Homilía del padre Carlos Padilla - 1 de enero de 2023
Sábado 31 de diciembre de 2022 | Carlos PadillaDomingo María Madre de Dios
Números 6,22-27; Gálatas 4,4-7; Lucas 2,16-21
«Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho»
1 enero 2023 P. Carlos Padilla Esteban
«Ha llegado el momento de mirar hacia atrás agradecido. Y mirar lleno de esperanza hacia el futuro que se me presenta como un don maravilloso»
¿Qué hago yo al comenzar este año? ¿Qué va a cambiar a mi alrededor? ¿Será todo igual que siempre? Al acabar el pasado mundial de fútbol una persona me comentaba llena de idealismo: «Cuando veía la final pensé, lo que lo cambiaría todo es que durante la tanda de los penaltis todos los jugadores, de los dos equipos, se abrazaran mientras los iban lanzando. Y al final se dieran un abrazo consolándose, o felicitándose. Sin rencor, con caballerosidad, con respeto. Sería un signo de una comunión, una unidad y una paz que hoy faltan en este mundo. ¿Será mucho soñar con algo así?». Quizás sea algo imposible, pero no por ello tengo que dejar de soñar con ello. No quiero dejar de intentarlo. Abrazar a mi enemigo y que mi odio no venza en mi corazón. Abrazar sin rencor al que me ha vencido en el terreno de juego. Hacer las paces con el que me ha ofendido. Perdonar las afrentas de mi vida para poder empezar mi vida de nuevo, liberando, liberándome. Hacer el bien en un mundo acostumbrado a ver triunfar el mal por todas partes. Como leía el otro día: «Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada—apuntó mi padre—. Edmund Burke»[1]. Yo no sé si soy realmente bueno. Pero sí tengo claro que no hago mucho para que venza el bien. Surgen pensamientos enfermos en mi corazón y hago el mal que no busco, que no deseo. Hay una lucha interna que me persigue al comenzar a caminar. Pero sí tengo sentimientos buenos, deseos nobles, sueños llenos de belleza. Quiero que haya unidad, comunión, paz entre los hombres. Odio las guerras y las divisiones. No me gusta esa forma de pensar: Yo soy de un bando, tú del otro y entre nosotros hay un mundo. No quiero clasificar a las personas por cómo visten o hablan, por el lugar en el que nacieron, por las elecciones que han tomado, por si tienen fe o les falta, por cómo viven. Pero lo hago, los salvo o los condeno, los hallo dignos o indignos de mi amistad. Los acerco o los alejo. Pero no soy feliz en medio de estas tensiones. Vivo sin realizar el sueño en el que creo. No quiero mirar con avaricia lo que los demás poseen. Ni sentir envidia por lo que otros tienen. No quiero quitarle a mi hermano lo que le corresponde. Ni condenar continuamente al que no piensa como yo, al que no actúa de la forma como a mí me gustaría. No deseo vivir en guerra con los que me insultan u ofenden. Sin perdón, sin abrazo, sin olvido. Si pudieran hacerse realidad esos sueños en mi corazón. Que los que son de bandos diferentes se unieran en un abrazo de paz. ¿Sería posible ese sueño imposible? No sé cómo amar a mi enemigo, al que me hizo daño. Y no sé cómo hacer que lo que me separa de los demás acabe no importándome tanto. Comentaba el Papa Francisco hablando del amor matrimonial: «Es una unión que tiene todas las características de una buena amistad: búsqueda del bien del otro, reciprocidad, intimidad, ternura, estabilidad, y una semejanza entre los amigos que se va construyendo con la vida compartida»[2]. Está claro que ese amor no se da con todos. Menos aún con los que están lejos de mí en el corazón. Ser capaz de amar de esa forma en el matrimonio, en la amistad, en las relaciones de familia sé que me capacita para amar a muchos más de una forma semejante. Porque puedo cuidar la ternura, la intimidad, la estabilidad, la confianza, la fidelidad en el tiempo, en la entrega. Amar así es algo que le pido a Dios al comenzar un nuevo año. Aprender a amar así a mis hermanos y a los que están más lejos. Amar así a los que no son de los míos. Amar así a los que no me quieren. Amar así sin importar recibir el mismo amor a cambio. El mundo no mejora porque los buenos hayan optado por no hacer el bien lo suficiente. Falta mucho por hacer, mucho bien por recibir. Cuando he sido herido me niego a seguir amando y me cierro en mi miedo a volver a ser herido. Pero no se puede vivir sin sufrir. No puedo eludir el sufrimiento. Tengo que seguir amando en medio del dolor, aunque no todo encaje. Miro con paz en el alma este comienzo del año. Creo que será posible esa comunión que mi alma sueña, esa paz que anhelo en lo más hondo. Lo sigo soñando.
Navidad es un momento de paz en medio de muchas prisas. Un poco de luz en la noche de mis días. Una sonrisa auténtica, no forzada. Un abrazo sincero, no por cumplir. Navidad son palabras dichas desde lo más hondo, palabras sinceras. Navidad es perdón, cuando lo que más me cuesta es olvidar las ofensas. Es aceptar las ausencias que se completan con la navidad que sucede eternamente en el cielo. Navidad son regalos sencillos, no los más caros, entregados con el corazón, los que son verdaderos. Navidad es construir un puente donde antes había muros que separaban y aislaban los corazones. Navidad es escuchar no decir siempre una palabra. Es perder el tiempo con quien amo sin querer solucionar todos sus problemas. Es sonreír a la vida con sus sinsabores y tensiones. Navidad es confiar en quien me ha fallado y darle una nueva oportunidad. Navidad es mirar con humildad mi vida sin caer en la tentación del orgullo y la vanidad. Navidad es aceptar a todos sin mirar cómo se visten, lo que piensan, de dónde vienen, a qué lugar pertenecen. Navidad es creer en la bondad de las personas aunque lo que vea en apariencia me parezca maldad evidente. Navidad es creer que detrás de las máscaras hay corazones dispuestos a entregarse sin reserva. Navidad es volver a ser niño para mirar con asombro la vida, todo lo que me sucede. Navidad es pensar que las cosas son como son y sólo puedo besarlas con paciencia y alegría, sabiendo que pasarán y vendrán otros tiempos, no sé si mejores. Navidad es pensar que el mañana se construye sobre la tierra fértil del amor y la esperanza. Navidad son las horas perdidas con mi hermano enfermo. Navidad es aprender a estar solo sin amarguras cuando no pueda estar con otros. Navidad es creer que puedo ser mucho mejor de lo que ahora contemplo, tengo ideales que me animan a levantar siempre la mirada. Es pensar que mis sueños, los de siempre, son los que me mantienen con vida. Navidad es volver a casa a abrazar a los míos, sin rencor, con nostalgia. Navidad es sacar la mejor sonrisa de cada persona con la que me encuentre. Navidad son mis rodillas ante la cuna de un niño recién nacido. Es volver a ese primer amor que me enamoró de María, de Jesucristo. Ese amor primero por el que estuve siempre dispuesto a dar la vida. Sólo en oración profunda se ven las cosas de forma diferente. Navidad es alegrar la vida a los que están conmigo. Y buscar al que está solo o nada tiene para darle algo de esperanza en medio de sus carencias. Navidad es la paz que construyo cada vez que no hago la guerra. La mano que tiendo, la mirada con la que acepto. Navidad son las palabras que pronuncio y salen al encuentro de quien está muy lejos. Navidad es la sinceridad que no hiere a nadie y la verdad que no lanzo contra el que está equivocado. Navidad es dejar de juzgar, de criticar, de quejarme. Navidad es tener paciencia para que la vida germine a su debido tiempo. Es alegría en el presente que todavía no es el futuro que sueño. Navidad es esperar la victoria cuando todo parece perdido. Es creer en la vida cuando todo está muriendo. Navidad son las luces que iluminan mi casa, mi vida, mi alma. Es comenzar desde cero la misión en la que antes había fracasado. Es creer en el que me ha mentido muchas veces. Y esperar algo del que me ha dejado solo en muchas ocasiones. Navidad es la humildad de un pesebre en el que Dios decide abrazarme con brazos de niño. Se hace carne de mi carne, asumiendo mis límites. Navidad es asombro, misterio, paz, esperanza. Es la indefensión de ese niño que nace y me protege. Es esa pobreza que me enriquece. Navidad es dar sin esperar nada a cambio, es perder la vida sin querer recuperarla en esta tierra. Es confiar sin ninguna evidencia. Es mirar el futuro sin temer el fracaso y construir un gran templo cuando lo único que hago es pulir sólo una piedra. Navidad son sonrisas verdaderas y palabras que enaltecen a mi hermano. Son esas canciones que pertenecen a mi infancia y que de nuevo despiertan ecos sagrados en mi alma. Navidad es vivir la vida sintiendo que está en mis manos ese niño que le da sentido a todos mis pasos. Es comprender al que nadie comprende. Y aceptar sin juzgar al que muchos rechazan. Es vivir sin miedo a caer y ser fiel a Dios sin miedo a no serlo. Es creer en la misericordia de ese Dios que decide ponerse a la altura de mis ojos para que yo no deje nunca de mirar al cielo. Navidad es saber que el presente es pasajero y es lo más maravilloso que puedo vivir. Dejo de vivir atado a los errores del pasado o a la nostalgia de lo que fue. Dejo de vivir con pánico al futuro que no controlo y pongo en los brazos del niño en mi pesebre todos los miedos que me paralizan. Navidad es creer que Dios ha venido a verme para quedarse en mi vida pase lo que pase. Navidad soy yo cada vez que le digo que sí a Dios en todas las aventuras a las que me invita. Es aceptar su voz como la caricia más suave de su presencia. Navidad es dar gracias y sentir que todo lo que tengo es un don maravilloso. Es sonreír cuando lloro y saltar de alegría cuando estoy triste. Es el milagro de la vida sencilla que se entrega sin miedo y siempre. Navidad es vivir cada día como si siempre fuera navidad.
Me gusta que el año nuevo comienza siempre con la bendición de Dios: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre tu rostro y te conceda la paz». Se abre la puerta de un nuevo año y el corazón se alegra. Como los niños ante una puerta santa que conduce a un lugar sagrado. Como el que abre un regalo muy bien envuelto. Como el que se pone un traje de fiesta para comenzar el baile. Como el que se despierta con una buena noticia cantada por los ángeles. Así me dispongo yo a comenzar el nuevo año. Me despierto, el corazón se alegra y paso por una puerta estrecha. Y sé que el Señor me va a bendecir. La bendición significa hablar bien de mí. Que Dios me bendiga quiere decir que habla bien de mí, dice cosas bellas. ¿No las oigo? A menudo escucho con más fuerza las cosas malas que algunos hombres dicen de mí y me duele el alma. Sus gritos me hieren, sus voces son estridentes. Es como si su palabra creara una realidad en mi alma. Como si lo que dicen de mí fuera verdad sólo porque ellos lo dicen. No oigo la voz de Dios que es un susurro. Me dice que me ama con locura, que no me deja, que no me olvida. Y yo no lo oigo enfrascado en mis ocupaciones, en mis tensiones. Miro al cielo buscando su bendición. Quiero que me bendiga. Hablar bien de mí no quiere decir que todo me vaya a salir bien. Pido su bendición esperando que mis expectativas en la vida se hagan realidad. Que mis sueños se concreten como yo deseo. Y entonces desconfío cuando me fallan los planes y la bendición de Dios parece perderse en el olvido. Dios me bendice. Con su bendición las cosas quizás no salgan como yo espere. Y ante cualquier suceso exclamaré: «Buena suerte, mala suerte, ¡Quién sabe!». Porque nunca sé si todo lo que me sucede es para el bien que yo persigo o no lo es. Sólo sé que pase lo que pase la bendición de Dios sigue viva sobre mí: «Que Dios tenga piedad nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación. Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman todos los confines de la tierra». Y ante esa bendición incondicional de Dios sólo puedo darle gracias. Es lo que quiero hacer en esta Navidad, en este comienzo de año. Un año nuevo por el que doy gracias. Una bendición de Dios por la que doy gracias. No me bendicen los hombres. A veces sí, son buenos conmigo y hablan bien de mí. Otras veces hablan mal de mí, me juzgan, me condenan. Y yo me siento culpable, roto, como si mereciera la maldición de todos. Estoy maldito por mi pecado, por mi debilidad, por mis incoherencias, por mis inconsistencias. Como si mereciera la maldición de los hombres y su olvido. Lo malo es que creo que la bendición de Dios me acarrea siempre bondades. Y si me suceden cosas malas pienso que Dios me ha olvidado. He convertido la bendición de Dios en algo mágico. Y en realidad lo que hace Dios es lo que hoy escucho: Me protege, ilumina su rostro sobre mí, me es favorable y me regala la paz. Todo eso es real y por eso le pido a Dios que me bendiga. No para que todo funcione bien en mi vida. No para que todo resulte como yo esperaba con pasión. No para que la vida resulte perfecta, sin interrupciones, sin ausencias ni carencias. Necesito la bendición de Dios para mi vida, para que su mirada no deje de protegerme. No me sucederá nada malo. Dios irá conmigo todos los días. No se apartará de mi camino. Me sostendrá cuando las cosas no salgan como yo espero. ¡Cuántas veces he cargado sobre otros el peso de mis decisiones! Otros son culpables cuando dejo de creer, cuando me alejo de Dios. Culpo a los curas, como si mi fe dependiera de su fidelidad. O a esa persona que me habla de Dios pero es incoherente. O a esa Iglesia que juzga el comportamiento de los hombres estando ella llena de pecado. Sí. Así soy, es más fácil hacer a los demás responsables de mis actos. Si te grito es porque tú gritaste primero. Si te engaño es porque tú no aceptas la verdad. Si te odio es porque tú me odiaste primero. Si te golpeo es porque si no lo hago, no entiendes lo que siento. Si me enojo contigo es porque tú no me tratas con dulzura. Siempre los demás son los culpables de mis actos. Yo nunca lo soy. Soy inocente. Si no creo es porque otros no me han dado un testimonio suficientemente sólido para creer. La culpa es de los demás, del mundo, de Dios. Y vivo con amargura, con quejas, con tristeza. Porque la realidad no se adapta a mis deseos y alguien tendrá que ser el culpable. Pero hoy, al comenzar un nuevo año, Dios me dice que me bendice. Y yo entonces miro al cielo y pienso: mi vida realmente es una bendición. Tengo tantas cosas que no merezco, disfruto de tantos regalos que son obra de Dios en mi vida. Me aman y ese amor es un don de Dios. No podría retener nunca el amor a base de merecimientos. Dos personas no se aman durante cincuenta años por merecimiento. Es gracia, es don. Vivir con el corazón agradecido es lo más cristiano que existe. Los verdaderos cristianos son los que se alegran y agradecen en cualquier circunstancia de su vida. Porque saben que Dios los bendice, en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, cuando todo resulta bien y cuando no, cuando siento el amor en lo más hondo y cuando no lo siento. Esa actitud agradecida es la que salva al mundo. Jesús se hizo carne de mi carne no porque yo lo merezca. Sino porque quiso. Su amor es don, es incondicional y no depende de mí. La fe que tengo no depende de que otros actúen mal o bien y sean creíbles. Mi fe en Dios no depende del cura o de la Iglesia a la que miro desde lejos. Depende de que me abrace a ese Dios que me bendice. Depende de una experiencia más honda con Dios. Un amor profundo que me levanta en la tormenta y en el calor del día.
Miro a María al comenzar este año nuevo. Ella me espera en la puerta de mi vida. Me sonríe. María guarda todo en su corazón: «María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». me gusta la mirada de María. Lo guardaba todo en su alma. Lo dejaba reposar en su corazón. Todo cobraba un sentido en sus manos. Miro a María al comenzar el año. Todo nuevo, todo por estrenar. La miro sabiendo que no todo en el futuro que comienza será como yo quisiera. Me gustaría que el año fuera a mi manera, como me gustan las cosas. Me gustaría decirle a Dios cómo tienen que ser los renglones. Que no haya tachaduras, ni errores. Que no se ausenten las palabras que amo. Que no desaparezcan las frases bonitas que describen paraísos. Me gustaría que todos los meses tuvieran algo bello escrito, como un regalo. Quisiera que siempre el tiempo fuera el que más me agradara. Y no hubiera guerras, ni conflictos, ni tensiones, ni sorpresas desagradables. Porque a nadie que yo sepa le gustan las malas noticias. Todos quieren que sean buenas. Que lo que yo diga sea siempre bueno. Y no dé malas noticias a nadie. Quizás me pase como a María y haya cosas que no entienda. Y tenga que guardarlas en mi corazón. No sé si el tiempo todo lo arregla, no lo creo, pero seguro que el paso del tiempo me permite comprender muchas cosas que en presente no entiendo. Como me pasa ahora al mirar hacia atrás y ver las páginas de los meses ya pasados. Las fotos, los recuerdos, los momentos, las palabras, las sorpresas. Me gusta mirar lo que ya se ha ido con el corazón en paz. Saber que hubo cosas buenas, regalos inmensos. Y momentos de dolor, de pena, de pérdida. Todo se mezcla y yo, como María, quiero guardarlo todo en mi corazón. Lo que se fue no volverá. Lo que ya no tengo no puedo recuperarlo. Pero sí agradecer por todo lo vivido, por los regalos recibidos. Tengo paz en el alma. El corazón espera, anhela, sueña, quiere más, siempre desea más. Guardo todo en mi corazón porque no comprendo, no sé cómo serán los días que vengan. Pienso en las raíces que Dios me ha permitido colocar en esta tierra que habito, en los corazones que frecuento. Decía el P. Kentenich: «La vida actual hace del hombre un ser vagabundo; no le permite echar raíces en un lugar determinado»[3]. No quiero recorrer mi vida como un vagabundo. No quiero andar perdido y sin rumbo. Me asomo ante un año que comienza con algo de vértigo. Agradecido por lo vivido, por mi vida que ha echado raíces en muchos lugares, en muchos corazones. Y sonrío y alabo a Dios por lo vivido y corro como los pastores corren hoy: «Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho». Miro mi vida y alabo a Dios por lo que ha hecho en mí. Ha echado raíces en mi alma de niño. Me ha conformado a su imagen. Me ha hecho niño, hijo, dócil a su querer, capaz de abrir los ojos para ver la realidad como es. Despierto en un nuevo año de vida. Nada cambia mucho de un minuto a otro, sólo el tiempo me marca lo que está pasando. Sólo el tiempo cambia la perspectiva. Un año que acaba y otro que comienza. Un adiós y un saludo de bienvenida. Una despedida con melancolía y un abrazo de acogida. Tantos días en blanco por estrenar. El tiempo pasa y no pasa nada en mí, salvo que envejezco. ¿Y mejoro? ¿Soy mejor que hace un año? ¿En qué cosas he cambiado realmente después de todo un año de camino? Miro hacia atrás agradecido. He crecido, he madurado, soy mejor que antes, soy más humano, más de Dios, más niño, más libre. Soy más puro, más servicial, más atento. Tengo el corazón más abierto y la mente mejor dispuesta para entender la vida, las cosas que pasan. María posa su mirada sobre mí. Está orgullosa. Pero yo sé todo lo que me falta para llegar al ideal. Decía el P. Kentenich: «Un examen de conciencia honesto acerca de la relación entre ideal y realidad muestra qué grande es la brecha que se abre entre uno y otra, qué poco hemos superado en nosotros a “Eva”, y nos hace reconocer, avergonzados: - El que soy saluda con tristeza al que debería ser. No obstante, la gratitud y la veracidad nos obligan a no perder de vista la imagen de María que se desarrolla y crece en nosotros»[4]. Miro a María como imagen y modelo de lo que quiero llegar a ser. Miro su capacidad para entregar la vida, para servir. Quisiera ser como ella. Su capacidad de introspección, para mirar el alma y buscar el querer de Dios. Su humildad, su pureza, su mansedumbre, su paz, su alegría, su capacidad para escuchar la voz de Dios todos los días.
¿Dónde nace el rencor? ¿En qué lugar recóndito del alma hace su morada el dolor? ¿Cómo llego a pensar mal de mi hermano, a odiarlo y no desear estar cerca de él? ¿De dónde brotan esas críticas que surgen a borbotones del alma para anegar mis conciencia? ¿Cómo puedo calmar esa herida que sangra y no deja de doler, aun pasado el tiempo? Miro el año que muere en mis manos y acaricio mis heridas, las de este último tiempo vivido. Algo me duele dentro. Quizás viene de esa confrontación entre mi expectativa y la realidad es lo que me duele. Lo que deseé que sucediera y lo que al final acaeció. ¿Quién soy yo en verdad? No soy la suma de todos mis méritos. No soy la consecuencia de todas mis decisiones, buenas o malas. Hay un yo original, prístino, puro, virginal antes de cualquier paso dado. Un yo verdadero, una semilla de eternidad sembrada en mi alma. Soy yo caminando por una ruta abierta y larga. Recorriendo los primeros pasos de un camino impensable. Soy yo avanzando a la fuerza por un bosque espeso sin saber dónde llegaré cuando logre salir de la espesura a la luz. Miro al cielo buscando el rostro feliz de Dios que me contempla y sonríe. Espero una mirada especial, misericordiosa. Una confirmación a los pasos con los que acabo el año, con los que comienzo. Algo se acaba y algo nace. Algo se muere y algo vive. Sé que los demás no podrán confirmar mis decisiones con sus palabras. Podrán mostrarme su mirada. A veces acertada, otras equivocada. No sé si tienen razón o no, al final soy yo el que decide, es mi vida la que tengo entre las manos. Es mi vida la que quiero vivir y no la que me dictan los cánones o el sentir de los que me rodean. No tengo miedo. Sé que la vida se juega en esos instantes en los que algo muere y nace al mismo tiempo. Una semilla que da a luz una nueva vida. Camino tranquilo por los parajes de mi alma. Recorro los recovecos más oscuros, allí donde no dejo entrar la luz y habitan sentimientos tristes. Miro al cielo que se cubre de estrellas en la noche hablándome de una esperanza que nunca duerme. Sé que lo pasado ya quedó atrás, aun cuando siga doliendo en lo más íntimo. No importa, ya no se puede evitar, ya no volveré a revivirlo. De mí depende. ¿Podré olvidar lo ocurrido? Sobre todo cuando no me perdono los errores y caídas es difícil realmente pasar página para volver a empezar. Olvidar para comenzar a escribir. Borrar lo que ya sucedió no cabe. Sólo es posible escribir sobre lo ya escrito y saber que lo que surja será mejor, eso seguro. No tengo miedo de repetir errores del pasado. Todo es posible, puedo tropezar en la misma piedra. No me importa caer de nuevo. La noche deja paso al día. El ruido al silencio. La lluvia a la sequía. Todo lo sucedido puede que vuelva a suceder. La mala suerte no existe como tal. Pero a veces siento que tengo suerte. ¿Será cierto? No lo sé, las cosas que pasan despejan caminos nuevos. Me abren a rutas olvidadas, o son las mismas que repito en un bucle que no termina. Porque no sé quizás tomar decisiones definitivas que afinen el camino que sigo. Un año más se cae del calendario. Se desprenden sus meses en imágenes, palabras, sentimientos, olores, lugares, miradas. Un año que se desliza suavemente entre mis dedos hasta desaparecer en el barro. Hay una luz sorprendente que brilla a lo lejos del alma. Y sonrío al saber que Dios no se olvida, viene a nacer dentro de mí, en mi alma. Acaricio las heridas que duelen. Y lleno de voces los silencios que llenan de amargura mis pasos. Camino rápido para no tener que equivocarme. Ni desandar los pasos dados. Ha llegado el momento de mirar hacia atrás agradecido. Y lleno de esperanza hacia el futuro que se me presenta como un don maravilloso. Me gustaría dejar atrás lo que me pesa. Comenzar liviano el nuevo día. Me gustaría estar sano al comenzar. Sano, dejando atrás mis heridas, mi cojera, mi deficiencia. Me gustaría que Dios me sanara de todo lo que en mí es una carga, una cadena. Libre para liberar a otros. Pero Dios me pide que camine con mi carga, con mi peso, con mi carencia. Quiere que sea lo que puedo llegar a ser sin necesidad de estar libre de mis ataduras. Me gustaría que apartara de mi alma los dolores e hiciera que todo se llenara de luz en mi interior. Pero no, a pesar de no ser sanado de lo que me duele, me envía a sanar a otros. Es una paradoja. Quisiera estar bien para hacer que otros estén bien. Quisiera no tener problemas para solucionar los problemas de los demás. No cojear para ayudar a caminar al que cojea. No pecar para poder absolver mejor a los que pecan. Pero comienza un año nuevo y nada de eso sucede. No soy mejor que ayer, no estoy más limpio, no me toca realizar esta misión porque me hayan preparado para ello. Sigo siendo un ignorante, me siento débil y poco preparado, no sé tomar las decisiones correctas y todo me resulta muy complicado. ¿Por qué no cambia Dios las cosas para que sean más fáciles? ¿Por qué no puedo ser yo testigo del milagro de mi curación? Quisiera gritar que ya estoy sano por su misericordia, soy su testigo. ¿No sería eso un gran testimonio? Testimoniar el poder de la fe que salva, sana, cura. El poder del amor de Dios que me libera. Pero no. En medio de mis cadenas quiere enviarme a liberar. En medio de mis heridas, que tienen que ser cuidadas, me envía a cuidar y limpiar las heridas de los demás. No estando libre del pecado me pide perdonar. Es demasiado complicado. Quisiera empezar el año de otra manera. Pero será mejor el camino que elige Dios.
Comienzo el nuevo año con una certeza que me sostiene. Soy hijo y Dios es mi Padre: «Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: - ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios». Soy hijo, soy niño, soy el hijo que confía en el amor de su Padre. Eso le basta para confiar. He nacido en las entrañas de Dios, en la fuerza de su Espíritu Santo. He nacido por misericordia. Ha querido Dios crearme para tener alguien a quien amar. Así quiero comenzar este nuevo año. Con la certeza de que Dios me ama. Lo olvido con demasiada frecuencia. Se me olvida que merezco ser amado. Una herida honda me recuerda que no siempre me amaron. Que hubo algunos que no me amaron algún día. Yo lo supe, lo sufrí. Quise ser amado y conseguí todo lo contrario. Soy como ese hijo que necesita salir de casa para tomar distancia. Para saber que en casa alguien me echará de menos y sufrirá mi ausencia. Cuando ya no esté comenzarán a valorarme, pienso en mi interior, en mi corazón incapaz de sentir el amor incondicional. ¿Quién puede amar sin poner condiciones? Yo mismo las pongo tan a menudo. Te amo si haces lo que yo quiero. Te amo si me respetas y me tratas con cariño. Te amo si no cometes aquellos actos que te hacen daño y a mí me ofenden. Te amo siempre y cuando me ames de la misma manera como yo amo. Sólo así, no de otra forma. Quiero comenzar este año con la misma alegría de los pastores esa noche de Navidad. Llegaron a la gruta y encontraron lo que les habían dicho los ángeles: «En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo hacia Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores». Todo ocurrió como les habían dicho y ellos creyeron y contaron todo lo que habían sentido, visto, recibido. Empezaron a hablar cuando a ellos antes nadie los escuchaba. No tenían nada importante que decir, pero Dios los había elegido a ellos por misericordia. Esa noche se sintieron junto a Jesús como los hijos amados, como los predilectos. Fueron amados desde su pobreza. Dios los amó por misericordia. No tenían que hacer nada, ni cambiar de vida. No era aún Jesús un maestro a quien seguir, sólo un hombre al que seguir esperando. Pero ya estaba ahí. La promesa ya se estaba realizando. Se llenaron de alegría y compartieron esa alegría. Sin preocuparse de nada más. Dejaron de temer por su vida. Ya había venido Dios a su carne. ¿Qué podrían temer? Yo vivo con miedos. Soy un niño lleno de temores. Me asomo con vértigo a este nuevo año con el mensaje alegre de los pastores. Un niño nos ha nacido. Un hijo se nos ha dado. Ha traído la paz mientras la guerra resiste. Y la justicia mientras la injusticias parecen perpetuarse. No importa. Jesús está vivo y su vida salva la mía. Yo como Él soy misericordia, soy hijo de un amor misericordioso. No tengo nada que temer. Quiero mirar mi vida con madurez. Aceptarla en sus límites y en sus posibilidades. Sonreír ante todo lo que tengo por delante, un año en blanco, todo por escribir. No me asusto, no me intimida este año completo que se despliega ante mis ojos. No me abruma la tristeza ni me embarga la soledad. Estoy con Dios caminando. Soy su hijo y Él ha nacido en mi carne para que no me olvide de su amor, de su presencia en mi vida. Sostendrá mis pasos, dará luz a mis ojos en medio de la noche. Las malas noticias no me abatirán. Las soledades no me enfermarán. Podré caminar porque no tengo que cumplir todas las expectativas que el mundo ha puesto sobre mí. Importa la misericordia y mirar con compasión a mi hermano. Eso basta para ser feliz, para que otros sean felices. Sigo siendo un niño confiado porque mi Padre ha venido a verme en Navidad. En la noche, cuando menos lo esperaba. Sonrío porque sé que su presencia me da la fuerza que necesito para caminar mil caminos. Soy amado por lo que soy, no por lo que hago, no por mi cargo, mi misión, mi responsabilidad, la tarea que han puesto sobre mis hombros. Eso es secundario. Lo que importa es que me aman en mi pobreza, en mis heridas, en mis caídas. Me aman más aún cuando me arrastro dominado por mis pecados y tentaciones. Porque el amor que recibo es lo único que podrá sacarme de mi soledad y ponerme en camino al encuentro del hombre. El amor de Dios me hace ver toda la belleza escondida en mi alma. Me hace creer en mi bondad, en mi originalidad, en mi corazón grande y puro. Sólo el amor de Dios logra sanarme en todas mis carencias.