Homilía del padre Carlos Padilla - 29 de enero de 2023

Domingo 29 de enero de 2023 | Carlos Padilla

IV Domingo Tiempo ordinario
Sofonías 2, 3; 3, 12-13; 1 Corintios 1, 26-31; Mateo 5, 1-12

«Bienaventurados los pobres en el espíritu. Bienaventurados los mansos. Bienaventurados los que lloran. Bienaventurados los que tienen hambre y sed»
29 enero 2023 P. Carlos Padilla Esteban


«Puedo cambiar la mirada y ser feliz. Puedo sacar un bien de un mal. Aprendo a construir un mundo de paz en medio de guerras. Puedo hacerlo si dejo de pensar sólo en mí y comienzo a pensar en mi hermano y en lo que necesita para tener paz y ser feliz»
Es realmente difícil aprender a manejar los conflictos. Resulta complicado salir adelante en medio de la frustración. No consigo controlar mis sentimientos y lograr que no decidan ellos mi forma de reaccionar. Quisiera ser capaz de conocer más a fondo todas las capas de mi alma. Descubrirme cuando me engaño con argumentos bien elaborados, como queriendo justificar mis reacciones. Encontrando razones para actuar con violencia, o con palabras agresivas. Quisiera ser más inteligente emocionalmente para sobrellevar con paz las dificultades de la vida. Las crisis en las relaciones humanas, las guerras y las divisiones brotan cuando no sé manejar todo lo que siento. Cuando digo lo que no debería decir. Y callo cuando debería decir ciertas cosas. No basta con esconder como la avestruz la cabeza bajo la tierra no es suficiente. Los problemas vuelven. Puedo lanzar hacia delante el problema pretendiendo que todo está bien y que quizás el problema desaparecerá solo. Pero no es así. Tendré que aprender a enfrentar los conflictos. Hablar de los temas tabú que he ido creando. Temas de los que es mejor no hablar con las personas a las que amo, con las que convivo. Para evitar guerras. Tal vez ese silencio no sea la solución, de alguna u otra forma saldrán por otro lado. No evito las tensiones volviendo la vista hacia otro lado, como si no hubiera. Reconocer los conflictos me ayuda a vivir mejor, a ser mejor. Saber que las divisiones no surgen sólo porque la otra parte ha actuado con maldad, criticando, atacando, acusando. Puedo ver con claridad lo que el otro hace, lo que pretende. Pero eso no evita que yo tenga mi parte de responsabilidad en el asunto. Introspección es la capacidad de mirar dentro de mí con cierta distancia y ver lo que yo no hago bien. Tal vez no soy capaz de decir las cosas con delicadeza. Quizás me falta empatía. A lo mejor no soy capaz de construir una relación sólida porque estoy herido y mis heridas sangran, duelen y cualquier cosa que me digan me trae al corazón lo que ya viví un día. Saber pedir perdón ayuda, no por arte de magia, pero es un comienzo reconocer que hago cosas mal y que a lo mejor he herido. Mis palabras, mis gestos, mis omisiones, mis ausencias provocaron lo que yo no deseaba provocar. No te puedo acusar de sensible cuando te ofendes. Aprender a aceptar que no siempre hay segundas intenciones en lo que me dicen, en lo que hacen es sanador. Me libera y así no juzgo continuamente las actitudes del otro. Los conflictos siempre van a existir, es parte de la vida. Siempre habrá dos miradas sobre la misma realidad. Siempre habrá intereses que se oponen y se enfrentan. Tal vez acuso a otro de lo mismo que a mí me pasa porque en él lo veo agrandado por mi mirada. Pero a mí me pasa lo mismo, por eso me molesta tanto lo que hace, lo que exige. No todas las cosas son blancas o negras, hay matices, distintas miradas y puntos de vista. No puedo pretender que los demás piensen como yo, es imposible y no sería tan bueno a la larga. No porque me den la razón las cosas van a estar mejor. Tapar las tensiones no ayuda, simplemente pospone el momento de enfrentarlas. Comunicación, diálogo, empatía, sensibilidad. Todo importa a la hora de construir un mundo mejor, más sano, más unido, menos tensionado. No resulta fácil aceptar que tengo parte de responsabilidad en todo lo ocurrido. Debería dejarme asesorar por los que no pretenden reforzar lo que yo pienso. Buscar a aquellas personas que me quieran de forma casi incondicional y no les tengan miedo a mis reacciones. Que sean capaces de decirme cómo me ven para aprender a verme mejor y comprender que puedo mejorar, que hay muchas cosas en las que crecer, son áreas de oportunidad. La vida me dará nuevas ocasiones para pacificar, para construir la paz, para comprender al que no piensa como yo sin rechazarlo, para ser manso y humilde. No todo son bandos enfrentados. No siempre hay malos y buenos en bandos separados. Normalmente todo es más complejo. El mundo de los matices es un misterio. En un corazón bueno brotan intenciones malas. Y un corazón donde hay mucho mal es capaz de la más inmensa misericordia. Todo pecador puede mejorar. Todo santo puede cometer errores. No quiero estar en posesión de la verdad. No quiero tener la razón. Dios es el único que me mirará un día en toda mi verdad y me abrazará al mirarme, porque me ama. Así quisiera ser yo con los demás.


Hago planes con demasiada frecuencia. Planifico mi vida y la de los demás. Deseo llegar a metas que he programado en mi alma. Sueño, proyecto, anhelo, espero como un niño algo caprichoso acostumbrado a salirse siempre con la suya. Pero no siempre las cosas son como yo deseo y vivo la frustración como un dolor muy hondo que me entristece. Me salen mal algunas cosas y me digo cariacontecido: - ¡Qué mala suerte tengo! Pero quizás no se trata de tener buena o mala suerte en esta vida. Quizás no consiste en eso vivir en plenitud. Necesito aprender a vivir y madurar. Y eso es lo que más cuesta. No hay un manual de instrucciones y tampoco sé si me tomaría la molestia de leerlo si lo hubiera. Preferiría intentar, probar, luchar, como hago siempre. Y no siempre funciona. A veces siento que las cosas no son tan sencillas. Los conflictos, las tensiones humanas, las luchas de poder. La mirada sobre un mundo tan vasto que no lo abarco. Definitivamente no siempre se alinean los astros para que todo fluya en mi vida. Algunas cosas resultan, muchas no. Y entonces no vivo con la actitud correcta cuando la vida no sale bien. Hay un cuento de Navidad de Charles Dickens que me conmueve. Mr. Scrooge era un hombre rico y mayor que con el tiempo se había vuelto solitario y amargado. La vida, los desengaños, los dolores, todo pesa. Y así vivía amargado tratando de amargar la vida a los demás. Porque no toleraba a las personas alegres. Tampoco a las personas buenas. Su empleado tenía una familia numerosa. Su hijo menor, el pequeño Tim, era un niño enfermo. Sufría raquitismo y tuberculosis. Era Navidad en el cuento y hacía mucho frío, todo estaba nevado. En medio de todas las desgracias que vivía la familia, él no perdía nunca la sonrisa y bendecía a todos. Se alegraba con las pequeñas cosas de la vida y siempre estaba contento. Todo le podía salir mal pero él confiaba. Y con él toda su familia que era muy pobre. Ellos también creían y esperaban. Pienso en esa actitud para la vida. Cuando las cosas me salen bien estoy contento sin esfuerzo. Me siento poderoso, capaz, feliz. Pero cuando salen mal y no resultan las cosas como yo esperaba, me amargo. La tristeza me invade, dejo de sonreír y de alegrar la vida a los demás. Es normal que en la vida uno haga planes. Es parte de mí forma de vivir que proyecte mi vida mirando al futuro, soñando, esperando, deseando. Y la vida se me escapa organizando el futuro, para que todo esté en orden. No me contento tan fácilmente con los resultados que obtengo. El pequeño Tim, ese niño enfermo del cuento, me recuerda que estoy llamado a ser una bendición para los que me rodean. Me gustaría serlo siempre, sonreír siempre, pase lo que pase. Que no me llene de amargura por los planes fallidos, por las desgracias que me suceden, por la mala suerte. Que no me entristezca por los deseos insatisfechos que me hieren por dentro. Dios me quiere por encima de todas mis limitaciones. Me ama cuando me siento abandonado y nada me resulta bien. No quiero venirme abajo cuando todo parezca ponerse en mi contra. Quiero luchar, confiar, esperar, dar la vida. Leía el otro día: «Un guerrero inasequible al desaliento. Alguien que no se da por vencido pese a que las probabilidades de ganar la batalla sean bajísimas. Un soldado capaz de mantenerse en pie, contra el viento y la tempestad, por la fuerza de voluntad de su rabia. Y también de la paz de conciencia que produce el saber que se está luchando por algo que de verdad merece la pena. Hasta el último aliento» . Así me gustaría ser a mí. No desfallecer nunca. Sonreír cuando no me apetezca hacerlo. Hablar con paz cuando me sienta bloqueado y desee el silencio o gritar. Quisiera poder consolar cuando necesite yo ser consolado. Acompañar cuando me sienta verdaderamente solo. Curar cuando sea yo el que precise ser sanado. Hacerlo todo como si las cosas me fueran bien a mí sin necesidad de hacerles saber a todos que me van mal. Porque hay personas especialistas en contar sus desgracias buscando la atención y la compasión, queriendo ser siempre el centro del universo. Hay otras personas que prefieren sufrir en silencio, no molestar, no figurar. Optan por llevar con madurez todas sus decepciones. Viven la verdad de su vida sin ocultársela a nadie. No buscan endulzar con suaves mentiras lo que les sucede en la vida. Simplemente aceptan que la realidad es la que es, no la que ellos esperaban o la que soñaron un día. Es verdad que con un poco más de suerte todo hubiera sido mejor. Pero los hubiera no funcionan en la vida real. Lo que hubiera podido pasar en otras circunstancias, nunca pasó. Acepto entonces que mis planes puedan no coincidir con los de Dios. No me afecta tanto. O puede ser que yo no sepa lo que realmente me conviene porque me aferro a mis planes y busco egoístamente mi bienestar. Quiero llegar a la cima más alta de los montes sin tener que soportar la fatiga del esfuerzo. Así no es la vida. Dios tiene un camino para mí. Quiero buscarlo en la noche, en la oscuridad, en la paz de mi alma. Quiero encontrarlo allí donde vaya, donde me encuentre.
Hay decisiones que pueden cambiar una vida. Decir que no o decir que sí. Abrir una puerta y pasar o dejarla cerrada y seguir de largo. O permitir que se cierre la puerta que se había abierto lentamente. Tener miedo y dejarlo a un lado para caminar más hondo, más lejos. Abrazar un silencio profundo cargado de respuestas que no oigo. Saber que tengo que decidir y si no decido, si no hago nada, también estoy decidiendo. El otro día leía: «La tristeza abunda precisamente porque tomamos decisiones equivocadas» . No quiero decidir nada equivocado. No quiero confundirme, nunca quiero hacer lo incorrecto. ¿Qué es lo correcto? ¿Qué es lo que me conviene? ¿Qué es lo que me va a hacer bien? ¿Qué quiere Dios que haga? Algunas puertas se abren y otras puertas se cierran. De mí depende tantas veces dar un paso o quedarme quieto. Arriesgar o vivir con miedo. Son segundos, minutos, horas en los que todo se juega. Son momentos de indecisión. ¿Sí o no? ¿Adelante o atrás? ¿Me arriesgo o me guardo? Son siempre opciones que se me plantean. ¿Cómo puedo aprender a confiar en un Dios esquivo, huidizo, escondido? Quisiera que un ángel se me apareciera en sueños y me lo dijera todo, me revelara sus secretos, me hiciera ver lo que me conviene emprender. Tantas dudas, tantos miedos. Y el sol poniéndose a lo lejos o rompiendo la noche con su fuego. El tiempo pasa. Y no decidir ya es decidir. No caminar ya es tomar un camino. No pensar ya es dejar que el tiempo se me escape. Decidir un camino u otro importa. Estoy unido a muchos corazones, no estoy solo. Mis decisiones no son solo mías. Mi aspiración a la santidad repercute en tus deseos de ser santo. Tus anhelos de libertad me ayudan a ser más libre. Así me lo enseñó el P. Kentenich cuando no aceptó la proposición que le hicieron de un nuevo examen médico para eludir ir al campo de concentración de Dachau el 20 de enero de 1942. Ir al campo era sinónimo de ir camino a la muerte y a la separación de toda la Familia de Schoenstatt. Esa era una posibilidad muy real. Pero el Padre pensó que la decisión era no hacer nada. No optar por ese camino que ofrecían Y así luchar desde la prisión por la conquista más importante en mi vida, la libertad interior. Estoy entrelazado. Unidos los unos con los otros. Es una comunión de corazones. Decía el P. Kentenich: «¡Tan estrechamente unidos estábamos entonces, el uno con el otro, con tanta seriedad y profundidad penetró esto en la hondura del alma! En contraposición con esto, comparen el tiempo actual que desconoce la responsabilidad del uno por el otro: todo no es sino puro egoísmo» . Mis decisiones repercuten en el mundo, en la historia. No da igual lo que haga, lo que elija, aquello por lo que opte. No me quiero engañar. No estoy solo en este mundo. Lo que haga, incluso en la oscuridad de mi cuarto, tiene repercusión en la realidad, en los que me rodean. Es el Cuerpo místico de Cristo. Es la conciencia de estar unidos como Iglesia en Cristo. Mi lucha por ser mejor, por vencer las tentaciones es una lucha de todos, una victoria de todos. por eso no da igual lo que haga. Si elijo el bien es un bien para mí y repercute en todos a los que amo y me aman. Mi vida no es indiferente. El mundo de hoy me dice que no, que siga yo solo, que nadie me va a ayudar cuando yo lo necesite. Me invita a ser egoísta porque si yo no me preocupo de mis cosas nadie lo hará. Porque cada uno va a lo suyo, buscando su interés. Y cuando yo no les ayude y no sea necesario en sus vidas me dejarán a un lado. O cuando sientan que lo que yo hago puede competir con sus intereses, harán lo posible por apartarme de su camino. Un mundo en el que cada uno es un lobo para el otro. Esa imagen me duele. No quiero que el mundo sea así. No quiero hacer las cosas por interés, sirviéndome de las personas, utilizándolas. No quiero ser egoísta en lo que decido. Mi aspiración a la santidad ayuda a muchos, aunque no sepan que estoy luchando, aunque no lo vean. Decía el P. Kentenich: «Su esfuerzo por la santidad significa, para mí, salvación o desgracia» . Igual que mi pecado entorpece a otros, les quita el bien que podían recibir. Por eso es tan importante tomar decisiones acertadas. Saber lo que Dios me está pidiendo, incluso cuando lo que decida sea algo que los más cercanos no comprendan. Pero si es una decisión tomada en el corazón de Dios, será una decisión correcta. Y después de ser tomada miraré hacia atrás agradecido. Lo decidido es lo mejor que podía haber decidido. No existen esos si hubiera hecho, dicho o decidido. No puedo contar con esas hipótesis ahora imposibles. Mi decisión fue la mejor incluso cuando me dolió o no salió todo como yo esperaba. Pienso en mi vida ahora y en las decisiones que se ciernen sobre mí. Tengo que decidir, optar por algo que se me abre ante los ojos, elegir el mejor camino. Debo buscar en mi corazón, ahondar y preguntarle a Dios qué quiere, qué desea. Pero no estoy solo, eso me da paz. En mis decisiones, correctas o equivocadas, pertenezco a una familia más grande. Soy parte de la familia de los santos, de los que están en camino, buscando, deseando encontrar a Dios. «En ellos repercuten tu ser y tu vida, deciden su aflicción o acrecientan su dicha» . Esa mirada me salva y me sostiene.


Dios llama a quien quiere, cuando quiere y como quiere. Y no elige precisamente a los sabios o a los más capaces. Eso me desconcierta. Así lo dice S. Pablo: «Lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor». Me cuesta ver las cosas así. Yo creo que debería elegir a los más capaces, a los brillantes, a los que saben hacer bien las cosas. Siempre me impresiona la sabiduría humana y me atraen las personas cultas que saben de muchas cosas y resuelven problemas. Aquellas con las que es fácil hablar de temas muy diferentes e interesantes. Me gustan los que saben salir de cualquier dificultad que se les plantea y tienen respuesta en las circunstancias más adversas. Pero Dios elige lo necio, no lo sabio a los ojos del mundo. Elige al ignorante para desconcertar al que sabe. Porque es el poder de Dios el que se ve. Y así la sabiduría humana no entorpece la obra de la cruz del Señor. Comenta Khalil Gibran: «No me interesa saber dónde vives, ni cuánto dinero tienes. Quiero saber si te puedes parar después de una noche de pena y desesperación, débil y moreteado hasta los huesos, y no obstante hacer lo que debes y necesitas hacer y seguir adelante. No me interesa saber quién eres, ni porqué estás aquí. Quiero saber si te puedes parar en el centro del fuego conmigo sin encogerte. No me interesa dónde, qué, o con quién has estudiado». A Dios no le interesan mis títulos, mis éxitos, mis logros académicos. No le interesa que tenga muchos postgrados. Quiere, eso sí, que sepa levantarme después de una caída, que esté dispuesto a luchar en los momentos de más debilidad, que no me aleje cuando pruebe el dolor de la derrota, que no deje de confiar cuando me hayan fallado, que no deje de amar cuando me odien. Quiere corazones nobles que no tengan todas las respuestas pero sepan amar. Porque al final sólo el amor cambia el mundo. Decía S. Francisco de Sales: «La mejor manera de predicar contar los herejes es el amor, aún sin decir una sola palabra de refutación contra sus doctrinas». Sin necesidad de refutar nada logro que el mundo cambie si lo hago desde el amor. Si dejo que el poder de Dios actúe en mi misericordia. Predicar desde el amor. Por eso Jesús llamó a unos pescadores. O por eso María eligió a Juan Diego en Guadalupe. Para confundir a los sabios, para hacer que la sabiduría humana fuera algo secundario. Claro que aporta que yo sepa hacer cosas, es un regalo que pueda entregar mis conocimientos. Pero eso no es lo importante. Justamente en mi necedad actúa Dios con su poder, con su gracia. En mi oscuridad en el entendimiento se manifiesta la luz de Dios. Quiere confundir Dios a los sabios como hizo cuando se hizo carne y comenzó su predicación. Jesús venía de Nazaret, no tenía la formación propia de los maestros y se convirtió en Maestro. Porque enseñaba con una autoridad más poderosa que venía de lo alto, del cielo. Su mensaje era revolucionario y confundía a los más sabios. Esa forma de predicar estaba acompañada de una fuerza sobrenatural y una coherencia de vida. La predicación deja de ser relevante cuando no soy consecuente en mis actos. Por mucho que hable de la misericordia y del amor, si no lo vivo en mi vida cotidiana, si no soy un testimonio de ese amor en el mundo, mis palabras estarán vacías y no sembrarán vida. Son mis actos de amor, mi forma de darme lo que convierte el corazón de los hombres. Es en mi humildad donde se manifiesta la sabiduría de Dios en mí. Solo no puedo, pero Dios me llama para ir en su Palabra a anunciar la verdad del evangelio, la buena noticia. Me gusta pensar que lo que a Dios le gusta de mí es mi apertura para dejarme educar y mi disponibilidad para dejarme enviar allí donde me mande. Lo demás importa menos.


Bienaventurado y feliz es lo que yo quiero ser. Desde pequeño me han dicho que tengo que ser feliz. No quiero sufrir, no quiero llorar, no deseo pasarlo mal en ningún momento. Pero la vida no me deja ser feliz, el mundo se empeña en ponerme obstáculos. Nada sale como yo espero y me frustro, me lleno de rabia y amargura. Y la felicidad soñada se me escapa entre los dedos, parece una quimera, una promesa vacua. Hoy escucho lo que dice Jesús. Me habla de quiénes son en realidad bienaventurados. No acabo de entender muy bien dónde está la felicidad. Jesús subió al monte y les habló a todos lo que le escuchaban: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». La felicidad es en verdad una gracia, un don de Dios. Yo quiero que sea un derecho y un estado y por eso sufro. Porque tal vez no es ni una cosa ni otra. No es un derecho, porque todo me ha sido regalado. Y al mismo tiempo no siempre estoy feliz, en todo momento. Tal vez sean destellos de la luz de Dios que iluminan mi camino y me llenan de paz. Pero yo quiero ser feliz siempre y juzgo que es feliz aquel al que le resultan todos los planes y es alabado por todos. Aquel que tiene éxito en las empresas que emprende y se despierta mi envidia. Miro con recelo a aquel que vence siempre y no fracasa nunca. Feliz el que tiene un amor correspondido. Hijos que lo aman. Un trabajo estable donde es valorado. Feliz el que no se enferma nunca. Ni él, ni sus seres queridos. Feliz el que recibe siempre elogios y halagos, pero nunca críticas. Feliz quien tiene sus emociones en orden, en paz. Feliz aquel que no se deprime ni entristece nunca. Feliz el que lleva una vida lograda y siente que todo tiene sentido en su existencia. Deseo esa bienaventuranza que me ofrece el mundo. Si logro lo que deseo, si conquisto lo que quiero, si amo sin tropiezos, si no pierdo ni me quitan lo que me hace feliz. Si logro todo lo que intento. Es tan fugaz la vida, pienso, mientras deletreo con los labios la palabra felicidad. Es lo que quiero, lo que busco, lo que me han prometido, lo que muchos me han ofrecido. El mundo y la vida corta, pocos años comparados con toda la eternidad. No tengo razones para estar triste, pero sí las veo. No puedo lograr la felicidad que la fantasía de algunos diseña en un papel en blanco. La vida no es un estado. Son instantes, fotografías que pasan rápidamente en mi mente figurando movimiento. Siento que la felicidad la toco y se escapa, como un animal salvaje que se niega a dejarse domesticar. La quiero retener y huye. Me afano por conseguirla y la pierdo. No sé cómo ser feliz y que los demás lo sean a la vez. Porque he comprobado que la infelicidad de los que amo me vuelve a mí infeliz. Y Jesús me pide que sea bienaventurado. Que confíe, que espere, que sueñe. Me dice que la vida se juega en las decisiones que tomo. Pero algunas son acertadas y otras están muy lejos de serlo. Y al equivocarme al instante soy una persona infeliz y me pongo triste. No logro atrapar esa felicidad impostora que se niega a quedarse conmigo. Y Jesús enumera entonces quiénes serán benditos y bienaventurados. Los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los perseguidos, los calumniados, a los que insultan. Y yo me siento parte de esos grupos. Sufro el hambre del cuerpo y del alma. Y lloro cuando no consigo lo que pretendo. Yo también soy perseguido de una u otra forma. Me calumnian a menudo. Me critican y condenan. Y en medio de mi tribulación no soy feliz, imposible serlo. Sufro un dolor tan hondo que me abandona la felicidad. Se me escapa por las rendijas del alma. Siento una soledad inmensa. Y un sentimiento de culpa que es en realidad inútil, pero me duele igualmente. Las lágrimas me llenan de pena y no consigo esbozar siquiera una leve sonrisa. Me gustaría ser bendito, bienaventurado, feliz. ¿Cómo lo hago? Le pregunto a Jesús mientras me repite bajito las bienaventuranzas.


La felicidad prometida en el cielo me consuela sólo en parte. Yo quiero ser feliz ahora, bienaventurado ahora. No esperar al mañana, no confiar en que en el cielo todo será diferente. Jesús no quiere sólo consolar a los hombres que acudían a Él esperando ser confortados, animados, sostenidos. Sus palabras tenían un poder sobrenatural, llevaban en sí la vida eterna. Hoy escucho cómo es ese poder de Dios: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos. El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos. El Señor guarda a los peregrinos. Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sion, de edad en edad». Necesito ser pobre de espíritu para vivir confiado en el poder de Dios. Él lo puede todo y puede cambiar mi corazón. Cuando soy pobre no me siento con derechos. Acepto la realidad como es sin turbarme. Todo es don, es gracia. Todo es misericordia en mi alma. Siento la pobreza de mi vida y me conmuevo al pensar que Dios puede hacerlo todo nuevo en mi corazón. Abre los ojos de los ciegos, sustenta al huérfano y a la viuda. Da pan al que no tiene, y hace justicia. Mientras veo que no hay justicia a mi alrededor y se impone el hambre. Y los cautivos siguen siendo cautivos. Necesito más fe para creer que Dios puede hacer tantos milagros en mí, en el mundo. Para poder ser su instrumento de felicidad, de bienaventuranza, tengo que ser pobre, pacífico, misericordioso. Sólo así podré sembrar semillas de eternidad con mi vida. No podré cambiar la realidad que existe. Pero sí podré contribuir a crear un mundo mejor, más justo, más humano, más pleno en sus límites. Sólo si sigo cada una de las bienaventuranzas. Dios me ama en todos esos momentos de mi vida en los que experimento la injusticia, el hambre, el dolor, el llanto, la soledad. Me ama más aún cuando estoy más lejos, me siento más pequeño, todo es más duro, me calumnian, me difaman, me persiguen. En esos momentos de soledad más hondos es cuando Dios se asoma a mi alma y me dice que soy bienaventurado. Pero ya ahora en la tierra. En el cielo serán la vida eterna y la paz definitiva. Pero aquí en la tierra la alegría de saberme amado por aquel que me sostiene y levanta del suelo en el que he caído. Su amor infinito le da alas a mi vida. Me quedo pensando en este domingo en las bienaventuranzas que el mundo me vende. La felicidad instantánea y sin esfuerzo. La felicidad que equivale a la satisfacción de todos mis deseos. La felicidad de la persona por encima de los que me rodean. Mi felicidad puesta en primer lugar, en el centro, sin importarme demasiado lo que los demás sienten o piensan. Esa felicidad del mundo me deja constantemente insatisfecho por más que la busco y la deseo. La felicidad del aquí y del ahora. De la paz como un estado de tranquilidad en el que no me afectan la felicidad de los demás y sus necesidades. La felicidad de la actitud egoísta que me deja vivir tranquilo aunque muchos cerca de mí sufran o mueran. La felicidad que no se compadece del dolor ajeno porque busca sólo la tranquilidad interior. Esas bienaventuranzas son las que me ofrece el mundo. Si consigo el triunfo seré más feliz. Si logro el éxito que todos persiguen seré dichoso. Pero Jesús me mira cuando ve mi dolor, mi tristeza al no lograr todo lo que me piden para ser feliz. Y me dice que puedo serlo si cambio la perspectiva, si dejo de ponerme en el centro de todo lo que sucede y dejo de esperar que las cosas resulten como yo deseo. Esa felicidad que el mundo me ofrece es efímera. Y Él me dice que puedo ser feliz, que puedo tener paz en el alma si confío, si me dejo llevar por su amor, si lo busco en todo lo que me sucede. Si soy misericordioso, pacífico, humilde. Dios no elimina los obstáculos de mi camino. No me sana de mi enfermedad y no impide la muerte del justo. No deja de permitir que haya injusticias terribles en este mundo. Injusticias que me dejan herido e infeliz. Pero me dice que en medio de esa realidad que no puedo cambiar puedo cambiar la mirada y ser feliz. Puedo hacerlo si logro sacar como hace Él un bien de un mal inmenso. Logro hacer el bien en medio de mis ruinas. Y aprendo a construir un mundo de paz en medio de guerras. Puedo hacerlo si dejo de pensar sólo en mí y comienzo a pensar en mi hermano y en lo que necesita él para tener paz y ser feliz. Alcanzaré la felicidad verdadera cuando deje de perseguirla de forma obsesiva. Entonces será realidad lo que escucho: «El resto de Israel no hará más el mal, no mentirá ni habrá engaño en su boca. Pastarán y descansarán, y no habrá quien los inquiete». Si no hago el mal, si siembro la paz, si hablo bien de todos, si escucho sin buscar antes ser escuchado, si amo sin pretender ser siempre amado, si agradezco sin que nadie me haya agradecido. Si yo cambio, el mundo puede cambiar. Para eso necesito que se haga en mí la bienaventuranza que menciona S. Francisco de Sales: «Bienaventurados los corazones flexibles, porque no se romperán». Si mi corazón es flexible podré cambiar y no me romperé, podré adaptarme y no me estresaré, podré reconducir el camino tomado y no me angustiaré si los vientos cambian de dirección.

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