Ecos del Camino 3: Tierra Santa - Belén - Como los niños
Como niños llegamos hasta Belén. Es tan gráfico el hacerse pequeño a través de una puerta pequeña, que podemos sentir que llegamos como llegaron todos en esos días de alegría: no sólo José y María se inclinaron ante el misterio del Dios hecho niño, también los pastores para quienes era un igual, tan pobre y marginal como ellos; los ángeles que reconocieron en esa pequeñez a un Dios que abandonó sus alturas celestiales, y los sabios reyes de oriente.
Miércoles 15 de marzo de 2017 | P. Juan Pablo Rovegno"Dejen que los niños se acerquen a mi y no se lo impidan,
porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos"
(Mc 10, 14).
Jesús se hizo niño, inaugurando un tiempo nuevo en la historia de salvación en el que ese estadio no sólo expresa una etapa de la vida del Dios hecho hombre, sino una forma de entender nuestro vínculo con Dios, con la creación y con las personas.
En ese sentido llegar a Belén y encontrarse con una pequeña puerta, la que exige inclinarse para poder entrar a la Basílica de la Natividad es toda una escuela de vida. Sus dimensiones no sólo impedían al jinete y su caballo o al invasor entrar tan fácilmente, sino que representan el camino por el que Dios llegó hasta nosotros y por el cual nosotros podemos llegar más sencillamente hasta Él.
Hay tres movimientos que se suceden al atravesar esa pequeña puerta: Inclinarse, Encontrarse y Estremecerse.
Uno necesita Inclinarse: reconocer que para llegar al umbral del misterio, que puede ser el misterio de Dios hecho hombre en este caso o el misterio de cada persona o situación en la vida cotidiana, necesitamos dejar el sitial del yo, de mi superioridad (o de mi inferioridad vestida de defensas y exigencias), para poder entrar en relación. Inclinarse es reconocer la necesidad del otro: su complemento, su apoyo o la posibilidad de servir a su vida; de solidarizar o sencillamente, ampliar mi mirada con la perspectiva del otro. En Belén, necesariamente hay que inclinarse para poder entrar; sólo los niños pequeños pasan directo. Esa puerta nos da la posibilidad de confrontar nuestros prejuicios, defensas, heridas y desconfianzas, para reconocer que no podemos vivir atrapados ni en el infantilismo que centra todo en nosotros mismos, ni en la mal entendida adultez que niega la necesidad de los demás para ser personas más completas y complementables, creyendo ingenuamente que lo sabemos todo y estamos listos en la vida, sin capacidad de reconocer errores, límites o necesidades.
Inclinándonos, se atraviesa la puerta y se produce el segundo movimiento.
El Encuentro. Primero nos encontramos con el lugar. Lo interesante de muchos lugares en Tierra Santa es que como se han tenido que construir en condiciones precarias, muchas veces sobre otras cosas, entre continuas disputas territoriales y culturales, y al no haber llegado todas las corrientes estéticas de occidente, es que hay una sencillez, una austeridad que permite encontrarnos con el misterio y la realidad directamente.
Incluso la proliferación de lámparas de aceite, la iconografía y los signos de piedad (velas, gestos), ayudan a internalizar el lugar más rápidamente. Nos encontramos con la gruta, la estrella y las pisadas de siglos que han gastado los escalones, que conducen a la precariedad del lugar del nacimiento de Dios.
Hoy no hay animales, pero es un lugar cerrado y poco ventilado, donde apiñadas circulan muchas personas. Todo ayuda a encontrarse con el hecho mismo: un Dios en pañales rodeado del amor y el cuidado familiar, y la generosidad de quienes se inclinaron ante un misterio inimaginable en la concepción religiosa de un Dios "omnipotente, omnisapiente y omnipresente". Se trata sencillamente de un niño. Uno se encuentra con un Dios niño, tan necesitado de cuidados y compañía como cualquiera de nosotros, tan necesitado de un amor concreto que significa brazos que te sostengan, pechos que te alimenten, una mirada que te cuide y una mano que te conduzca.
Inclinarse, encontrarse y, luego como consecuencia inmediata, Estremecerse.
No puede uno quedar impávido ante lo vivido y sentido. En algunos será un temblor interior, en otros lágrimas, en otros la necesidad de sentarse y meditar, o cantar villancicos aunque sea cuaresma. Algo pasa en uno, algo toca nuestra memoria y nuestro mundo más interior. No se trata de una regresión, más bien de una emoción que toca nuestros anhelos más simples, nuestras plegarias más infantiles, nuestras nostalgias más íntimas.
Ese estremecimiento se hace más palpable cuando leemos el texto de la Natividad y nos detenemos con sorpresa en el "Aquí". Sí, Él nació "aquí". Ese "aquí" es estremecedor, es un tiro directo al corazón de nuestra fe. Un "aquí" que se irá repitiendo en cada lugar santo de esta tierra. Todo lo que dicen las escrituras sobre Jesús, ocurrió "Aquí".
Ese estremecimiento nos permite entender por qué San Jerónimo, que vivió en esta gruta, llamó a Tierra Santa el Quinto Evangelio: el lugar donde cada palabra cobra vida y figura, y donde nos introducimos vitalmente en todo aquello que creemos.
Inclinarse, encontrarse, estremecerse. Movimientos que no sólo estamos llamados a descubrir en nuestro encuentro con Dios (a veces limitado a espacios sacramentales o rituales, al cumplimiento y la exigencia moral o a disgreciones intelectuales o energizantes), sino también con los demás (cuantas tensiones innecesarias u otras necesarias se encauzarían positivamente si no estuvieran atrapadas entre prejuicios y desconfianzas), con nosotros mismos (hoy que la validación personal en un mundo competitivo y exigente, de carencias afectivas fundamentales, de excesiva virtualidad en los vínculos y de muchas comparaciones, nos debilita y nos hace autoafirmarnos compensando, huyendo o culpando) y con el entorno (no cuesta nada levantar muros territoriales, sociales, culturales y ambientales, buscando sólo nuestro bienestar y seguridad personales).
Como niños llegamos hasta Belén. Es tan gráfico el hacerse pequeño a través de una puerta pequeña, que podemos sentir que llegamos como llegaron todos en esos días de alegría: no sólo José y María se inclinaron ante el misterio del Dios hecho niño; también los pastores para quienes era un igual, tan pobre y marginal como ellos; los ángeles que reconocieron en esa pequeñez a un Dios que abandonó sus alturas celestiales; y los sabios reyes de oriente, que reconocen en Él una nueva y verdadera sabiduría. Sólo Herodes no pudo hacerse niño desde su sitial de poder. Para él, el niño más que un bien representaba una amenaza.
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