Homilía del padre Carlos Padilla - 16 de abril de 2023

Domingo 16 de abril de 2023 | Carlos Padilla

II Domingo de Pascua – Divina Misericordia

Hechos 2:42-47; I Pedro 1:3-9; Juan 20:19-31

«Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. Tomás le contestó: - Señor mío y Dios mío»

16 abril 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Me impresiona esa misericordia de Dios que supera mi pobreza, mi pecado, mi pequeñez. Su amor es inmenso. Su perdón incondicional, no depende de mis deseos de ser mejor y cambiar»

El otro día escuchaba que, para ser experto en algo, uno necesita diez mil horas de entrenamiento. Un experto en algún deporte, diez mil horas. Un experto en cualquier profesión, diez mil horas. La genialidad importa, pero el trabajo es lo fundamental, la perseverancia. Sin práctica, sin aprendizaje, sin estudio, sin esfuerzo, no hay nadie que llegue a ser un experto en nada. En la actitud ante la vida, en la forma que elegimos para enfrentar lo que nos depara el futuro, hay que invertir horas. Por eso me encuentro con personas que acumulan horas quejándose de algo. Son expertos en descubrir lo que ha salido mal en cualquier actividad y quejarse. No pueden contentarse con agradecer y ya está. No, necesitan decir lo que falta, lo que no se ha hecho bien, lo que se podría haber hecho mejor. Creo que se levantan por la mañana y ven en seguida el problema, el error, la cruz, la oscuridad, las sombra, el defecto. Lo señalan con el dedo, acusan a los culpables, son especialistas en no dejar pasar nada por alto, entran en todos los charcos, opinan siempre. Todo puede ser mejorado, dicen ellos para justificar su afán reivindicativo. Es verdad que tienen razón generalmente. Aciertan en sus juicios. Cuando pienso en lo que dicen me digo a mí mismo, pues tienen razón. Pero no sé, a veces resultan un poco molestos. Nunca pueden disfrutar de algo con paz, porque han visto el defecto, la carencia, el lunar y se ven enviados por Dios a hacer que el mundo tome conciencia de ello. Ven la mancha en un mantel enteramente blanco. Ven la sombra en un paisaje de cielo, lleno de luz. No lo pueden evitar, no guardan silencio al ver lo que no es perfecto, no es su culpa. Lo sienten así, son expertos y lo denuncian con prontitud, señalando con claridad lo que no está funcionando. Sienten que ayudan así a que el mundo sea mejor. Puede ser, a veces cansan. Quizás no quiero caer en el otro extremo tampoco. Y tratar de agradar a todos, diciéndoles a todo que sí y alabando todo lo que dicen y hacen, aún sin estar yo de acuerdo. Es mentira, tampoco es verdad que todo sea perfecto siempre. Cualquier cosa puede ser mejorable. Cualquier persona puede hacer lo que ha hecho algo mejor. Estos otros son expertos en el halago, en el deseo de agradar, en el miedo al conflicto. Por eso buscan en toda ocasión caer bien y ser queridos, aceptados. Ellos nunca dicen algo hiriente, no quieren ofender ni con la verdad. Su actitud es complaciente. Si quieres sentirte bien, ve con ellos. Te alabarán siempre, aunque no les guste lo que haces. No te dirán que piensan distinto. Esperarán a que tú opines, antes de decir ellos su opinión. En cualquier votación buscarán el bando ganador, antes de quedarse solos con su opinión. No están de acuerdo contigo, pero no te lo dicen. Son expertos en agradar, en caer bien, en buscar que tú te sientas bien. Creo que este extremo tampoco es el bueno ¿En qué soy experto yo? ¿Qué horas de práctica acumulo? Me gustaría pensar que mi práctica es en las cosas del alma. Eso que sucede en cada corazón. Allí donde me enfrento con mis límites y acaricio mis pasiones más profundas y verdaderas. Quiero ser experto en el amor, y no es tan fácil amar bien, tropiezo cada día. Cuando veo un matrimonio que celebra más de cincuenta años de casados y siguen mirándose como si fueran novios, pienso, son expertos en el amor. Cuando veo a alguien que se queda en silencio ante el Señor, en paz, en intimidad honda con Jesús, pienso, es un experto en la amistad con Jesús. Cuando veo a alguien que renuncia en secreto, se sacrifica sin contarlo, se niega a sí mismo sin pretender que lo alaben por ello, pienso, es un experto en la entrega de Jesús mismo. así lo hizo Él en su vida entre los hombres. Cuando veo a alguien que no busca los primeros puestos, de verdad, no porque quiera aparentar una falsa modestia, cuando toco una humildad profunda, que viene de los más hondo de un corazón, pienso, esta persona es experta en la humildad de Jesús. No sé en qué soy experto yo. Hablo demasiado y me cuesta abrirme a lo que piensa mi hermano. Me gustaría ser experto en escuchar, en abrazar, en consolar, en sostener. Experto en dar la vida sin buscarme egoístamente cada vez que me entrego. Quisiera ser experto en la oración, no porque tenga palabras maestras para hablar del diálogo con Dios, sino porque soy capaz de invertir horas, diez mil, en silencio junto a Jesús, junto a María, callado, simplemente escuchando. Me gustaría ser experto en dar la vida sin ponerme yo en el centro y dejando que Jesús sea el centro de todo lo que hago. Ojalá pudiera invertir horas y horas al lado de aquellas personas que me enseñan a vivir de una manera diferente. 

Jesús se aparece a quien quiere, a quienes lo aman, a quienes Él ama. Se aparece para calmar su dolor, para acabar con su desconcierto, con su angustia. Se aparece a María, a quien tanto amaba: «Mujer, ¿por qué lloras? Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: - Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré. Jesús le dice: - ¡María!. Ella se vuelve y le dice: - ¡Rabbuní!, que significa: - ¡Maestro!. Jesús le dice: - No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, ande, ve a mis hermanos y diles: - Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro». María la Magdalena fue y anunció a los discípulos: - He visto al Señor y ha dicho esto». Juan 20,11-18. María llora. La angustia. Ella sólo quiere ungir el cuerpo muerto de Jesús. Ya en vida lo acompañó, lo cuidó. ¿Cómo no iba a cuidar ahora su cuerpo sin vida? Quiere que tenga una digna sepultura. No soporta la idea de la muerte. Pero al menos desea poder despedirse de Él con calma, estar con Él hablándole en silencio. Han quedado tantas cosas que decirse. Tiene tantas preguntas sin respuesta. ¿Qué será de ellos ahora? Están huérfanos. Lo han amado tanto. El silencio de la cruz duele. La muerte, sí, su cuerpo muerto escandaliza. Parecía que era imposible. Había estado tranquilo. Incluso en la última cena se puso a lavar los pies a los suyos, enseñándoles a amar de verdad. Luego vino lo del huerto, su oración, la traición de Judas. No lo culpaba. Era débil, como ella misma, como todos. Si no lo hubiera hecho él quizás se habría salvado, o tal vez no. Sus palabras los días previos estaban llenas de preguntas, de dudas. ¡Cuánto dolor! ¡Cómo no llorar la muerte de un padre, de aquel que la ha salvado! María llora con angustia. Ni siquiera puede ahora velar su cuerpo. Ni ese consuelo le han dejado. Sólo quiere que se lo devuelvan. ¿Dónde lo han puesto? ¡Cuánta angustia! Jesús se acerca, le pregunta por el motivo de su llanto, ella explica sin entender, no lo reconoce. Hasta que oye su nombre. Igual que la primera vez que lo pronunció una tarde, cuando estaba perdida, cuando vivía en pecado, tan lejos de Dios. Él vino a salvarla. No se lo merecía. Quizás es que la salvación no se merece. No merece su amor, ni su cercanía. ¿Por qué se tomó tanto interés por ella? No tiene sentido, nada lo tiene. Él le ha enseñado a vivir. Gracias a Él ha recuperado su dignidad de hija, de mujer. Ahora duerme tranquila y tiene paz. Bueno, hasta el viernes de su muerte, cuando todo ha dejado de tener sentido. ¿Qué puede hacer ahora? Su nombre pronunciado con calma, con voz ronca y suave al mismo tiempo. El timbre de esa voz que nunca olvidará. ¿Cómo olvidar la voz del amado? Al principio no lo reconoció. Esas palabras, ¿por qué lloras?, parecían dichas por otro. Pero su nombre, sí, ahí está Jesús oculto, en ese solo nombre. Su voz, su llamada, su amor, su abrazo. Jesús vuelve a llamarla como lo hizo un día, ese primer día de su vida. Cuando era una mujer herida, rota, sin esperanza. Ahora era otra mujer, pero el nombre se derrama en su pecho como la lava de un volcán, quemándolo todo. Arde su corazón de inmediato. Al oír su voz. Tiembla. Maestro, dice, volviéndose hacia Él y postrándose a sus pies. Está vivo. Parece increíble. A los tres días. Esas palabras resuenan con fuerza en su memoria. Es verdad. Tal como dijo. Lo ha hecho, ha ocurrido. Ahora sí que llora, pero de alegría. Parecía imposible. Quiere abrazarse a sus pies. No quiere soltarlo. No quiere dejarlo ir. Si se va, ya nunca más va a poder recuperarlo. Pero Él le pide que lo deje ir. Ella lo acepta. Sin querer lo suelta. Volverá, seguro. Ahora ya nada será igual. Está vivo. ¿Se quedará con ellos para siempre? No, algo ha dicho de ir al Padre. Eso significa otra despedida. Pero ha vencido. Ojalá el mundo lo sepa y entienda que todo esto es pasajero. El dolor y la alegría. Los amores y los odios. Todo dura un tiempo y luego viene la vida eterna. Se los dijo a todos, a los que lo seguían con amor. En ese momento no querían pensar en la eternidad. A veces es así, en los mejores momentos de mi vida no quiero oír hablar de algo distinto. No quiero que la alegría que ahora disfruto sea pasajera. No quiero que le muerte acabe con la vida, ni el dolor con la alegría. La eternidad es algo intangible. El corazón sueña con lo eterno, pero no puede retenerlo, contenerlo en el hueco de la mano. La vida eterna se escapa a mi comprensión. Yo abarco el presente, el pasado y vislumbro un futuro inmediato, no logro ver mucho más lejos. Si pienso en la eternidad me abrumo, me angustio, da miedo lo que no comprendo. Sólo consuela saber que el dolor de ahora también es pasajero, igual que la muerte, y las heridas. Jesús sigue llevando sus heridas, la huella de estas, como un signo de su identidad. Ha sufrido y es reconocido por su dolor. Los demás, al tocarlo, sabrán que es Él. igual que Él sabe quién es ella por sus propias heridas. Son las que me identifican, heridas de amor, de soledad, de abandono. Heridas que la vida ha ido dejando grabadas en el alma para siempre. Sí, no se borran, soy reconocible. Las heridas, y la voz, y mi nombre, ese que Jesús pronuncia con voz queda y clara. Para que sepa que está conmigo, que me acompaña, me ama, no me deja. 

La libertad es un don que deseo vivir en plenitud. Es difícil ser libre de verdad. Tomar decisiones libres y mantenerme fiel a las decisiones tomadas. Son escasos los hombres libres en su corazón. Aquellos a los que no es fácil someter, convencer, seducir. Son hombres de una sola idea, que saben lo que quieren y caminan siempre en esa misma dirección. Jesús era un hombre libre y desconcertaba a los fariseos. No era el hombre que se deja cambiar por el temor, por las amenazas. No todos los hombres tienen un precio. Hay personas insobornables, que no se dejan comprar. Tienen claro lo que quieren, lo que desean y luchan en esa dirección. Me gustan los ambientes en los que se respira libertad. No hago las cosas para quedar bien con nadie. No finjo, no asumo lo que los demás me piden sin una reflexión previa. Amo a las personas libres y me gustaría vivir con esa libertada que es un don. Decía el P. Kentenich: «La idea de la verdadera libertad nunca nos abandonó. Se convirtió en la cuestión central de nuestra espiritualidad». Cristo es un hombre libre y me enseña el camino de la verdadera libertad interior. ¿Dónde están mis cadenas? ¿Dónde mis esclavitudes y dependencias? Pienso en estos días en mi falta de libertad interior. Hago cosas por miedo a quedar mal. Dejo de hacer otras por miedo al juicio de los demás. ¿Cuántas de mis decisiones son realmente libres? Mis decisiones libres no siempre son bien comprendidas. Me asustan. Libertad sana es la que me lleva a asumir responsabilidades, a comprometerme con la vida, con el amor. La libertad no es simplemente la posibilidad abierta que tengo de decidir cosas de acuerdo con mi libre albedrío. ¡Cuánto miedo al compromiso! Cuando me comprometo en mi verdad crezco en libertada. Como decía el Papa Francisco: «La libertad es una ilusión que nos venden y que se confunde con la libertad de navegar frente a una pantalla». Libre es aquel que ama su vida sin importarle las consecuencias de sus decisiones libres. En ocasiones recibirán las condenas de los otros. El rechazo, o el abandono. Jesús fue un hombre libre. No estuvo determinada su conducta por el miedo. No fue la opinión de los demás la que cambió el rumbo de su vida. Fue un hombre libre, auténtico, verdadero hasta el final. Lo que había en su corazón era una verdad profunda. No se disfrazaba para gustar. No fingía para caer bien. Era Él mismo en todo momento. Me gustaría educarme en la libertad. ¿Qué cosas hago sin ser plenamente libre? ¿Siento que mis compromisos me han dado más libertad interior? Quiero dejar a un lado mis cadenas y esclavitudes. Quiero liberar a los que viven esclavos. Asumo que no puedo cambiar el mundo que vivo. Pero sí puedo dejar a mi paso una forma diferente de hacer las cosas. Mis decisiones marcan mi camino. En ocasiones me dejaré tentar y no seré libre al elegir el pecado. Hago lo que no me conviene, lo que no me libera. Las decisiones tomadas libremente me forman como persona, aun cuando sus consecuencias duelan. Libre es el que opta por lo que lo hace crecer. Es el que elige el bien del hermano antes que el propio. El que renuncia a lo suyo por amor es más libre, el amor verdadero siempre me hace libre. Libre no es el que no se baja de su opinión. Libre es el que puede cambiar su postura si ve razonable lo que le proponen. Libre es el que no renuncia a sus principios básicos, los que construyen su alma, para no quedar mal, y no romper las expectativas de los demás. Hay valores irrenunciables que forman mi vida. Pienso en las decisiones verdaderas que quiero tomar para ser más libre. Puedo seguir un camino porque es más fácil, aun sabiendo que no me hace más libre, sino más esclavo. Puedo elegir el camino más duro, porque es el que pienso que me va a hacer más sólido, y firme. Hacen falta personas recias, fieles, de una pieza. Personas que no se dejen seducir ante la primera dificultad. Siempre atrae la comodidad de abandonar el camino elegido cuando es dura la subida y resulta arduo seguir luchando en medio de las batallas. Admiro la fidelidad de los hombres libres, que no se dejan seducir por nadie. Han elegido a Dios en lo secreto del corazón y han seguido el camino que se abre ante sus ojos. No tienen miedo al desenlace de sus días, porque saben que Dios los sostiene siempre, en medio de todas las dificultades. Me gustaría educarme siempre en la libertad. ¿Por qué vivo con miedo, con el estómago en tensión? ¿Tanto me importa el juicio de los hombres? Lo único importante es el amor de Dios en mi vida. Es lo que Él quiere que haga, el camino que ha preparado para mí. Libre de expectativas, libre de presiones, libre de mentiras, libre de angustias, libre del pánico ante la posibilidad real de equivocarme en el camino. Libre para amar de verdad y hasta el extremo, sin importarme perder la vida en el intento. Jesús era totalmente libre, enteramente hombre. Y desea que yo me aferre a este ideal de libertad. No puedo contentar a todos, no puedo hacer siempre lo que los demás esperan de mí. Elijo libremente, en el corazón de Dios. 

Me gusta la descripción que hacen los hechos de los apóstoles. Muestra una comunidad ideal unida en Cristo: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones. El temor se apoderaba de todos, pues los apóstoles realizaban muchos prodigios y señales. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar». Me parece impresionante. Es la comunidad eclesial que sueño. Parten el pan, comparten sus bienes, están unidos y tienen todo en común, dan el dinero a los necesitados. Perseveran en la oración. Viven con alegría y sencillez en el corazón. Alaban a Dios dando gracias. Se dan cuenta del poder de Dios en sus vidas. Esta descripción no coincide enteramente con la Iglesia que conozco. Pero sí hay brotes verdes de esperanza en tantas partes. Y esta Iglesia en la que creo, santa y pecadora, es un signo de esperanza entre los hombres. Me conmueve el amor de aquellos que se han enamorado de Cristo y no pueden dejar de seguir su camino. No sé si podré amar siempre como Dios me ama. No sé si podré alabar incluso cuando la cruz me duela. No sé si la pérdida me dejará seguir dándole gracias a Dios. No es tan sencillo agradecer cuando el alma llora. Y tampoco me es tan sencillo compartir mis bienes, mi tiempo, mis dones. Fácilmente descubro mis derechos y soy exigente con el que tiene que darme lo que merezco. No sé ver la necesidad del que sufre, no soy consciente de sus carencias. No me fijo en lo que necesita. Pienso en mí, en lo que a mí me hace falta. Una comunidad en la que todo se comparte me parece algo más cercano al cielo que a la tierra. La envidia, el egoísmo, la avaricia habitan mi corazón tan humano, tan roto, tan herido. Y siento que no puedo darme como quisiera hacerlo. Incluso me lo propongo y quiero ser generoso pero me gana el deseo de retener, de conservar. No quiero compartir lo que es mío. Una Iglesia en la que reinan corazones sencillos y alegres. ¿Será eso real? Es lo que he vivido muchas veces. He conocido corazones sencillos, serviciales, llenos de amor y de ternura, corazones fieles y firmes en medio de las batallas. Los he conocido y puedo decir que sus vidas me recuerdan las palabras que hoy escucho. Su forma de amar, de servir, de entregarse en silencio. Sin buscar que los alaben y agradezcan, sin pretender que los demás los quieran en la misma medida en que ellos aman. Una Iglesia guardiana del don de la misericordia. No una Iglesia que administra sacramentos, exigiendo y pidiendo perfección. Sino una Iglesia peregrina, herida, santa y pecadora, en camino siempre, suplicando siempre la misericordia de Dios. Una Iglesia en la que los que están no se sienten dignos de nada, sino sólo agradecidos por recibir el don del amor, sin hacer nada a cambio. La Iglesia es siempre misión. Y la misión consiste en entregar la vida con humildad. Sin pretensiones, sin exigencias. Una Iglesia que sufre, que sirve, que vive entregada a los que más necesitan. Una Iglesia que es familia en la que todos tienen un lugar y pueden expresar lo que llevan en sus corazones. Sin ser marginados o rechazados. Una Iglesia en la que el Espíritu Santo mantiene la unidad en la diversidad. No se trata de tener un pensamiento único sino de caminar juntos hacia el corazón de Dios. Una Iglesia que brota del costado abierto de Jesús. Brota de una derrota, de un fracaso. No surge de la violencia ni de la imposición. Es siempre el amor el que vence, el amor que muere en la cruz. Por eso podemos cantar llenos de alegría siempre: «¡Diga la casa de Israel: que es eterno su amor! ¡Este es el día que Yahveh ha hecho, exultemos y gocémonos en él!». Dios funda la Iglesia desde el amor crucificado. No es la Iglesia de los puros, sino de los que están enfermos y necesitan un viático para el camino, un alimento que sane la enfermedad del alma. Una Iglesia que no se engríe ni cae en el orgullo, sino que sabe vivir desde la mansedumbre y la humildad. Una Iglesia que camina por este mundo expuesta a los peligros que la puedan alejar del corazón de Dios. Ha puesto esta Iglesia su confianza en Dios. Ha depositado en sus manos sus más íntimos deseos. Sabe que sólo el amor la salva. El amor que entrega, el amor que recibe. Me gusta esa Iglesia orante, que calla más que habla. Que escucha más que impone su verdad. Una Iglesia pobre que vive de la riqueza de Dios en su corazón. Una Iglesia que respeta al diferente y ama al que más lo necesita. Una Iglesia unida a Dios en lo más íntimo. Sin esa unidad con Dios no podrá vivir mucho tiempo. Una Iglesia que confía en el amor de Dios, pase lo que pase. Nada podrá detener sus pasos.

Hoy es el domingo de la misericordia. Esa misma misericordia que vivieron los discípulos al ver llegar a Jesús: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: - La paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor». Entra Jesús y hasta en tres ocasiones les entrega la paz: «La paz con vosotros». ¡Cuánta paz necesito recibir para tener paz! Vivo inquieto. El futuro me turba. El pasado me pesa. Es una losa que cargo, como la del sepulcro vacío. Y necesito que Jesús entre en mí atravesando puertas cerradas, paredes gruesas y me dé su paz. Una paz que no me puedan quitar. Es tan frágil la paz de mi corazón. Vivo en tensión, en guerra conmigo mismo. Dicen que el perdón más difícil es el que tengo que darme a mí mismo. Por lo que hice mal, por lo que dejé de hacer, por las confusiones que me turbaron, por los pasos equivocados. Mi corazón tiembla. Me falta esa paz que es la que Jesús derrama desde sus manos rotas, desde su costado abierto. Me duele el alma. Como a esos discípulos que estaban en el cenáculo, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos, por miedo a la muerte, al dolor, a la persecución. Mejor esconderse que enfrentar una suerte aciaga. No hay paz en el corazón que vive defendiéndose, cubriéndose para que nadie más lo hiera. Como yo, cuando huyo de los problemas, de las luchas, de las confrontaciones, de las guerras. Como yo cuando me escondo en mi interior con todas las puertas cerradas. Me asusta tanto la vida, temo la muerte. Quisiera tener el poder de cambiar lo que no me gusta, lo que me inquieta, lo que no me salva. Jesús tiene misericordia de mí y me da su paz. Viene a mí cuando menos lo espero, cuando más lo necesito, cuando menos me lo merezco. Su paz es un don, nunca el pago por el trabajo bien hecho. Me asusta no tener paz. Vivir inquieto y turbado. Jesús me da la paz enseñándome sus heridas. Las de las manos, la del costado. Es reconocible, lo he visto colgado del madero, es Él. No ha dejado atrás su carne. Ahora es carne resucitada, llena de luz, llena de vida. Me impresiona ese Jesús que sólo viene a mí para que crea en Él, en su vida, en su resurrección. Su poder ha brotado desde la impotencia de la muerte. Cuando todo parecía perdido, por el resquicio de la losa desplazada, surge un río de esperanza, una luz eterna que acaba con las sombras. Me conmueve ese Jesús que se abaja y se pone a la altura de mis ojos suplicándome que le crea, que no me desespere, que no me turbe. ¿Acaso no lo veo? Es Él, el hijo de Dios, el Maestro, el que partió el pan con ellos, el que compartió su vida dándose por amor hasta el extremo. El mismo al que mataron. El mismo crucificado sobre un madero. Un hombre roto que parece no tener paz. Y ahora es dispensador de esperanza, de vida, de gloria. Ya nada está perdido, todos han sido salvados. Y me dice que no sólo me quede con la paz sino que además me convierta en su instrumento: «Jesús les dijo otra vez: - La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: - Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Les da la paz para que la entreguen. Perdona sus pecados para que ellos a su vez perdonen al que peca. Los envía como instrumentos de paz en medio del mundo. A mí que siembro guerras y dolor a mi paso porque no tengo paz. Vivo lleno de frustraciones, enemistado con el mundo, con la vida. Vivo en tensión porque las cosas no funcionan como yo quiero. Quisiera tener paz siempre. Paz dentro de mi alma, pero me falta. Paz para ser instrumento de paz, no sólo para estar yo tranquilo. Paz en medio de la tormenta. Paz en medio del duelo. Paz que siembra esperanza en los corazones llenos de violencia. Pienso en tantas cosas que podría hacer para pacificar a los que amo. Callarme más a menudo. Dejar de criticar al que no es como yo. No sembrar cizaña, unir a los que están divididos. No decir lo que hace daño, no reírme de mi hermano. Aceptar a los que no piensan como yo. Quererlos como son, sin querer que sean como yo quiero. Pacificar me lleva a abrazar al que no quiere ser abrazado. A calmar las ansias del que vive en tensión. Confiar en todo lo que Dios puede hacer conmigo si me dejo amar por Él. Doy lo que recibo. No nace la paz de mi corazón que está dividido. Viene de lo alto, del corazón de Jesús roto en la cruz. Brota de su costado, llega a través de sus manos. Me quita el miedo como el que limpia la suciedad de un cristal. Y me deja ver una luz que viene de lo más alto, de lo más profundo. La paz viene unida al amor. Jesús me elige a mí, me llama por mi nombre, me toma entre sus brazos y me suplica que confíe, que crea, que espere, que no me confunda, que no me frustre. Jesús viene hasta mí, baja hasta mi morada, hasta mis miedos más profundos y logra que no esté turbado continuamente. Su paz es el don de una mirada, de una palabra adecuada en el momento oportuno, de un silencio que me fortalece. De una mano amiga que me saca de mis angustias enfermizas. La paz que recibo la entrego. A tantos que viven en guerra, dominados por sus esclavitudes, incapaces de creer en el amor incondicional, el único amor que me salva. Le pido a Jesús que me dé su paz. Él puede hacer todas las cosas nuevas. En mí, en todos.

Ese día no está Tomás. Está ausente en el momento más importante: «Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: - Hemos visto al Señor». Falta cuando no debía faltar. Está lejos cuando sólo si hubiera estado allí todo sería diferente. Y cuando le cuentan lo sucedido, no cree en sus amigos: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». Tomás soy yo, cada vez que pienso que el mundo me debe algo, Dios me debe algo. Cuando siento la herida que llevo abierta en el alma. Esa herida de amor, por no haber sido amado lo suficiente, porque no me han querido de forma incondicional. Esa herida duele, se abre cuando menos los espero. Brota la rabia, el dolor, grito. Necesito que me quieran, que me lo digan, que me lo demuestren. Tomás no está cuando debería haber estado. Se ausenta por algún motivo desconocido y Jesús aparece. Si de verdad Jesús lo hubiera amado, si de verdad hubiera sido su amor predilecto, habría esperado, habría elegido el momento en el que él estuviera. O si alguno más hubiera faltado, pero no, sólo él estaba ausente. ¿Por qué? Es cruel la suerte. No estaba cuando era importante estar. Me pasa en ocasiones. No estoy en el momento adecuado, en el lugar correcto, con las personas que importan y sucede algo. Y yo no estoy, me lo pierdo. Siento envidia, rabia, rencor. Sí, un resentimiento profundo. Si de verdad Jesús me amara, pienso. Si de verdad me quisiera. Es cruel la vida. Tomás se siente muy herido y molesto. Y les dice a los suyos que no cree. Sí, no cree en ellos. Era uno de los doce. Habían vivido tantas cosas juntos. Habían sentido el mismo miedo y se habían escondido huyendo del peligro. Habían negado a Jesús ausentándose de aquel Calvario maldito. Y ahora Jesús aparecía cuando él no estaba allí para recibir su paz, su amor, su Espíritu. La vida es injusta, debió pensar. Como yo tantas veces cuando a mí no me sucede lo bueno. Cuando tengo mala suerte mientras otros están felices con su suerte. Cuando no llego a la meta soñada mientras muchos alcanzan los objetivos que se habían trazado. La vida es injusta y no siempre salen las cosas como yo espero. O a veces lo que creo que es buena suerte acaba siendo mala. Y al revés, la mala suerte resulta ser buena. Son las paradojas de la vida que me sorprenden, me inquietan. Tomás exigió lo imposible. Un órdago, una apuesta inútil lanzada al viento. Jesús lo escuchó: «Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: - La paz con vosotros. Luego dice a Tomás: - Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. Tomás le contestó: Señor mío y Dios mío». Lo imposible sucede. Jesús regresa sólo por él. Este domingo se llama el de la divina misericordia. Porque es un milagro ese regreso misericordioso de Jesús. Vuelve sólo por Tomás, para que crea, para que lo vea, para decirle que Él es muy amado. Si no hubiera dudado tal vez no hubiera experimentado tanto amor. Igual que al que mucho peca mucho se le perdona, mucho se le ama al perdonarlo. Así le pasó a Tomás, un amor infinito, incondicional tocó su alma. Y su mano, esa que estaba llena de resentimiento, pudo meterse en el hueco del costado de Jesús. Pudo acariciar sus llagas. Pudo sentir un amor único y salvador. Por eso repite consternado: «Señor mío y Dios mío». Tomás cree porque ha visto, porque lo han amado de forma única, porque han tenido misericordia con él después de haber escuchado su rabia, sus quejas, su enojo. «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído». Los que crean sin ver serán más felices, sin duda. Porque no tendrán rabia, ni odio, ni resentimiento. Porque sus almas no se llenarán de amargura. Creerán sin ver en el amor de Dios en sus vidas. Tocarán su misericordia como un bálsamo suave en su alma. No podrán tocar el costado de Jesús, pero creerán. Me gustaría creer sin ver, no siempre lo consigo. Y me pasa lo que a Tomás, que me rebelo, me indigno cuando no me valoran, cuando no me reconocen, cuando no me dicen que soy especial, valioso, grande. Siento rabia y busco que me quieran. Lo exijo como Tomás. Quisiera experimentar siempre la misericordia de Dios en mi vida. Sentir que me quiere no por mis méritos, sino por ser hijo, por ser suyo. Quisiera sentir que Dios me ama de forma especial. Decía el Santo Cura de Ars: «Nuestros errores son granos de arena al lado de la gran montaña de la misericordia de Dios». Me impresiona esa misericordia de Dios que supera de esa forma mi pobreza, mi pecado, mi pequeñez. Su amor es inmenso, infinito. Su perdón es incondicional, no depende de mis deseos de ser mejor y cambiar. Todo es misericordia. Cuando las cosas salen como deseo y Dios me rescata de la fosa. Y cuando nada sale como esperaba y sufro el dolor y la amargura de la cruz. En esos momentos quiero levantar la mirada al cielo y alegrarme de su amor por mí. Ojalá un día pudiera alegrarme con mi hermano cuando es elogiado, cuando recibe los halagos que yo esperaba, cuando consigue el puesto que quería para mí, cuando prospera y yo no, cuando triunfa y yo fracaso. Y sentir que entonces, cuando todo sigue siendo injusto, el amor de Dios sobre mí es el mismo, único, salvador. Un amor inmenso que hace desaparecer cualquier huella de mi pecado.

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