfieux, dando paso a las primeras comunidades de monjes y monjas, ahora es una red de pequeños monasterios integrados a la geografía de la ciudad en Colonia, Bruselas, Varsovia, Roma, Montreal, Mont Saint-Michel. En torno a ellos se ha ido desarrollando una verdadera escuela de oración, de encuentro, de catequesis, de alabanza, de equilibrio de vida, de adoración y meditación, de lectio divina y encuentro fraterno.
Estuve apenas cinco días junto a ellos, y me tocó vivenciar el don de la fe que sigue iluminando vidas: cuatro adultos recibieron el bautismo, dos más comenzaban su camino catecumenal, un peregrinar y permanecer constantes de personas en la capilla de Santísimo, la misa y la adoracion nocturna del dia jueves con una iglesia llena. Todo en un mosaico maravilloso de edades, culturas y razas. Sorprende, porque se trata de la Francia orgullosa y, porque no decirlo, presuntuosa, de su laicidad.
Este ritmo de vida que acompaña el ritmo de la ciudad a primera hora, a mediodía y al terminar el día, no sólo llena de sentido la jornada laboral, uniendo lo concreto de cada día con las cosas espirituales, sino que va haciendo germinar una verdadera escuela de vida, un estilo de vida más integrado (más orgánico diríamos en nuestro lenguaje). Lo que no se deja al puro soplo del Espíritu (que ya es bastante lo que hace), sino que se desarrolla y profundiza a través de diferentes instancias: por ejemplo, el acompañamiento sistemático de la vida profesional para hacer frente a las dificultades y tensiones del mundo laboral, y así lograr un mayor equilibrio y realización profesional. En lo concreto, se ofrece apoyo para formular un proyecto profesional, para evaluar el trabajo y la profesión, superar crisis o frustraciones producidas en el ámbito de la vocación y realización personal, así como el desafío de reiventarse en el ámbito laboral.
Para una espiritulidad en la que el trabajo es una pieza fundamental, que da contenido a la vida de fe y es animado por esta última, tiene mucho sentido la integración mutua de estas realidades.
Hay que agregar los encuentros periódicos para adultos jóvenes, que están en plena etapa de proyección laboral y profesional, para quienes hay una gran cantidad de ofrecimientos: catequesis, escuelas de la Palabra, acompañamiento espiritual, oración, cursos de iniciación cristiana, retiros, peregrinaciones, comunidades de vida y excursiones. También las familias son acogidas con espacios especiales para los niños pequeños.
La cultura no es ajena al espíritu, se nutren recíprocamente, y en una ciudad tan interesante y con tantas ofertas culturales, Saint-Gervais no se queda atrás. Su ciclo "Ojivas", como ejemplo, con dos coloquios: “una aproximación a Le Corbusier como representante de una arquitectura al servicio del hombre” y “Charles Pèguy, su itinerario existencial, literario y spiritual” (un nombre desconocido para mi y que gracias a Wikipedia se reveló en toda su riqueza y complegidad espiritual).
Y están las escuelas de vida: comunidades laicales que buscan profundizar la espiritualidad de Jerusalén a través del estudio y el trabajo vivencial del "libro de vida", el texto fundamental de las fraternidades. Un texto que recoge los aspectos centrales de esta espiritualidad en temas tan diversos como: amor, silencio, trabajo, oración, acogida, vida monástica y sentido de su originalidad.
En este último punto se explicita el por qué de su nombre: "Comunidades de Jerusalén": Jerusalén es la Ciudad de las Ciudades, aquella a la que se dirigió Jesús para llevar a cabo su misión, la que fue testigo de su pasión, muerte y resurrección; donde manifestó su amor eucarístico y servicial, la que reunió a la primera comunidad de apóstoles con María en el Cenáculo; testigo de la irrupción del Espíritu Santo y de la iglesia primera, el envío y la evangelización. Es también la Ciudad Santa de las tres grandes religiones monoteístas y la imagen de la Jerusalén Celeste, a la que serán congregados todos los pueblos. Su significado religioso es mayúsculo, pero más lo es el que sea una ciudad el lugar de encuentro con Dios y con los demás, a través de la dinámica del amor.
Hay algo que me llamó poderosamente la atención: la relación de colaboración y complementariedad entre las dos comunidades de consagrados (monjes y monjas, hermanos y hermanas). Tienen sus propios superiores (prior y priora, respectivamente), sus espacios propios (cada comunidad en su monasterio citadino, cerca de la iglesia donde desarrollan su actividad liturgica y pastoral), sus áreas de desarrollo propias (sus trabajos de media jornada y sus responsabilidades liturgicas y pastorales), pero por sobre todo comparten una espiritualidad común que se refleja en una participación y plasmación comunes. Esto es un gran signo para la iglesia en sí, para las comunidades dentro de la iglesia, así como para las familias y el mundo laboral integrado por hombres y mujeres.
Juntos disciernen, juntos plasman, juntos irradian. No compiten ni deciden por separado lo que tiene que ver con el apostolado, la liturgia o el servicio hacia los demás. Hay un principio paterno y otro materno, un polo femenino y otro masculino, que colaboran y se complementan sin prejuicios ni desconfianzas, porque lo común se discierne y plasma juntos, desde la raíz hasta los frutos.
Incluso la imagen en las liturgias es elocuente: ambas comunidades están ubicadas en el coro central, una a cada lado, separadas por el altar y la imagen de Jesús (el que los une en una vocación común y los separa en una vocación particular). Se complementan incluso en la lectio divina: como el sacerdote o el diácono la hacen en la homilía de la misa, una hermana la hace en la hora de mediodía con la primera lectura. Los dos coros, uno a cada lado, alternan antífonas, estrofas de los salmos y cantos, así como el tocar alguna pieza instrumental que ayuda a la meditación de la Palabra.
Esta colaboración y complementariedad es un signo y escuela para la iglesia y sus comunidades, para el mundo de la paridad, así como para la vida de las parejas, las familias, los barrios y trabajos de la gran ciudad: no se trata de la dinámica de quién aporta más o menos, a quién le toca tal o cual cosa proporcional y competitivamente, o quién manda o exige, sin dejar espacio a la gratuidad o a la sorpresa o a la originalidad; sino colaboración y complemento, con una base respetuosa y dialogante como fundamento.
"Entra en la ciudad y se te dirá lo que tienes que hacer" describe el libro de los Hechos de los apóstoles la conversión de San Pablo. Es en la ciudad, donde recibirá más nítidamente la luz de la fe cuando caigan las escamas que cubrían sus ojos, cuando reciba el bautismo y se haga apóstol de la gentilidad, formando comunidades cristianas en diversas ciudades. Es en medio de la ciudad luz, donde la luz de la fe compartida está transformando las visitudes de la vida, en esperanza, encuentro y alabanza.
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