Homilía del padre Carlos Padilla - 5 de noviembre

Domingo 5 de noviembre de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XXXI Tiempo Ordinario

Malaquías 1,14–2,2b.8-10; 1 Tesalonicenses 29,7b-9.13; Mateo 23,1-12

«Haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente»

5 noviembre 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Un corazón humilde es paciente, es agradecido, es sencillo. Mira la vida con una sonrisa. Quisiera ser capaz de reírme de mí mismo y no tomarme demasiado en serio»

Se habla de una misión mundial de la Iglesia, por la que pido. Una evangelización que llegue a muchos corazones. El deseo de que Cristo reine en muchas vidas. La convicción de que Él da la paz que anhelo y me hace crecer en un amor más grande, abnegado, generoso. Veo que esa misión mundial me desborda. ¿Qué puedo hacer yo cuando el horizonte es casi infinito? La mies es abundante y pocos son los que quieren dar su vida. Yo mismo me lleno de buenas intenciones, busco llegar más lejos, subir más alto. Y cuando me quiero dar cuenta no hago nada. Es tanto lo que hay que hacer que me siento abrumado. ¿Cómo se conquistan esas extensiones de tierra que no alcanzo a ver? Un día pretendí conquistar el mundo entero. Me armé de valor en mis sueños y creí que lo iba a lograr, si lo intentaba. Con el tiempo comprendí que no puedo parar las guerras, ni detener el odio de miles, ni componer las injusticias, ni destruir las murallas que crean divisiones. No he podido acabar con tantas esclavitudes que someten el alma. No he derrumbado las barreras que aíslan a los unos de los otros. No he vencido la impunidad ante lo que no es justo, ante el mal. No he limpiado el rencor que enciende el odio. No he apaciguado los deseos de venganza que devastan el mundo. Una misión mundial me parece imposible con mis propias fuerzas. Hay tanto bien que se puede hacer. Hay tanto mal que se puede evitar. Luego me quedo pensando en todo lo que hay en mi corazón. Ese pequeño mundo que me habita. Esa extensión que abarcan mis ojos, mis manos, mis pensamientos. Me detengo en todos los que conozco y quiero. Y veo surgir el mal, brotar el odio más cerca de mí, próximo a mi vida todo parece derrumbarse. Tengo miedo. Una misión mundial parece imposible. Una misión más cercana también me resulta complicada. ¿Cómo puedo cambiar el odio de mi hermano en amor? ¿Cómo puedo hacer que se reconcilien los que no se perdonan? ¿Cómo hago visible el amor de Dios que es para todos y en todas las circunstancias? Me paraliza el miedo. Es demasiado grande, demasiado poderoso todo lo que no controlo y me asusto. Yo quiero hacerlo todo bien para cambiar el mundo y caigo, tropiezo, me confronto con mi orgullo, con mi envidia, con mi rencor. Quiero controlarlo todo para que las cosas funcionen. Todo va a salir bien, me han dicho, lo quiero creer. Sé que no está sólo fuera de mí ese mal que quiero evitar. Está dentro de mí, en lo más hondo de mi alma, agazapado detrás de sus muros, oculto en la tierra en la que se hunden mis raíces. Veo que dentro de mi alma vive un mal que me asusta. No he conseguido que allí entre la luz de Dios que siembra claridades. No ha podido Él vencer en mí mis barreras. Si conmigo no lo ha logrado, ¿qué va a poder hacer en un mundo tan inmenso en el que el mal parece tan fuerte? Miro al cielo y espero. ¿Podrá hacer Dios milagros con mi vida? ¿Podrá llegar su mano a muchos corazones? Le pido que primero me misione a mí para poder yo misionar a otros. Que siembre en mí la esperanza, para poder dar paz a muchos. Que me cambie la mirada para poder mirar de forma diferente a mi hermano y lograr que se calme. Que me haga más suyo y más humano, más lleno de ternura y vida, más comprensivo y misericordioso. Se lo pido al Señor que calma la mar y apacigua los vientos. Le pido que siembre en mí ese amor que surge de su corazón herido. Él puede hacerlo en mí y puede enviarme a llevar su luz al mundo. Esa misión que supera mis capacidades. No puedo, no sé, no lo logro. Si al menos pudiera poner un poco de orden en mi vida. No para que no haya desperfectos. Tampoco para lograr una victoria imposible. Simplemente le pido tener paz, alegría y un corazón limpio para mirar con humildad y calma al que no me mira, al que me desprecia, al que me humilla. No es fácil cambiar el mundo desde mi pobreza. Asumo que no voy a lograr esos éxitos que anhelo. Que gran parte de mi camino va a consistir en dar pasos sin rumbo, con la mirada fija en el cielo y sabiendo que sólo Dios conoce los secretos de mi corazón. Sólo escucho su voz en mi alma que me pide que navegue mar adentro, que eche las redes donde me pide y sepa que estoy construyendo catedrales tallando piedras. Tan sencillo como eso, caminar de su mano día tras día. 

Entre la necesidad y la obligación hay un buen trecho. Muchas cosas las hago por obligación. Siento que es importante hacerlas. O asumo que es una consecuencia de las decisiones tomadas en otro tiempo. Acepto el deber ser como parte del camino. Es verdad, no puedo eludir las normas que pautan la convivencia en este mundo. Cumplo y acepto lo que tengo que hacer no por convicción personal sino porque no me queda más remedio de aceptar la realidad en toda su belleza y en su dolor. Asumo que hay muchas cosas en mi vida que debo hacer. Las hago, las sufro a veces, otras incluso las disfruto. Tal vez porque Dios me dio el don de reírme de mí mismo y disfrutar la vida en cada momento. El deber ser forma parte de mi camino. No puedo levantarme a la hora que quiero. No puedo dejar a un lado el deber como padre descuidando a mis hijos. No es posible olvidar la obediencia ante el que es mi superior. No puedo pasar por alto la obligación de sacar adelante los trabajos que he asumido, por los que me pagan. No puedo dejar de cuidar a la persona con la que me comprometí de por vida. Hay obligaciones que escapan a mi control. Son parte de las decisiones que siendo joven asumí. Ese día le dije a Dios que sí con el corazón encendido. A veces, es cierto, me gustaría echarlo todo por la borda, echarme una manta a la cabeza y salir corriendo. Como huyendo de obligaciones que me oprimen el pecho. ¿Se puede vivir sin obligaciones? ¿No será que incluso cuando pretendo acabar con lo obligatorio optando por la libertad, en ese uso épico del libre albedrío, surgen de repente nuevos compromisos inesperados? Libertad implica compromiso y responsabilidad. Me hago más libre cuando elijo conscientemente el bien que me construye como persona. Y ese compromiso genera consecuencias para mi vida que acepto con alegría. Lo malo es cuando en el mundo de Dios, en mi relación con Él, prima la obligación antes que la necesidad. Como si en mi matrimonio fuera más fuerte lo obligatorio que lo que brota espontáneamente del amor. Porque te amo quiero estar contigo cada momento de mi día. Habrá días, o momentos de mi día, en los que sentiré que prefiero estar en otra parte, haciendo otra cosa. Y no me saldrá tan naturalmente permanecer a tu lado. Entonces tendré que elegirte de nuevo, optar por ti otra vez, volver a amarte más en profundidad y para siempre. Y especialmente en este momento concreto en el que me cuesta la obligación, el compromiso asumido. En la vida espiritual puedo ir a misa por obligación. Porque es bueno. Porque mis padres quieren que yo vaya. Porque me hará mejor persona Dios si me acerco a Él. Surgen así la oración y el compromiso como un deber ser. Debo ir a misa para poder comulgar, para no estar en pecado. Debo rezar porque así lo quiere Dios en mi vida. Desea que dialogue con Él. La obligación es más fuerte que la necesidad. ¿Necesito ir a misa para ser feliz? ¿Necesito rezar para tener fuerzas cada día? El P. Kentenich decía: «Nosotros nos comprometimos a aspirar a un extraordinario amor a la Santísima Virgen, a santificarnos a nosotros mismos en un grado superior al ordinario, y cultivar una firme disposición al apostolado. A su vez María se ha obligado a educarnos y utilizarnos con mira a esos objetivos»[1]. Me comprometí un día a amar a María siempre, toda mi vida. Luego en el camino puede que el amor se diluyera, se volviera raquítico o se espesara ese deseo de amar más, de dar más. Asumí el compromiso de amar a María y dejar que Ella me educara en este camino. No sabía que a veces dolería mucho y que no todo sería una fiesta. Entiendo que el compromiso de un día lo tengo que renovar cada mañana. El amor que no se cuida se apaga como el día al atardecer, a la caída del sol. Volver al primer amor supone un renovarme en esa entrega. Volver a Galilea, como los discípulos, a recordar el primer amor por el que estaban dispuestos a dar la vida. En esa Galilea de mi juventud, de mi primer amor, entiendo claramente que en mí es fuerte la necesidad. Necesito a Dios para que las cosas que hago tengan un sentido. Necesito su amor en mi vida para tener paz en el corazón. No es fácil comprender las razones que me mueven a dar la vida. El amor es la razón que la misma razón no comprende. El amor a mi cónyuge me hace capaz de locuras poco razonables. El amor convierte en necesidad lo que para otros puede ser una obligación fría y sin alma. Sin amor la vida está llena de compromisos vacíos y fríos que me quitan la vida. Si mi vida espiritual es más obligación que necesidad tendré una vida cristiana muy triste, carente de pasión y de fuerza. ¿Por quién estoy dispuesto a hacer locuras? Sólo Dios puede darme el deseo de poseer lo que anhelo. Sólo Él puede enamorarme de algo mucho más grande que mis pequeños pasos. Cuando asumo mi debilidad es cuando comprendo que estoy cerca de Cristo por necesidad, lo necesito, sólo me perderé todas las veces. Quiero esa gracia que me lleve a necesitar el amor de Dios en mi vida. Que me haga menesteroso y pobre, un peregrino siempre en camino.

Me gusta celebrar el día de muertos. Es un día de fiesta, no de tristeza. El corazón se alegra al recordar a aquellos que tanto quiero. Me gusta el color vivo de los altares de muertos. En los que están las fotos y aquellas cosas que les gustaban a los que se han ido. Me gustan los colores vivos, alegres, la luz, la vida en medio de tantos recuerdos. Me alegra mirar al cielo, convencido de que es allí donde se encuentran aquellos a los que he amado. Creo en la bondad de Dios y en su misericordia. Tengo claro que la muerte no puede ser el final de la vida, es en realidad el comienzo. Me abruma, porque morir duele, partir asusta, dejar de ser, de tener, de soñar, de amar. Pienso en la muerte de mis seres queridos en estos días, los recuerdo con cariño, vuelve a mi memoria esa foto que me encantas. El dolor brota de nuevo, como el agua de un río que estaba bloqueado. Me hace bien volver a llorar y volver a reír recordando. Pienso en sus vidas. ¿Hicieron todo lo que soñaron? ¿Tuvieron una vida plena, perfecta, feliz? ¿Quedaron truncados sus sueños? Siento que a lo mejor la vida se les escapó en el mejor momento, cuando todavía eran jóvenes. Me duelen las muertes inesperadas, injustas, bruscas. Esas rupturas que laceran el alma. Ver partir a los míos es demasiado difícil. Cuando la muerte golpea lejos de mí me afecta menos. No pienso tanto en lo que sienten los que se han quedado en tierra. Morir es un cambio radical en el alma de los que aman. Renunciar a seguir caminando al lado de la persona amada. Hay duelos que llevan toda la vida, nunca se acaban. Porque no es fácil perdonar a Dios por quitarme a quien tanto he amado. Ansío un amor eterno en la tierra. Deseo un amor sin límites que dure siempre, en el que no haya final. No estoy hecho para la muerte. No soporto la ausencia de los que se han ido. El día de muertos me hace visibles a los que ya no están. El corazón se alegra al verlos de nuevo, al mirar sus sonrisas reflejadas en una foto. ¿Cómo vivieron? ¿Qué soñaron? ¿Qué sintieron? ¿Pudieron amar con toda su alma a los que amaron? ¿Se fueron habiéndolo perdonado todo, habiendo sido perdonados ellos? Son preguntas que no siempre tienen respuestas. No hay muertes perfectas, así como las vidas tampoco son perfectas. No todo encaja en una lógica divina. Nadie se va de este mundo con una vida sin manchas. Podría haber sido todo diferente. Un accidente, una enfermedad, un sinsentido lo cambió todo. Y las cosas dejaron de ser como yo soñaba. A menudo los sueños no se hacen realidad. El corazón me duele. Siento un dolor muy hondo al recordar, al revivir. Lo hubiera hecho todo de otra manera. ¿Podré perdonar a Dios por haberse llevado a los míos? ¿Lo perdonaron ellos antes de irse? ¿Cómo sería su encuentro con Jesús al cruzar la línea invisible que me separa de los muertos, de los vivos? Me duele pensar que me faltaron abrazos que dar a los que ahora contemplo. Me faltaron conversaciones, puede que algún perdón. Sólo puedo ahora agradecer por lo vivido. La vida es imperfecta. Pienso en el cielo que está tan pegado a mí que casi lo podría tocar, si lo viera. Pienso en la misericordia como puerta de entrada, no puedo dejar de pensar en la mirada de Jesús al verme cruzar el umbral cuando me llegue la hora. Me sonreirá, se alegrará. No creo que tenga que llevar mis manos llenas de méritos. Las tengo vacías, las tendré siempre vacías. Porque me habré dejado la vida dándola con alegría. Es lo que quiero. No tengo asegurado ninguno de mis días, pienso al mirar el altar de muertos. Quizás algún día estaré yo aquí, con todo lo que me gustaba hacer, comer, beber. Yo con los recuerdos de mi vida pasada. No tengo comprado el futuro. Sólo puedo acariciar el presente, el instante que pasa, la hora que vivo. Son mis decisiones de ahora las que cuentan, mientras estoy vivo, lo que venga después… no lo sé. No depende de mí ese mañana inquietante. Veo tantas amenazas, guerras, huracanes, calentamiento global, enfermedades por todos lados, pandemias. El corazón tiembla ante la cercanía de la muerte y duele la incertidumbre. El tiempo pasa y el adiós puede llegar cuando menos lo espere. No hago muchos cálculos, ni tantos planes que no sirven para nada porque no me pertenecen. Miro el altar de muertos emocionado. Mis familiares descansan y yo rezo por ellos. Para que tengan paz eterna. Para que desde allí puedan ayudarme a ser mejor. ¿Por qué sufro por cosas insignificantes? La vida tiene cosas más importantes que sí valen la pena. No me angustio, no sufro, no me inquieto. Confío. Ese día, cuando llegue, me encontraré feliz con los que ahora veo en mi altar de muertos. Recuperaré sus sonrisas, recordaremos juntos la vida vivida. Y seremos felices en una eternidad que no alcanzo a comprender ahora, con mi fe tan pequeña, tan débil. Quiero aprovechar la vida que ahora tengo. No le tengo miedo al mañana. Lo que me tiene que alegrar es la vida que he vivido. Es lo más importante. la muerte es el final de mis planes de ahora. Pero es la puerta que se abre al cielo que siempre he soñado. ¿No soy acaso un ciudadano del cielo? ¿No me ha dicho Dios que tiene una morada preparada para mí? Me da miedo la muerte porque mi corazón está hecho para la eternidad. Allí me espera Dios y los que me aman. Me da pena, eso sí, no hacer todo lo que aún puedo hacer en esta vida. Me asusta no haber amado todo lo que podía haber amado.

La santidad es un don de Dios, una gracia. No es fruto de mis méritos. Es algo que se me regala. Yo sólo me sitúo cerca de Dios. Y dejo que Él me cubra con su paz. Hoy escucho: «Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor. Mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad. Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre». Esta oración expresa el deseo del que anhela vivir con Dios. No quiero ser ambicioso ni altanero. No quiero grandezas que me superen, ni dignidades, ni honores. Quiero ser humilde. En el día de todos los santos recuerdo a los que ya están con el Señor. Los que han vivido su vida en el amor de Dios y ya descansan para siempre a su lado. En la fiesta de todos los santos recuerdo que estoy llamado a vivir la santidad todos los días de mi vida. Soy invitado a vivir en el cielo en medio de la tierra. Y a hacer visible el amor de Dios en mi vida. Tengo claro que los santos no son los que lo hacen todo bien, los que nunca pecan. Con frecuencia me gusta dar una imagen de perfección que no es real. Busco que los demás me admiren, como si se acercaran a una santidad de escaparate. Deseo que piensen que soy más importante de lo que realmente soy. Busco dignidades, puestos, cargos. Me enojo cuando no me valoran ni me admiran. Cuando no me colocan en un pedestal. Es lo contrario a la verdadera santidad. El ideal de santidad me parece demasiado lejano porque he convertido a los santos en seres perfectos. ¿Qué es realmente la santidad? Creo que consiste en vivir escondido en el corazón de Cristo. Intentar cada mañana revestirme de sus sentimientos. ¡Cuánto me cuesta! Mis sentimientos no son los de Jesús. Me gusta el olor de su presencia en mi alma. Santo es el que se deja hacer por Dios. Más que hacer buenas y santas cosas, se deja tocar por Él. Y su amor lo traspasa suavemente. Santo es el que tiene un corazón libre, anclado en el cielo. Un corazón que no está apegado a los bienes que posee, no ha sujetado las riendas de su vida para que todo encaje en sus planes. Es libre para amar y ser amado. No se apega, libera siempre. No esclaviza, salva a los que ama. Santo es el que sabe que su vida se juega en presente y ha soltado el timón de su barca. Confía, espera, sueña. Dios sabrá lo que será mejor. No hace muchos planes, y cree con fuerza que Dios no lo va a dejar nunca al borde del camino. Es verdad que tiene miedos pero los entrega. Es imposible no temer la muerte, el dolor, la enfermedad. Pero lo vive con una santa indiferencia que a mí me enamora. Quisiera vivir yo así la enfermedad, la pérdida, el duelo. Tener paz subido a lo alto de un madero. Me gustaría tener esa altura para hacer frente a las contrariedades del camino, a los fracasos de mis planes y proyectos, a las amenazas que se ciernen sobre mí. Santo es el que ama a su hermano por encima de su egoísmo. El que no se inquieta ante las amenazas que lo oprimen. Santo es el que se deja amar por Dios y tiene paz, no se defiende, no se enoja con nadie, no agrede, no protesta, no critica, no se amarga. Santo es el que ha aprendido a no juzgar, es tan fácil dejarse llevar por las apariencias e interpretarlo todo desde mi herida. Santo es el que reza por necesidad, no por obligación, porque cuando no lo hace siente el cansancio con más fuerza y le falta la paz. Santo es el que se pone en segundo plano sin querer estar en el centro de todo lo que pasa a su alrededor. Sabe renunciar por amor a los demás a todos sus privilegios. No vive de expectativas que tal vez los otros no logran cumplir. No impone sus ideas sin escuchar al prójimo. No piensa que posee la solución a todos los problemas. No siempre encuentra las respuestas adecuadas a las preguntas que le hacen. Tiembla, duda, cae. Sabe que la vida se juega en el hoy, cuando le toca elegir el bien y dejar a un lado el mal o la indiferencia. Santo es el que ama sin importar a quién, a todos en profundidad. El que respeta siempre con un corazón alegre. Santo es el que mira la vida desde sus ojos de niño, confiado, sin perder nunca la inocencia ni la ingenuidad. Santo es el que no vive criticando a los demás y encontrando razones para denigrar al hermano. Santo es el que se eleva por encima de sus miedos y vive feliz en medio de las tribulaciones. Santo es el que lo ha perdido todo y ha sido encontrado. El que ha fallado y ha vuelto a empezar. El que reconoce su precariedad y sabe pedir ayuda al prójimo, a Dios. Santo es el que comienza siempre de nuevo con alegría, sin tristezas. La santidad es algo que se me regala cuando me pongo en camino hacia Dios. Él sabe cómo soy. Conoce mi alma herida. Ha visto mis caídas y me ha dicho que puedo seguir corriendo más lejos, con más fuerza, más alto. Me recuerda que Él me va a sostener cuando ya no tenga fuerzas. Me alegra esa mirada de Dios sobre mi vida. Me conmueve su sí, su amor puro. Los santos comenzaron a ser santos el día en el que se supieron profundamente amados por Dios. No el día en el que ellos comenzaron a amar, sino aquel en el que sintieron el amor incondicional que Dios les tenía. Es lo que me sucede cuando miro a los ojos a ese Dios que se pone a mi altura. Dios me ama como soy, haga lo que haga. Y ese amor me levanta por encima de mis miedos y me permite aspirar a los más alto. Creo en la santidad a la que Dios me invita. No me va a dejar solo nunca.

Hoy las palabras que Jesús dice me parecen muy duras: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar». Los escribas y los fariseos sólo querían hacer la voluntad de Dios. Soñaban con cumplir lo que Dios quería para ellos y para aquellos a los que enseñaban un camino para vivir. Siento que Jesús es duro en su juicio hacia ellos. ¿Serían todos así? Seguramente no. Nicodemo, José de Arimatea cambian al conocer a Jesús. Pero muchos tenían el corazón endurecido. Lo que dicen es válido, conocen la palabra de Dios y la aman. Pero lo que hacen no se corresponde con lo que dicen, con sus creencias. No son coherentes. No hacen lo que dicen. A menudo me pregunto si me parezco a los fariseos. Digo cosas, predico con frecuencia, señalo un ideal con el dedo y de repente parece pesado el camino hacia esa meta. Es como si yo cargara sobre otros un fardo pesado que yo más tarde no estoy dispuesto a llevar. Es pesada la carga. La Iglesia presenta ideales altos y difíciles. Y si no estoy preparado para vivir de esa manera me alejo, tomo otro camino. Un ideal en el amor, en la entrega son atractivos. Luego es necesario vivirlo, cada día, con esfuerzo. Son ideales que me hablan de tener una relación sana y santa con los bienes. Una forma de vivir la vida que sea ejemplar. Una manera de amar que sea la de Dios. Es difícil sentirse ejemplar en nada de lo que uno hace. Dar la talla no es tan sencillo y yo se lo exijo a los demás mientras que dejo de aspirar a lo más alto cuando estoy cansado, cuando me faltan las fuerzas. ¡Cuántas veces me encuentro con personas que ven muy claro lo que el otro tiene que hacer mientras que ellos no se aplican los mismos consejos! Podrían dar una clase magistral explicando lo que los demás deberían hacer. Lo saben muy bien, lo han estudiado. Han leído lo que está bien y lo que está mal. Conocen la doctrina. Han aprendido un camino ideal que hay que seguir. Miran con cierto desdén a los que no están a la altura, a los que no consiguen vivir el ideal. Ellos sienten que sí pueden aunque luego no lo hagan. Me asusta ser un fariseo. Tengo palabras bonitas y obras lamentables. Digo cosas preciosas que brillan sobre el papel. Pero luego mis actos no se corresponden. Tiemblo. Cargo sobre otros fardos pesados mientras que yo no cargo con nada. Digo lo que está bien y lo que está mal y luego no actúo en consecuencia. Hago daño, hiero, ofendo. Hoy escucho: «¿No tenemos todos un solo padre? ¿No nos creó el mismo Señor? ¿Por qué, pues, el hombre despoja a su prójimo, profanando la alianza de nuestros padres?». Me duelen los que dañan, los que se defienden hiriendo, matando. Me asustan los que actúan de forma desproporcionada ante el daño recibido clamando venganza y justicia. Hacen mucho más daño que el que han recibido. Me asusta ser yo mismo un pecador que se las da de ser santo. Siento que me acostumbro a vivir en el fango mientras hablo del cielo. Me veo señalando el bien que hay que hacer al mismo tiempo que no me esfuerzo en hacerlo. Al escuchar los pecados confesados me doy cuenta de mi propia debilidad. Yo soy tan pecador como cualquiera. No deseo cargar nada sobre hombros ajenos. No quiero juzgar a nadie ni decir quién está bien y quién mal. No quiero hacer daño con mis palabras, con mis obras, con mis omisiones. Me asusta ser así, tan incoherente. Es como si las palabras de Jesús me hicieran daño: «Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros». Busco que me admiren. Deseo los primeros puestos. Me acostumbro a que me busquen, me requieran, me necesiten. Espero que me den lo que me merezco y no hago nada por conseguirlo. Es como si mi vida valiera más cuando más admiración despierta. Me gustan los cargos y los puestos de honor. Los lugares importantes, los halagos y las fiestas. A veces siento que pierdo el rumbo buscando elogios y reconocimiento. ¿Para qué me puse a seguir los pasos de Jesús? ¿Para que me aclamaran y siguieran por las calles? ¿Espero el éxito que Jesús nunca tuvo? ¿Deseo los honores y lugares privilegiados que Él no tuvo? Quise estar cerca de Él para pedirle un milagro. Sólo para eso. Él sabe cómo es mi corazón, conoce las heridas de mi alma, ha palpado con su mano suave el vacío de mi corazón. Tengo claro que me quiere como soy y nunca me deja solo. Quise ser su instrumento, pensando que sería útil a sus planes. Quise ser una hoja dócil en sus manos. Quise que su corazón reinara en el mío, en medio de tanto desorden interior. Deseé no tener más deseos que los que Él quisiera poner en mi corazón tan débil. Busqué su compañía en medio de mi soledad. Me subí a su barca sabiendo que me llevaría por mares desconocidos y me pediría que confiara en su poder. Sólo eso motivó mi búsqueda. Luego, en el camino, me empezaron a gustar la gloria y el honor. Me dejé llevar por el orgullo y la vanidad. Me volví egoísta, deseoso de dejar las cargas pesadas a un lado para que no me molestaran. No quiero ser así. Deseo ser un buscador, un soñador, un enamorado de Jesús que lo sigue por los caminos y no tiene miedo a los desafíos que la vida me plantea.

Jesús quiere que sea humilde. Me pide que deje a un lado mi orgullo y vanidad: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». No quiero que me enaltezcan, no quiero brillar. Me gustaría aprender a ser indiferente a los halagos. Nada bueno que digan sobre mí me hace mejor persona. Tampoco una crítica le quita un ápice a mi valor. Valgo lo mismo, valgo mucho a los ojos de Dios. Esa es la única mirada que importa. Somos todos hermanos, ese pensamiento me da paz. Estoy en camino hacia el cielo, al igual que muchos. Saber que no tengo nada de lo que pueda enorgullecerme me tranquiliza. La vida es larga y exigente. Yo sólo puedo dejarme hacer por Dios. Él sabe lo que me conviene, lo que es bueno para mí. Los halagos no me hacen bien, me vuelven blando, me malacostumbran. Es como si necesitara todo el aprecio del mundo para ser feliz. No es así, eso no es bueno, no me hace bien. Demasiadas opiniones encontradas. Demasiados puntos de vista diferentes. Una crítica no puede hundirme, un halago no me hace mejor persona. Pienso en mi vanidad. Me siento mejor que otros. Me creo en posesión de la verdad y eso me enferma. Condeno a los demás por lo que dicen, por lo que hacen. Mientras que yo siento que estoy bien, que todo lo que hago es correcto y lo que digo es sabio. La humildad es un don que admiro en las personas. Luego veo que me cuesta ser humilde. Dicen que la humillación es el camino más rápido para crecer en humildad. Pero me dan miedo las humillaciones. Decía el Santo Cura de Ars: «La humildad para el alma es como la cadena del rosario si se quita se pierden todas las cuentas, si se quita la humildad se pierden todas las virtudes». Sin humildad no crezco en santidad, no avanzo en mi camino hacia Dios. Un corazón humilde es el que deseo tener. Un corazón que todo lo agradezca. Es verdad que cuando no me siento grande y poderoso veo la vida de otra manera. No me merezco el buen trato de nadie. No tengo derecho a nada. Vivir la vida de esa forma lo cambia todo. Acepto las contrariedades y el mal trato de otros. No me creo mejor que nadie. No espero halagos y cuidados especiales por ser quien soy. Acepto que todo es gratuito, inmerecido. No tengo derecho a la gloria ni al reconocimiento. Si no me dan las gracias por lo que he hecho no pierdo la paz. Lo importante es hacer las cosas no por lo que vaya a recibir sino por amor. Un amor humilde y santo. Deseo tener un corazón tranquilo, humilde, puro. Un corazón que no se engríe ni espera más de lo que puede recibir. Quiero un corazón que sepa vivir cerca del cielo en la tierra. La verdad es que el cielo no se merece, es un don al final de mi camino. Las personas humildes no esperan nada de la gente. No buscan los lugares importantes. No cuentan con que los van a invitar o a valorar de forma especial. No sienten que tengan derecho a figurar en ningún lugar. La humildad es la clave de mi camino de santidad. Aceptar las cosas como vienen, alegrarme de lo que poseo y tener paz con todo lo que he perdido. Un corazón alegre no es orgulloso. Porque el orgullo acaba quitándome la paz. Hace que me compare con los demás y compita por los mejores puestos, por la gloria, por la fama. Quiero un corazón sencillo, que no desee más de lo que le corresponde. Las humillaciones las recibe con paz el corazón humilde. Pueden difamarme, inventar cosas sobre mí, ¿me siento capaz de aceptar mentiras que cuestionan mi verdad? Me cuesta mucho que me difamen, huyo de los mentirosos. Pero si ocurre no me turbo, Dios conoce toda la verdad sobre mí. La humildad tiene que ver con la verdad. Para Dios valgo mucho, porque ve la belleza escondida en mi interior en medio de mis pecados. Soy humilde cuando me quiero en mi fragilidad. No puedo hacerlo todo perfecto. Hago lo que puedo y eso es lo único que espera Dios de mí. Un corazón humilde es paciente, es agradecido, es sencillo. Mira la vida con una sonrisa. Quisiera ser capaz de reírme de mí mismo y no tomarme demasiado en serio. Sólo Dios conoce mi corazón y sabe cuál es la verdad que llevo grabada dentro. Acepto las humillaciones sin perder la alegría. Y siempre veo que los demás hacen las cosas mejor que yo. Eso me hace bien, me da paz.



[1] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, de Peter Locher, Jonathan Niehaus

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