Homilía del padre Carlos Padilla - 4 de diciembre de 2022
Sábado 3 de diciembre de 2022 | Carlos PadillaII Domingo de Adviento
Baruc 5:1-9; Filipenses 1:4-6, 8-11; Lucas 3:1-6
«Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados»
4 diciembre 2022 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero madurar en mi interior. Quiero aprender a gestionar mis emociones. Quiero ser más libre frente a la opinión de los demás. Quiero ser más alegre y fiel»
Me gustan los colores que rompen la monotonía. Me gusta no pintar siempre la vida del mismo color. Me gusta la alegría que se manifiesta en colores. Me gustan los cambios que alteran mi rutina. Lo inesperado, lo imprevisto, incluso lo no deseado. Me maravilla esa luz que entra por los ojos. Admiro la vista que me permite apreciar la belleza que me rodea. A veces es tan malo lo que veo que pierdo la alegría. Pero no soy justo. Las cosas cambian y no todo es tan malo como a veces parece. Engañan las apariencias. Cuando siento que todo es triste se me quiten las ganas de reír. Y no es bueno estar triste. Ni es buena la seriedad en mi vida. Quiero aprender a reírme de todo, de cualquier cosa, de la vida que pasa fugazmente ante mis ojos. Que no me importe reír a carcajadas. La vida es tan corta y a los días les faltan horas. Y siento que todo es demasiado pequeño o muy frágil para subsistir todo el tiempo que yo deseo. Lo eterno me resulta inalcanzable, un sueño. Me da miedo volverme tan serio e importante que me asuste reírme de mí mismo. Reírme de mis errores, de mis caídas, de mis debilidades, de mis pecados. Me tomo tan en serio que no permito que nadie me haga bromas. Los colores, siempre los colores me mantienen alegre. El gris me nubla la vista como un día sin sol. Y yo juzgo a los que usan muchos colores, a los que son poco sobrios y llaman la atención. Me da vergüenza ajena, me digo. ¡Qué término tan cruel! Vergüenza de mi hermano, de mi amigo, de mi pariente, de mi cónyuge. Si no aprendo a reírme de mí mismo me acabaré enfermando de seriedad. Me tomaré tan en serio que todos los temas me resultarán fundamentales. Y no me reiré de nada, ni de nadie, ni de mí mismo. Me hace bien la risa que acaba con mis penas. Me saldrán más arrugas, es cierto. Viviré más años, seguro, con más salud, con más arrugas. No me importan las arrugas. Sé que la risa sana el alma, quita la pena, alegra el corazón enfermo que se resiste al cambio. Los cambios son buenos, me hacen reír, mejoran mi vida. ¡Cuánto me cuesta cambiar por dentro! Decido no repetirlo todo como siempre. No quiero copiar las decisiones pasadas. No deseo mantener continuamente la norma ante mis ojos. ¿Seré realmente flexible en tiempos de cambios? Busco el control. Lo hago sin darme cuenta. Por eso decido dejar a un lado ese deseo mío de controlarlo todo. ¿Tengo mis gustos muy definidos? Abriré los ojos, y estaré dispuesto a adquirir nuevos gustos, nuevas aficiones, nuevos caminos en medio de la noche. La vida es demasiado corta para tomármela muy en serio anclado en mi pasado. Duele el alma, es cierto y la muerte lacera mi optimismo. Sufro cuando me hieren, porque me traicionaron o no fueron fieles a las promesas dadas. Preparo mi corazón lleno de luces de colores, para que nazca Jesús, en tono festivo. Así es este tiempo que me ayuda a soñar más fuerte, más alto. A llegar más lejos. Me dan miedo las sombras y me da paz la luz del sol, de las estrellas, de mi mirada, de mis palabras. Esa luz que emana de mi verdad que vence la oscuridad de mis mentiras. Los colores vivos me descolocan sacándome de mis tonos grises, acostumbrado a la monotonía de mis costumbres, del azul, del blanco. Los colores vivos rompen mis esquemas, se escapan de mi control. Los colores me dan vida y me hacen pensar que puedo ser más libre, más comprensivo, más tolerante. Busco la variedad dentro de mi alma y abrazo la diferencia. Me salva el respeto y la aceptación del que no piensa como yo. No pretendo cambiarlo todo en mí, sólo aceptar los cambios. Me quedo pensando en lo que me decía una persona el otro día: «La Iglesia son esas personas que viven juzgando al que peca y condenándolo». Yo tampoco quiero una Iglesia así. No quiero ser uno de esos que condena. No lo quiero ser con nadie, tampoco conmigo mismo. No quiero flagelarme por no estar a la altura que espero, que otros esperan. Que alguien desea. No Dios, alguien más vestido de hombre limitado y torpe que es feliz exigiendo comportamientos imposibles. Mi Dios no es así. Mi Dios me mira y se conmueve y estalla en una risa fácil y profunda que me llena de paz. No me importa que ría. Me alegra la risa de Dios, se ríe de mí, de mis tonterías que me han vuelto inflexible. Acepto diversos colores en mi alma, diversos pensamientos que se estrellan los unos contra los otros. Produciendo una carcajada en mi alma. Basta una mirada, o una sonrisa para alegrar el corazón, días de fiesta. El día se viste de luces esperando a Jesús. Me calmo en mi llanto y sonrío. Dios sabe cuánto lo amo.
Me falta paciencia. Quisiera educarme en la paciencia. Temo pedírselo a Dios y ver cómo me manda oportunidades para ponerla en práctica. Me gustaría que las cosas fueran como yo deseo y en el tiempo que deseo. Quisiera que los sueños se hicieran realidad. Pero las cosas no suceden a mi tiempo, a mi manera. No todo está listo cuando yo lo pretendo. Además hay personas que ponen a prueba mi paciencia. No hacen lo que yo quiero cuando lo mando y de la forma como yo quiero. No actúan como yo lo haría en el momento en el que delego y confío en ellos. Es verdad que quiero confiar, porque no quiero vivir controlando. Necesito paciencia para aceptar que los demás no van a hacerlo todo como yo espero. Quisiera tener más paciencia para esperar el día que deseo. El viaje que anhelo. El encuentro que amo. Sé que las cosas no serán como yo quiero cuando las quiero. Necesito esa paciencia para vivir con el que no se comporta como a mí me gustaría. Paciencia para sobrellevar el pecado de mi hermano. Mucha paciencia para alcanzar los objetivos que me he marcado. El P. Kentenich decía: «Cada uno tiene una imagen de lo que debe llegar a ser. Y mientras no lo sea, su paz no será completa»[1]. Estoy en camino, sé lo que quiero llegar a ser, intuyo que dentro de mí hay mucho que no he vivido, muchas cosas que no he llegado a realizar. El adviento es un tiempo que me educa en la paciencia. Me recuerda que vivo esperando siempre algo mejor. Tengo una imagen grabada en mi alma de lo que puedo llegar a ser. Una imagen ideal, soñada por Dios. Él me ha dado un nombre y cuando lo pronuncia algo vibra dentro de mí. Sé que cuando sea lo que Él espera de mí tendré la paz definitiva. De momento espero impaciente la oportunidad para crecer, para cambiar, para mejorar. Me gustaría ser paciente con los demás, con los tiempos de Dios que no son los míos. Me gustaría ser más solícito cuando alguien me requiera. Me gustan las palabras de San Ignacio cuando elogia a San Francisco Javier por su prontitud para la acción: «Me basta con enviar a decirle sólo una palabra (¡ven!) y al instante abandona tierras y mares». Me gustaría ser así cuando los demás me pidieran algo, cuando Dios insinúe su querer. Me gustaría estar siempre disponible, atento para servir, para ponerme en camino. Ni tengo tanta paciencia, ni estoy atento a ponerme en camino cuando me requieren. Miro a María. Ella sí se pone en camino cuando su prima Isabel la necesita. No lo duda, no cede a la comodidad o a la prudencia. Deja todo como está y emprende el camino de la ayuda sabiendo que también Ella necesita cuidados porque está esperando al Hijo de Dios. Y al mismo tiempo es paciente. No se altera cuando José emprende con Ella el camino hacia Belén. No se impacienta cuando el tiempo se detiene en Nazaret y nada especial sucede. No tiene prisa cuando Jesús comienza su vida pública. Teme por su vida pero entiende que hay un plan que no conoce. Por eso no le exige a Dios que se manifieste, que haga algo extraordinario, si era verdad que Jesús era Hijo suyo de alguna forma acabaría sucediendo algo especial. Ante la cruz María permanece paciente, calmada, con dolor, llorando, confiando. María guardaba todo en su corazón desde que conoció al Ángel. No vivió exigiendo que todo sucediese a su manera. Tal vez no comprendía nada. Me gusta esa mirada sobre la vida, sobre el tiempo, sobre Dios. María nunca duda del amor de Dios. Sabe que Dios la ama y eso le basta. Me gustaría ser así y alegrarme con saber que Dios nunca me va a dejar, no se va a bajar de mi barca. Pero yo desconfío, tengo miedo, tiemblo. Y quiero saberlo todo ya, conocer el futuro, adelantarlo cuando me conviene, retrasarlo cuando no me interesa. Soy impaciente con Dios, soy inquieto, no me adapto, no me conformo. Olvido lo que me sucede y no lo guardo en mi corazón. Al mismo tiempo no siempre estoy en camino dispuesto a ayudar al que me necesita. No soy tan paciente con mi hermano cuando es molesto. Tampoco acepto que los tiempos de Dios no sean los míos cuando tengo prisa. Cuando veo a mi hermano sufrir, cuando sé lo que necesita, no siempre corro a darle una respuesta. Me gusta que los demás sean así conmigo, pero yo no lo soy. La paciencia y la diligencia son dos virtudes del adviento. Quiero aprender a esperar como los pastores, como los magos, como María. Quiero correr al encuentro de Dios cuando sea necesario. Esa disponibilidad, esa generosidad son un don del adviento, lo pido de rodillas. Paciente para la vida. Dispuesto para el servicio. Como María en adviento que aguarda sirviendo el nacimiento de su Hijo. Así quiero ser yo cada día. Me gustan las dos actitudes del alma. Son el camino más rápido para ser santo. Actuar pacientemente cuando las cosas no suceden cuando yo quiero. Y estar disponible cuando me pidan que ame, que me entregue, que sirva. Esa disponibilidad, esa generosidad, me conmueven. Ojalá el adviento ensanchara mi alma. Me diera paciencia, me diera diligencia. Sueño con el que puedo llegar a ser si le dejo a Dios hacerse carne de mi carne y cambiarme por dentro.
Me gusta mirar las estrellas. Detenerme y alzar la vista al cielo. Comenta Albert Schweitzer: «Los ideales se parecen a las estrellas en el sentido que nunca las alcanzamos, pero como los navegantes, con ellas dirigimos el rumbo de nuestras vidas». Pienso en el Adviento y en la Navidad y miro las estrellas. Guían mi camino. Señalan el lugar donde suceden los milagros. La estrella es la referencia para que no me pierda. Necesito alzar mi mirada a lo alto y confiar. Creer que detrás de la estrella que sigo hay un camino marcado, una senda que me conduce a la plenitud, dejando atrás las sombras. Las estrellas son esos sueños que habitan en mi alma. Me siento niño en Navidad, al llegar el adviento se me pone cara inocente. Como si una sonrisa permanente se me pegara al rostro. Y la música navideña empieza a vibrar en mi corazón. Y siento que tengo más sueños, más ideales, más deseos inalcanzables. Como si al despertarme pensara: puedo llegar más lejos, puedo hacer mucho más de lo que ahora hago. Puedo ser alguien mucho mejor del que ahora soy. Es posible si sueño con metas altas que parecen inalcanzables. Es quizás por eso este tiempo una ocasión para renovar todos mis ideales que me hacen aspirar a las alturas. La mediocridad pesa en el alma. Y la sensación de que la vida se me escapa entre los dedos sin vivir de verdad. ¿Qué ha pensado Dios para mí? ¿Qué hago en esta tierra recorriendo mil caminos? ¿Dónde quiere que esté en cada momento, dónde me ha soñado? Tiemblo al pensar que puedo errar mis pasos, tomar decisiones equivocadas, herir con mis palabras, o con mis acciones. Y sentir que no soy justo con mi hermano. Me gustaría poder cambiar todo lo que hice, todo lo que hago. Para acertar y ser feliz. ¿Qué tengo yo que ver con la vida de los que me rodean? ¿Por qué tengo yo que tomar decisiones que les afectan? Puedo decidir. Puedo amar o rechazar. Puedo recordar u olvidar. Dejar huella o borrar el paso de mi vida por este lugar. Los sueños de otros, ¿tienen que ser mis sueños? ¿Conmigo comienza todo desde cero? Me equivoco. Conmigo no comienza nada. Yo sólo me quedo perplejo mirando el cielo lleno de estrellas. Sueños que quieren hacerse realidad. Sonrío al ver el brillo sobre mi oscuridad. No me da miedo lanzarme a habitar en las estrellas que están sobre mis ojos. Las sigo, me identifico con su fidelidad, sueño, como decía el Principito, con llegar a ser una estrella: «Cuando muera quiero ser una estrella. Sólo las personas que aman de verdad son como estrellas, y su luz sigue brillando sobre nosotros después de que se hayan ido. Enséñame a vivir para que sea una estrella». Pero no una de esas estrellas a las que hoy admiramos, en el mundo del deporte, del espectáculo, de la fama. Esos que se han labrado un presente y tienen muchos seguidores. Los aplauden, los halagan, sin saber que los halagos nos debilitan. No quiero ser una de esas estrellas a las que el mundo admira. Las estrellas que sigo señalan un lugar que está más allá de ellas. Me gustan las estrellas porque sólo marcan el camino, muestran hacia dónde hay que ir. Dan luz, iluminan el sendero. Hoy escucho: «Jerusalén, quítate tu ropa de duelo y aflicción, y vístete para siempre el esplendor de la gloria que viene de Dios. Envuélvete en el manto de la justicia que procede de Dios, pon en tu cabeza la diadema de gloria del Eterno. Porque Dios mostrará tu esplendor a todo lo que hay bajo el cielo». Hay personas que tienen luz. Y esa luz les viene del cielo, de Dios, de lo alto. No tienen la fuerza en sus capacidades. No son ellos el centro de todo ni el final de todos los caminos. No marcan ellos la forma de hacer las cosas, no determinan lo que los demás han de hacer. Son luz porque iluminan con una luz que no cesará nunca. Me gustan esas estrellas que pueden llegar a morir porque sólo son señalizadores en medio del camino. Puedo llegar a oscurecerme y el camino seguirá iluminado, habrá otras estrellas marcando la meta, el ideal a seguir. Los que aman de verdad. Los que se entregan sin medir. Los que abrazan sin retener. Los que acarician sin forzar. Los que renuncian sin que se note. Los que se ofrecen para servir para que otros no sufran. Me gusta la vida en la que el hombre se pone en camino alzando la mirada al cielo. Me gusta pensar en lo que ha de venir, en los sueños que Dios ha dibujado en mi alma. Cierro los ojos y aparece ante mí el sueño de mi vida. Sé lo que puedo llegar a ser si soy dócil, si soy manso, si soy niño. Me detengo ante la Navidad sabiendo que mi vida está incompleta. La quiero llenar de sucedáneos de felicidad. Pero no me basta porque algo me dice muy dentro que puedo llegar más alto, más lejos. Las estrellas me iluminan. La estrella sobre mi Belén. La estrella señalando la ruta. La estrella sobre aquellos que son un testimonio de vida para aprender a vivir. Renuevo mis sueños. ¿Cuáles son? Los vuelvo a escribir en un papel en blanco. Sueños imposibles, imprudentes, locos. Sueños inalcanzables, sueños imprevisibles, sueños que me hacen creer en el poder de Dios.
Vivir en una ciudad llena de montañas eleva el alma al cielo. La mirada se desprende de la tierra y mira las alturas. Es más fácil caminar en línea recta cuando todo es llano. Cuando se vuelve encrespado hay que dar vueltas y vueltas buscando el camino más sencillo para llegar a la cima. Pero hoy escucho que tengo que allanar los montes. ¿Será necesario? ¿Seré capaz? Dice Dios: «Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo monte elevado». Y dice Juan el Bautista: «Todo monte y colina será rebajado». El que vive rodeado de montañas no desea allanar ningún monte. Está orgulloso de las alturas de su tierra. Le gusta elevar la mirada a lo alto y dejar que se pierda con las águilas. Y subir hasta arriba. Hoy me lo pide Dios: «Levántate, Jerusalén, sube a la altura, tiende tu vista hacia Oriente y ve a tus hijos reunidos desde oriente a occidente, a la voz del Santo, alegres del recuerdo de Dios». Cuando subo a lo alto de un monte me siento orgulloso, lo he logrado. Y sentado en una piedra miro el vasto horizonte y exclamo con la voz del profeta: «¡Sí, grandes cosas hizo con nosotros Yahveh, el gozo nos colmaba!». Desde lo alto de la montaña los problemas se vuelven insignificantes. Y desde arriba la ciudad es más bella, todo está limpio, es precioso. La distancia me ayuda a valorar todo lo que tengo. Subir a la montaña ensancha los pulmones y el alma. Me gustan los montes que se elevan en el cielo y en ocasiones, cubiertos de nubes, se coronan en un frío húmedo. Pero Dios quiere que allane los montes. ¿De qué me está hablando? Tal vez de esas montañas que no me dejan pasar. Sigo un camino y siento que no puedo atravesar lo que está frente a mí. No puedo subir a lo alto. No puedo perforar la piedra de la montaña. ¡Allana el monte! Escucho como una orden, ¿podré hacerlo? ¿De qué montes me habla Dios en este adviento? Montes que no me dejan volcar mi vista en un horizonte amplio. Pienso en el monte de mi orgullo. Mi ego se erige como una montaña imposible de escalar. Un orgullo que se convierte en dueño de mi vida. Quiero imponer mi verdad, mi orden, mi manera de hacer las cosas. Quiero que los demás sepan que soy yo el que está detrás. Es alto el monte de mi orgullo que me impide ver a los demás y me hace pensar que mi vida vale más que la suya. Mis ideas son mejores que las de ellos. Mi manera de hacer las cosas sin dudarlo es la más eficaz. Ese monte es inabarcable, ¿podré allanarlo? Allanar los montes no es tan sencillo. Hace falta mucha fe y creer que podré hacerlo. Quizás deba lograr que Dios aumente mi humildad. El mejor camino, está claro, las humillaciones. Pero ¿quién quiere ser humillado? Nadie, yo no quiero que me humillen. Creo que yo solo no puedo allanar nada. Es imposible allanar ningún monte, menos aún el del orgullo. Tendrá que ser Dios en mí, sin su fuerza destrozando rocas, yo no podría. Él sabe hacerlo mejor, es capaz, puede hacer las cosas nuevas en mí. El otro día leía: «Los testigos de Jesús no hablan de sí mismos. Su palabra más importante es siempre la que le dejan decir a Jesús. En realidad, el testigo no tiene la palabra. Es solo «una voz» que anima a todos a allanar el camino que nos puede llevar a él»[2]. Mi silencio es más poderoso que mis palabras. Yo hablo mucho, intento explicarlo todo. Ordeno, mando, exijo, pido. Como si al hacerlo la realidad pudiera ser mejor de lo que es ahora. Mi silencio logrará allanar los montes de mi orgullo. Cuando renuncie a mi idea, a mi forma de hacer las cosas, a mi manera de vencer en este mundo. Que me humillen los hombres si con eso voy a lograr ser una tierra más blanda, más receptiva para cualquier semilla. Me da miedo la humillación, duele allanar cualquier monte. Me resisto, quisiera que todo siguiera igual. Pienso en el monte de mi ira. La que me hace parecer inaccesible para los demás. Porque no siembro paz sino guerras. Porque me convierto en un soldado que quiere vencer siempre. La ira brota de mis heridas abiertas. Porque alguien hizo, dijo, logró. Y yo me lleno de rabia contenida, lágrimas a punto de romper la espuerta y verterse en la tierra. La ira es un monte elevado que no me deja ver nada más cuando brota de la tierra. Me ciega, me ata, no me deja ver el amor que me rodea. Es mucho más fuerte que todas mis fuerzas. Allanar el monte de mi ira sólo lo podrá hacer Dios. Así como el monte de mi egoísmo, en el que me refugio. Siempre pesando en lo que me conviene, en lo que necesito, en lo que me corresponde. Mi egoísmo me convierte en una persona quejumbrosa. Siempre me quejo de todo cuando no es de mi agrado. Siempre yo, siempre mis planes, mis proyectos, mis deseos. Siempre la vida girando en torno a mí, como si el mundo me debiera algo. El monte del egoísmo no me deja ver ni las estrellas, no me deja salir de mi escondrijo, no me deja ver la necesidad de los demás porque lo que yo necesito está en primer plano. Necesito que Dios allane ese monte de egoísmo que está ante mis ojos. Si pudiera lograrlo Dios en mí...
El adviento es la oportunidad para prepararle un camino al Señor. Permitir que llegue a mi alma y entre en mi corazón. inicio un camino y hago lo posible para que se pueda caminar por él: «Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios». No es fácil el camino que lleva a Dios. Hay muchas barreras y obstáculos. El mundo en el que vivo no me ayuda. Tal vez yo tampoco soy un camino que lleve directo a Dios. Puedo ser una barrera, una montaña inaccesible para los demás. Miro mi alma, mi vida y veo que no está el camino de mi alma despejado. Necesito llenar los vacíos de mi corazón. Para no vivir exigiéndole a los demás que me amen, que llenen el vacío, que calmen la sed. Tengo vacíos provocados por heridas, por desencuentros, por decepciones. Miro mi historia y me doy cuenta de la sed que tengo. Me falta agua para calmar la sed. Me falta amor para llenar los huecos, los vacíos de mi interior. Hoy el Señor me invita a rellenar esos valles de mi vida. Pienso en esa soledad mal llevada que siento en mi corazón. Noto la distancia de Dios. Noto la lejanía de los hombres. Siento el dolor y la pena, el cansancio y el hastío. Acaricio el vacío que me dejan los sinsabores de la vida, las peleas, las discusiones, las iras y los conflictos. El vacío que en ocasiones siento al llegar estas fechas del año cuando no todo en mi familia es perfecto. Hoy la llamada es muy clara. Tengo que rellenar los valles para poder hacer el camino más fácil. ¿Cómo lleno lo que está vacío? Hace falta agua para calmar la sed. Alimento para calmar el hambre. Abrazos para saciar la soledad. Palabras de cariño para llenar los silencios fríos. Elogios y halagos para endulzar la vida. Verdades para acabar con las mentiras. Llenar los valles para que muchos puedan caminar tranquilos. Luego veo que está muy enredado el camino. Tengo que hacer que lo tortuoso sea recto. Para que Jesús me vea subido en el árbol de mi espera. Para poder verlo yo a Él caminando a mi encuentro. Para que los demás a través de mí se encuentren con Jesús. Es tortuoso el camino que recorro. Demasiadas curvas y desvíos. No quiero perderme. Quiero que Jesús lo enderece, lo haga recto. Para ello necesito reconocer mi pecado que lo enturbia todo y lo complica. Miro mi corazón que no es inmaculado. Los sentimientos enfermos me enferman. Los pensamientos errados me hacen daño. Pienso en todo lo que necesito cambiar al comenzar el adviento. Quizás por esto Juan el Bautista es el protagonista en Adviento. Él se fue al desierto a preparar el camino al Señor y ahí se confrontó con sus límites y descubrió cuál era su misión. Miro este tiempo de adviento y veo que tiene mucho de desierto. Es un tiempo de oración, de intimidad con Dios. Quiero callar dentro de mi alma para buscar el querer del Señor en mi vida. Dios fue preparando a Juan para que él pudiera enseñar el camino a los hombres. Y así lo hizo. Todo sucedió en un día concreto. Así de exacto es Dios al entrar en la historia: «En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Voz del que clama en el desierto». Dios habla en un momento muy concreto, en un día determinado, en un lugar, en el desierto. El contexto está claro. Lo que me quiere decir Dios en este adviento es que Él viene a mí en un contexto muy concreto. En los días que estoy viviendo. Viene hoy a salvarme. Y tengo que preparar el camino hoy, aquí y ahora, como lo hizo Juan. Él lo descubrió en el desierto y se puso manos a la obra. Y partir de ese momento de silencio vivió para que Jesús pudiera entrar y encontrar los corazones preparados para su venida. Se convirtió en predicador de la conversión. Sus palabras tenían fuerza y pasión. No era un predicador blando, melifluo que intentara contentar a quienes lo escuchaban. Era un hombre fuerte y radical que invitaba al bautismo a los que seguían camino de perdición. Sus palabras son fuertes, los invita a cambiar de vida. Quieren que estén preparados para cuando llegue el Señor. Quiere allanar los senderos para que pueda entrar Cristo en sus vidas. ¿Lo consigue? Creo que en algunos sí. Gracias a sus palabras sus discípulos estarán atentos y seguirán a Jesús cuando sea reconocido como el Cordero de Dios en el Jordán. Llegan a ese momento buscando, con el alma atenta, con los ojos despiertos. Y lo reconocen. Juan lo señala entre los hombres y ellos lo siguen. Pero antes ya han comenzado a cambiar de vida. Sus palabras hablan de radicalidad. Hablan de vivir de forma extrema no contentándonos con los mínimos. A veces creo que me doy por satisfecho con cumplir con los mínimos en mi vida. Digo que es bastante con hacer las cosas de una manera. Y así, con eso basta, pienso. Y caigo en algo que a los primeros cristianos les parecía terrible, la tendencia a contemporizar. Acostumbrarme a las cosas buenas y dejarme llevar por la comodidad. Acomodarme al gusto o la voluntad de los otros para evitar un enfrentamiento. Me adapto a lo que los otros me piden. Cedo para que no se enojen conmigo, para vivir en paz a su lado. Y acabo viviendo como viven ellos, no como a mí me gustaría vivir.
Comienza este tiempo de adviento y me pregunto en qué cosas quiero cambiar. ¿Es necesario que cambie? Me acostumbro a ser de una manera, a hacer las cosas de una forma concreta. ¿Está mal ser fiel a mí mismo? ¿Tengo que parecerme a otros, ser distinto a lo que soy? Muchas veces lo que pasa es que no quiero cambiar. Si no les gusta a los demás cómo soy que se aguanten. Soy así, grito y me conformo. Además me gusta cómo soy. Me gusta mi vida. Soy como soy. Tengo mi forma de hacer las cosas. Si me pongo a pensar es verdad que veo mis límites. Sé que quizás en ocasiones me precipito y hiero. O me ato a mis ideas y mi orgullo es más fuerte sintiéndome incapaz de ceder en ninguna discusión. O noto que la envidia me hace daño por esa manía mía de compararme con otros en todas las cosas que hago. O veo que mi egoísmo me cierra a la voz de ayuda de los que me necesitan, me acomodo, me vence la pereza mientras permanezco inmóvil. O no trato con respeto y delicadeza a los que me rodean, alejándome de ellos, hiriendo con mis formas y palabras. O me dejo llevar por mis adicciones y obsesiones y descuido lo importante de mi vida, mi familia, mi trabajo, mis amigos. Pensándolo mejor veo que hay cosas que tengo que cambiar. Pero no quiero hacerlo. Es demasiado el esfuerzo. Tendría que volver a nacer de nuevo. Y eso duele, siempre rehúyo el dolor de esta vida. Veo que hay otras cosas que no quiero cambiar. Son las que tienen que ver con mi carácter, con mi historia, con mi forma de ser. ¿Cómo se pueden cambiar esas cosas que me forman y me hacen reconocible? Veo que es imposible. Lo que quisiera saber es cómo distinguir lo que puedo cambiar de lo que no puedo. Distinguir cuándo es mi incapacidad y cuándo vencen mi orgullo o mi pereza. En la vida he comprobado que no basta con que diga soy así, mientras voy dejando heridos a mi paso. No puedo gritarle eso a quien me ama para que me deje tranquilo y no quiera cambiarme. Sí, los demás no pueden cambiarme, lo he comprobado, pero tal vez yo sí puedo. El amor lo cambia todo, también es verdad. Y a menudo cuando me siento amado por mis hermanos me siento en casa, feliz. En esos momentos de paz saco lo mejor de mi alma, soy mejor persona, más humilde, más sensible, más bondadoso. Cuando me tratan mal la verdad es que sacan lo peor de mí. Mi rabia, mi odio, mi tristeza, mi amargura. Todo eso hace que en mí se acentúen los defectos. Y me siento tan lejos de aquel que me gustaría llegar a ser. Puedo ser mejor persona, puedo ser la mejor versión de mí mismo. Llega ahora el adviento y se me invita a cambiar, a mejorar, a construir un nuevo yo. Pero ¿cómo hago para preparar el camino y que Jesús pueda cambiarme por dentro? Es Él quien puede hacerlo, yo soy incapaz. Hoy S. Pablo le dice a la comunidad de cristianos por la que reza: «Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilataros mejor para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo, llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios». Pide para que el amor sea más maduro, más perfecto en ellos. Más puro y sin tacha. Miro mi amor y veo que soy muy mezquino. Me cuesta amar bien a mis hermanos. Me refugio en mi comodidad. Porque el amor duele. Hoy parece que el amor sólo es amor cuando hay felicidad, alegría, paz. Pero si vienen los sufrimientos y las renuncias parece que el amor se ha muerto. Es una pena que mi amor sea tan débil a veces. Cuando enfrenta las contrariedades de la vida se debilita mucho. Cede al impulso de pensar que sólo el amor sin sufrimientos es el que deseo. El amor que no exija. Y veo que Dios viene a mi vida en Navidad para pedirme que cambie. Que no me conforme con lo que ya he conquistado. Que no sienta que no puedo lograr nada. Dios puede hacerlo si le dejo, si se lo pido. Clamo a Dios para que me cambie por dentro aunque me duela. Siempre duele el cambio. Es el crecimiento que exige. No me conformo con lo que ya he crecido. Quiero madurar en mi interior. Quiero aprender a gestionar mis emociones. Quiero ser más libre frente a la opinión de los demás. Quiero ser más autónomo y comunitario al mismo tiempo. Quiero ser más alegre y fiel. Puedo ser más pacífico y generoso. Sé que puedo lograr una versión más pulida de mi ideal. De ese rostro que Dios dejó impreso en mi alma. Puedo ser más trasparente y dejar que el mundo vea en mí la mirada de Dios. A través de mí. Pasando por encima de mí. Es lo que deseo.