La castidad matrimonial (parte 3)
Tercera parte de la charla del padre Carlos Padilla sobre cómo vivir la castidad en el matrimonio. En esta ocasión, el texto trata el amor espiritual y el amor sobrenatural, claves para cualquier pareja.
Domingo 22 de marzo de 2015 | P. Carlos PadillaEl tercer tipo de amor es el amor espiritual.
Este amor es la base de todo el edificio. Es el amor personal y libre, capaz de la fidelidad. Busca el bien del tú, su felicidad. Anhela la fusión de los corazones y no sólo de los cuerpos. Busca vivir espiritualmente en el corazón del otro. Es un amor que santifica y eleva el sacramento del matrimonio. Es la llave maestra de la santidad matrimonial. Decía el P. Kentenich: «En mi cónyuge descubro valores espirituales. Debo rescatarlos y cultivarlos». Este amor nos hace amarnos como seres irrepetibles y únicos, como personas con un valor en sí mismas. Es un amor de admiración y profundo respeto. El respeto en el amor es esencial. A veces nos cuesta respetar y dejar que la persona amada sea como es, sin querer cambiarla y hacerla tal como nosotros deseamos. Respetar significa dejar que nuestro cónyuge sea libremente como es, pueda expresarse de acuerdo a su originalidad y comportarse en respuesta a su verdadera esencia. Tendemos a decidir lo que está bien y mal de su conducta y proponer los cambios que creemos necesarios. Cuando esto ocurre, no estamos respetando los tiempos ni la originalidad de la persona amada. Se trata de aprender a amar al otro como es ahora. Aceptarlo y animarlo, desde el punto en que está ahora, a dar un paso que le ayude a crecer. Desde lo que el otro es, no desde lo que yo quiero que sea, no desde lo que yo necesito, no desde lo que yo pensaba que era. Enamorarme de él tal como es, que no sienta que tiene que meterse en mi esquema y en mi forma de pensar. Que no sienta que tiene que llegar a cumplir unos objetivos determinados, como si siempre estuviera pasando examen en mi presencia. Cuando me casé con él, le dije que sí para siempre. Lo dije en un momento de la etapa de mi camino y de la etapa del suyo. Claro que éramos distintos a como somos ahora. Pero es sí fue para siempre, aunque la vida nos vaya cambiando a los dos. No importa, el sí se mantiene con fuerza. Eso no cambia. Mi sí es a él en toda su vida, en su proceso, en cada paso, con sus cambios. El sí al que era cuando nos casamos. El sí al que es hoy y al que será mañana. Un sí para siempre. Mucha gente dice que su cónyuge ha cambiado. Y que no es el mismo que cuando se casó. Puede ser cierto. Todos cambiamos. No somos iguales a los que dieron ese primer paso. Nuestro sí es un sí en cada paso del camino, acompañando los cambios. Mi cónyuge puede cambiar pero mi amor tiene que permanecer y crecer, adaptándose. Se trata de acompañar y aprender a vivir el hoy con intensidad.
La meta del amor espiritual es la comunión o la fusión de corazones. Por eso es tan necesario saber en qué proceso está el otro. Lo que vive en su alma. No dar por hecho cómo es porque ya lo conozco. Hay que escuchar. Tenemos que detenernos a mirar por dentro. Dos corazones no pueden vivir fundidos si no saben lo que están viviendo. Es necesario cuidar la intimidad, el diálogo de corazón a corazón. No podemos limitarnos a encasillar al otro. Es fundamental que nos dejemos sorprender. A veces hay mucha soledad en el matrimonio y no se da esa fusión de corazones que deseamos. Surge la incomprensión y la separación interior. Es como si viviéramos vidas paralelas. Cuando nos sentimos amenazados en nuestro ser, en nuestro mundo propio, nos cerramos y no nos damos totalmente. Se crea entonces un vacío en el alma. No salimos de nuestra cueva. Nos creamos corazas para impedir que el otro, en su falta de respeto, nos hiera con sus pretensiones sobre nuestra vida. El amor verdadero no manipula ni violenta, no fuerza y no exige. El amor verdadero respeta siempre y resguarda al tú. Espera y agradece. La falta de respeto violenta y rompe la comunicación de pareja. Laín Entralgo comenta sobre la verdadera amistad: «Consiste en dejar que el otro sea quien es y ayudarlo, cuidadosamente, a que llegue a ser lo que debería ser». Porque estamos en camino y todavía no somos lo que podemos llegar a ser. Cambiamos, avanzamos, seguimos siendo los mismos y a veces empeoramos. Saber que hay cambios y procesos es fundamental para tener paciencia y respeto. De esta forma, no nos ponemos nerviosos y sabemos que hay un camino largo por recorrer. Si no hacemos ese camino, si no lo respetamos, impedimos el crecimiento. Lo importante es saber que, tanto nuestro cónyuge como nosotros, estamos dispuestos al cambio, estamos creciendo. Somos historias por hacer. No hemos llegado a la meta todavía. Estamos en construcción, en camino, imperfectos, soñando con el ideal, caminando a nuestro ritmo. El amor verdadero consiste en mirar al otro como templo del Espíritu, como reflejo de la Trinidad. Nos arrodillamos delante de él, porque en él veo a Cristo. Nos arrodillamos ante él en el momento en el que se encuentra. Con sus imperfecciones y talentos. Allí donde está. Sin querer que esté en otra etapa. Sin pretender que corra hacia la meta antes de tiempo. Es un amor que acaba amando lo que el otro ama. No es tan sencillo. A veces hacemos las cosas por amor al otro. Pero lo hacemos con cierto disgusto o pesar. Nos sacrificamos por amor. Pero llegar a amar lo que el otro ama es algo más grande. Es un don que Dios nos regala. Que me llegue a gustar el fútbol, o las películas que le gustan a él, o los libros que me propone porque le gustan. Amar lo que el otro ama, mirar lo que el otro mira. Es una verdadera transformación interior. Es una gracia que tenemos que pedir. No basta con tolerar las diferencias. Llegar a quererlas como propias es un desafío mucho mayor.
El amor espiritual busca la felicidad del tú. Desea que el otro, aquel a quien amamos, sea verdaderamente feliz. Dice Benedicto XVI en la encíclica «Deus caritas est»: «En realidad, eros y ágape - amor ascendente y amor descendente - nunca llegan a separarse completamente. Al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará ‘ser para’ el otro». Decía el P. Kentenich: «Al comienzo de la vida matrimonial queremos ser felices por la posesión de nuestra pareja. No significa que el otro no pueda ser feliz también, sólo que en primer plano está mi felicidad. Yo quiero ser feliz. Con el tiempo estará en primer plano el pensamiento: yo postergo mis intereses, estoy aquí para hacer feliz al otro; a través de mi amor el otro debe alcanzar, como persona, la felicidad». Sabiendo, eso sí, que nuestro ser limitado no podrá nunca colmar el ansia de felicidad que existe en el corazón humano. Sólo Dios va llenando ese espacio de melancolía y sólo el cielo nos dará la plenitud soñada. Siempre tendremos que caminar en esta vida con nuestra compañera la soledad. Tenemos que aprender a quererla. Saber que la soledad nos ayuda a estar con Dios. Nos hace más humanos, más humildes, más pobres. No por estar rodeados de muchas personas dejaremos de estar solos. No por ir acompañados nos dejará la soledad. No. Irá con nosotros, pero no importa. La querremos porque allí Dios nos hablará y saldrá a nuestro encuentro. Lo cierto es que en nuestra entrega matrimonial queremos que el otro llegue a ser feliz a nuestro lado. Esa felicidad que queremos dar, la damos con esa conciencia de la propia debilidad para lograrlo. Cuando caemos en la competitividad y en la rivalidad, nos alejamos de la pretensión de lograr que el otro sea más feliz a nuestro lado. Nos comparamos. Buscamos sobresalir más. Nos olvidamos que juntos hacemos el color butano. Separados destaca nuestro color rojo y nuestro color amarillo. Enfrascados en esa lucha no logramos que el color butano haga referencia a nuestra belleza matrimonial. Queremos ser nosotros los que brillemos, opacar el brillo de aquel a quien queremos. ¡Qué paradoja! Hacemos a veces lo que nos destruye, lo que nos hace infelices. El color butano es el ideal al que queremos tender. Es el color que nos llena, que nos alegra. Y se da porque renuncio a mi color único. Porque no me importa estar escondido en el otro. Oculto en sus talentos. Hace falta mucha humildad para aceptarlo. Pero es lo único importante. Porque cuando no es así, y en la vida matrimonial los cónyuges compiten por lograr hacer visible su belleza individual, desaparecen la paz y el descanso. Volver a casa es entonces una batalla que tenemos que librar cada día. Mientras tanto, el color butano es el color de la felicidad, de la plenitud, de la integración, de la donación. Es el color en el que nos hacemos una sola carne, un solo corazón. Es el color en el que el tú nos parece lo más importante. Y estamos dispuestos a dar la vida por él.
Cuando los dos adoptamos esa actitud positiva ante la vida y buscamos complementarnos y enriquecernos mutuamente, todo cambia. No importa lo que pase conmigo, lo que importa es el otro, su bienestar, su felicidad, su paz y su alegría. El amor es asimétrico. Eso a veces se olvida. Uno se empeña en dar sólo hasta un punto. Y espera recibir lo mismo. Quiere que las cuentas estén claras. Parece mejor no dar más de lo necesario. Todo eso nos hace llevar cuenta del bien y del mal. Del bien que hacemos y del mal que recibimos. Nos hace ser un poco mezquinos en la entrega. El amor es asimétrico. Cuando damos el cien por cien, no esperamos recibir lo mismo. El amor de Dios es asimétrico. Lo que Él nos da es infinito. El nuestro es un amor débil y pobre. En el amor matrimonial, cuando pensamos en enriquecer al cónyuge, nos damos sin medida. No esperamos lo mismo que damos. Porque asumimos la asimetría del amor con mucha paz y alegría. Es un amor que se da conquistando al otro, tratando de ganar con generosidad su amor. Dice el P. Kentenich: «Así la mujer estará tratando de conquistar siempre el amor de su marido y el marido estará, a su vez, tratando de ganarse el amor de su esposa». Es la actitud de querer renovar el amor cada día. Competimos a ver quién hace más feliz al otro. Nos importa más, mucho más hacer feliz al otro que ser nosotros felices. Y en realidad, cuanto más damos, más recibimos. Renunciando a mi felicidad por la felicidad mi cónyuge soy, al final, mucho más feliz. Es la paradoja del amor que se entrega. Por más que demos, nunca se gasta, al contrario, se hace fecundo, se multiplica. Queremos privilegiar los intereses del otro antes que los propios. Siempre tenemos que empezar de nuevo. En esta actitud hay mucha esperanza y ganas de cambiar. Sin ese espíritu, no se puede hacer feliz a nadie. Porque la tendencia del corazón es el egoísmo. Y el egoísmo sólo se vence cuando colocamos al otro en el primer plano, pasando nosotros a un segundo lugar. Hace falta magnanimidad y una generosidad desbordante. Tenemos que ir más allá de los mínimos. No conformarnos con un amor mediocre que simplemente logra sobrevivir. Estamos llamados a encontrar el uno en el otro un hogar espiritual, un lugar de reposo. El corazón del marido debe descansar en el de su mujer y el de la mujer en el de su marido. La mujer es ante todo madre que acoge y el hombre es el niño que necesita ser acogido. El hombre es ante todo padre y sabe acoger el corazón de niña que esconde toda mujer. Así es como crece ese amor espiritual que fundamenta el matrimonio.
El amor espiritual protege la dignidad del cónyuge. El amor verdadero hace sentir al otro todo lo que vale y reconoce toda la riqueza que lleva en su corazón. Es un amor creativo que siempre está inventando nuevas formas de amar. El amor espiritual busca hacer el bien, nunca herir. El sentimiento de valor personal es un instinto muy fuerte en nuestra naturaleza. Si nos sentimos atacados, la herida puede quedar marcada para siempre en el alma. En la vida matrimonial puede haber comentarios, frases poco oportunas, silencios hirientes, que dejan herida la relación para siempre. Echamos tantas veces en cara sucesos ya pasados. En momentos de enfado podemos decir demasiadas cosas, muchas de las cuales no pensamos realmente. El orgullo, el amor propio, hacen que ataquemos al sentirnos ofendidos. Las peleas matrimoniales, muchas veces por motivos tontos y de poca importancia, van minando la relación matrimonial. El amor se debilita y las heridas y ofensas pesan más en el alma que las alegrías vividas. Por eso es tan importante escuchar que somos importantes para nuestro cónyuge. Es necesario escuchar y también decirnos todo lo que valemos. Agradecer y enaltecer, son actitudes fundamentales que no practicamos muchas veces. Cuando estamos unidos espiritualmente, cuando la intimidad de las almas es algo cotidiano, el acto sexual tiene una fuerza diferente. Decía el P. Kentenich: «Nuestro acto conyugal debe ser el acto de una persona espiritual. El cónyuge nunca debe ser tratado como un objeto. Ambos cónyuges son distintos pero con el mismo valor». Cuando nuestro amor logra que nuestro cónyuge se sienta valorado y enaltecido, cuando respetamos con nuestro cariño su dignidad, estamos reflejando rasgos del amor que Dios nos tiene. Mi amor es para mi cónyuge expresión del amor de Dios sobre su vida. Tantas veces nos cuesta expresar los sentimientos. Pero sabemos que es necesario sacar de lo profundo del corazón todo lo que sentimos.
El amor espiritual procura la complementación y la aceptación mutua. Cada uno perfecciona su propia personalidad en función del otro. Los dos cónyuges se necesitan. Por eso es tan importante no caer en la competitividad. Esas actitudes crean resentimientos que difícilmente se olvidan. Es necesario luchar cada día por superarnos, por ser mejores, por cambiar lo que no es tan bueno en nosotros y por desarrollar esos talentos que Dios nos ha regalado. Dice el P. Kentenich en la oración «Mira, Padre, a nuestra familia» en el Hacia el Padre»: «El amor a la familia nos da alas para refrenar con ahínco las malas pasiones y esforzarnos por la más alta santidad, con vigoroso espíritu de sacrificio y sencilla alegría». Nos santificamos por amor al otro, crecemos para darnos mejor y de forma más sana a nuestro cónyuge. Al mismo tiempo, es necesario respetar al máximo su originalidad, toda su riqueza y valor como persona. El amor de los esposos es semejante al amor que viven Cristo y su Iglesia. Se trata de darle un sí al cónyuge, tanto en sus lados positivos como en sus limitaciones y manías. No es fácil, porque la actitud normal es querer cambiar a la persona amada haciéndola a nuestra medida o según el modelo que nosotros anhelamos. Nuestro cónyuge no es nunca ideal; tiene defectos y limitaciones. Si no lo aceptamos como es, nos estaremos siempre rebelando en nuestro interior. El problema es cuando dejamos de admirar sus virtudes y nos centramos sólo en los defectos, que son los que nos chocan y duelen en la vida diaria. Hay cosas que no van a cambiar nunca y que tengo que aceptarlas como son. Otras podrán mejorar si nos esforzamos los dos en ir creciendo. Es necesaria mucha humildad para dar un salto así en el amor. Aceptar al tú significa entonces aceptar los desengaños que en nuestra relación sufrimos. Hay errores y heridas del pasado que van a quedar marcadas en el alma para siempre. Debemos ser capaces de darle el sí a nuestro dolor, a nuestra insatisfacción, fruto del pecado o de la limitación del otro. Las personas siempre nos van a desengañar y esos desengaños deberían lograr que pusiéramos la mirada en Aquel que nunca nos desengaña, en el Dios personal de nuestra historia. Dice S. Pablo: «Revestíos, pues, escogidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente si alguno tiene queja contra el otro». Col 4,2. Se trata de que seamos un soporte el uno para el otro y sepamos cargar con la debilidad.
El amor espiritual es un amor fiel. La castidad tiene que ver con la fidelidad para siempre. La fidelidad en sentido amplio. En los pensamientos. En el ocio. En el trabajo. En los sentimientos. En los hechos. En los detalles. En lo que cuento de mi pareja en público. En cómo hablo a mis amigos de mi cónyuge. Creo que es bueno tener campos cada uno y respetarlos. Eso ayuda a cultivar lo personal, lo interior de cada uno, lo propio. Pero es importante que no haya campos donde el otro no pueda entrar. Vedados, porque eso nos hace egoístas y nos aleja. Incluso en la oración, cuando rezo, tiene que estar presente mi cónyuge de alguna forma. ¿Cómo le hablo a Dios de él? A veces sólo nos quejamos del otro ante Dios o ante los amigos, o ante la familia, o ante el sacerdote. Fidelidad es proteger su honor, su fama, su nombre. Tiene mucho que ver con la fidelidad mutua en la entrega. La persona que se posee a sí misma, la persona íntegra, sabe para quién es todo su amor y todo lo que tiene en su corazón. Su amor se entrega fielmente cada día, en cada gesto. Dice el P. Kentenich: «Nuestro amor debe estar coronado por una fidelidad inquebrantable. Es la conservación pura y cuidadosa, el acrisolamiento heroico y la declaración de eternidad del primer amor. La preservación inconmovible del primer amor». Son tres rasgos que tenemos que cuidar cada día. Muchas veces creemos que la fidelidad se conserva siempre y cuando no nos entreguemos a otro hombre o mujer. Es una fidelidad pasiva, de omisión. Omitimos la falta, la trasgresión, pero no construimos un amor fuerte desde la fidelidad activa. La fidelidad a la que aspiramos es más grande. Cuando no doy mi corazón por entero, cuando me reservo egoístamente sin darme, también estoy siendo infiel. Cuando me busco a mí mismo, mis deseos y planes, y no busco la felicidad del otro, no estoy siendo fiel. Podemos vivir juntos, amarnos y vivir una relación conyugal exigente y, pese a ello, tener el corazón dividido. La fidelidad se juega en lo pequeño, en la entrega diaria, en la fidelidad constante en cada detalle de amor. La fidelidad mutua es el mayor regalo que un matrimonio les puede regalar a sus hijos. En el amor probado, acrisolado y con la aspiración de eternidad, se encuentra esa fidelidad que queremos dejar como legado a los hijos. Es necesario volver una y otra vez al fuego del primer amor. Volver a profundizar en nuestra historia santa. Volver a ese amor que Dios sembró en nuestro interior. ¡Qué bien nos hace como matrimonio recordar nuestra historia, volver a ese primer amor con el que todo comenzó! No para ponernos nostálgicos, sino para reencantarnos en ese amor que Dios puso en nuestros corazones. Revivir el primer amor es una forma de volver a encender el amor que nos tenemos. La fidelidad nos ayuda a cuidar el amor adaptándonos a cada momento. Respetar el camino, acompañar, dar espacio, creer en el otro, confiar en el otro, no vivir solo por fuera. A veces vivimos juntos pero no sabemos lo que está sucediendo en el alma del otro. Queremos cuidar lo más sagrado que hay en su alma. Cuidar su vida interior, ayudarle, apoyarle, decirle lo positivo, lo que brilla en su vida. Ser respetuosos, porque nunca tengo derecho sobre su alma. No tengo derecho a saberlo todo, el alma es sagrada. Me tengo que callar y esperar. No forzar la vida. Aguardar a la puerta de su corazón. Anhelar que me abra la puerta para poder entrar. Sin forzar. Ver a Dios en él de forma especial. Abrir mi alma ayuda también a que el otro se abra. Cuando soy yo el que cuenta, el que comparte, puedo facilitar que el otro lo haga. Si yo no lo hago es más difícil que se dé una comunicación verdadera.
Hoy nos hacemos estas preguntas: ¿Respetamos la originalidad de nuestro cónyuge, sus tiempos e intereses? ¿Lo admiramos y lo resguardamos, sin querer manipularlo con nuestras artes? ¿Experimentamos esa comunión de corazones que es la meta de este amor espiritual? ¿Vivimos cada día en el corazón del otro donde encontramos un verdadero hogar? ¿Aceptamos y valoramos a nuestro cónyuge en su totalidad? ¿Procuramos que se desarrolle en plenitud? ¿Cómo se encuentra nuestra fidelidad matrimonial? ¿Sabemos qué es lo que vive ahora mismo nuestro cónyuge? ¿Qué es lo que hay en su alma ahora mismo? ¿Qué necesita? ¿En qué está? ¿Qué camino ha hecho en su vida? ¿Cómo podemos ayudarle ahora, a que crezca un poco más, a que despliegue lo que lleva dentro, a que cumpla sus sueños?
El cuarto tipo de amor: el amor sobrenatural
Se refiere a la persona en cuanto que es hija de Dios y miembro de Cristo. Con los ojos humanos no somos capaces de descubrir toda la belleza que el otro tiene. Su profundidad y su riqueza. La fe es lo que nos permite ver a la persona amada en esta dimensión sobrenatural y nos capacita para amarla con el amor de Dios. El amor que viene de Dios es el «Ágape», Caritas, y sana los otros amores. Dice el P. Kentenich: «El amor que le profeso a mi esposa debe ser también un amor sobrenatural. Porque su cuerpo es morada de la Santísima Trinidad. Es una persona llena de Dios». Los tres tipos de amor antes mencionados deben sustentarse en el amor sobrenatural que el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones. Esta plenitud de amor ha sido elevada por Cristo a la categoría de sacramento. La imagen siempre presente es la de la relación de amor de Cristo con su Iglesia. Se trata de un signo, un reflejo, del amor trinitario que está ante nuestros ojos. El amor de Cristo y de María, es lo que el matrimonio está llamado a vivir de forma original.
El amor conyugal nos ayuda a vivir nuestra espiritualidad de Alianza. Dice el P. Kentenich: «Como esposos hemos sellado una alianza de amor. Cultivemos esta alianza de amor hasta el último suspiro». Esta alianza de amor matrimonial debe ser expresión de nuestra alianza de amor con Dios y con María. En la práctica, nuestro amor mutuo de esposos, debe ser expresión del amor a Dios. Dice el P. Kentenich: «Cuando el acto sexual es expresión del amor a Dios y a María, se convierte en un acto cargado de valor». ¿Cómo lo podemos lograr? Haciendo que toda nuestra vida de amor de esposos sea expresión del amor a Dios y a María. Sabemos que solos no podemos. Sabemos que, cuando nos despistamos, la vida con sus prisas nos lleva donde no queremos ir. Por eso es tan necesario que el amor de Dios llene nuestros corazones y transforme todo nuestro amor, las distintas dimensiones del amor. S. Pablo compara el amor de los esposos con el amor de Cristo por su Iglesia: «¿Cómo es este amor? Cristo dio su vida, su sangre, por su Iglesia. Esto debo hacerlo yo también por mi esposo, por mi esposa. Debo darle mi tiempo y preocuparme por sus intereses y ocupaciones cotidianas». Se trata de un amor desinteresado y servicial como el de Cristo. El cultivo de mi amor a Dios, a Cristo, a María, ha de acrecentar y purificar mi amor por mi cónyuge. Es el principal camino de santidad que debo recorrer. Al final de nuestra vida seremos juzgados en el amor y el principal amor que Dios nos ha entregado ha sido el amor conyugal como camino de santidad.
El amor de caridad en nuestra vida matrimonial. El amor de Cristo es un amor de iniciativa, magnánimo, heroico y fiel. Dios tomó la iniciativa para amarnos. Nuestro amor es el que responde al amor de Dios. El amor de Cristo en nosotros hace que tomemos siempre la iniciativa en el amor conyugal. Que no esperemos que sea el otro el que actúe, el que nos regale su amor. Tomar la iniciativa es un don porque nuestra tendencia es esperar a actuar con nuestra respuesta de amor. Además, cuando el amor de Dios actúa en nosotros, se despierta un espíritu magnánimo, que no lleva cuenta de las obligaciones, sino que actúa movido por la libertad y la generosidad en la entrega. En el amor lo importante es no saber contar. No llevar cuentas del mal que recibo ni del bien que hago. El amor es asimétrico, como el de Dios hacia nosotros. Que no nos importe amar al cien por cien. Si sólo amamos al cincuenta por ciento esperando recibir lo mismo, el amor no crecerá y siempre estaremos esperando más de lo que recibimos. La actitud de María en las Bodas de Caná refleja el espíritu que queremos cultivar en nuestra vida matrimonial. Se trata de un amor que busca dónde poder servir, estando atento a las necesidades del cónyuge. Lo que el Señor y María logran en nosotros es que amemos de forma magnánima, con un alma grande que no se queda en las obligaciones y no lleva cuenta de lo que se hace por el otro. Nuestro amor, además, en el amor de Cristo, está llamado a ser heroico, radical, a no conformarse y a aspirar siempre a la plenitud que el corazón anhela.
Es necesario aprender a cultivar las pequeñas virtudes. En la vida cotidiana, en lo pequeño, es donde se prueba siempre nuestro amor. Estas virtudes se llaman pequeñas porque son poco apreciadas por el mundo. Algunas de ellas son las siguientes: Indulgencia con las faltas del cónyuge; prontitud para el perdón cuando hemos recibido una ofensa; disimulo, para pasar por alto ciertos defectos; muchas veces los defectos son resaltados con indignación; incluso fuera de casa se pueden ventilar faltas y carencias que es mejor lavar en la intimidad conyugal. ¡Qué importante es la discreción y el sigilo en este punto! Pasar por alto mucho, aunque lo hayamos observado todo, es el camino para crecer en el amor verdadero. Compasión, que hace suyos los sentimientos del que sufre. Alegría, con la sencillez de la vida y que se expresa en sonrisas y gestos. Flexibilidad de espíritu, para enfrentar las dificultades y no ahogarnos en rigideces. Aceptar las opiniones del cónyuge como buenas e incluso verlas como mejores que las propias. Humildad, para no querer quedar siempre por encima en las discusiones y no tomarnos demasiado en serio cuando nos sentimos ofendidos o despreciados. Solicitud para estar atento a las necesidades de los demás. Bondad de corazón que sabe mirar con un alma ingenua la bondad que hay en el corazón de los hombres. Una finura atenta para escuchar al cónyuge y saber aconsejarlo con prudencia. Paciencia con los defectos propios y los de la persona amada. Estas pequeñas virtudes hacen que el matrimonio crezca en el verdadero amor cristiano. Las queremos cultivar y descubrir en nuestra vida matrimonial.
Los tres créditos del amor
Señala el P. Kentenich tres créditos que tenemos queda darle a nuestro cónyuge. El primero: «Un juicio benevolente respecto a las debilidades. La otra persona puede tener muchas debilidades, asperezas sin pulir, rincones oscuros; eso, en lo esencial, no me perturba, porque abarco a la persona entera. Éste es el crédito que se concede a la persona a la que se ama». Debo darle este crédito al cónyuge, aceptarlo cómo es, porque sin esa actitud no podemos crecer. El segundo crédito: «Fe y confianza inconmovibles en el tú». Es la confianza plena en el cónyuge. Siempre de nuevo confiamos. Aunque nos hayan defraudado. No dudamos nunca y si la duda viene, la rechazamos. Es una confianza que ha de venir de Dios. Por nuestro solo esfuerzo no podemos lograrlo. Deberíamos acostumbrarnos a pensar siempre en positivo, siempre bien, nunca mal. Debo saber dar confianza en todo momento y, por su parte, ganarme la confianza de la persona amada. El sacramento del matrimonio nos capacita para amar con un amor sobrenatural que logra volver a confiar incluso cuando ha experimentado el desengaño en el camino. No es fácil, sólo se puede vivir como don. Por eso es tan importante vivir reconciliados y reconciliándonos cada día en el matrimonio. No llevar libro de cuentas. El rencor guardado hace que el amor se enfríe. Aprender a perdonar es un regalo de Dios que tenemos que pedir continuamente. No puede ser que pasemos días sin hablarnos en el matrimonio después de una pelea, con la comunicación rota por alguna ofensa no perdonada. No es posible. Tenemos que pedir el don de saber pedir perdón y de perdonar siempre de nuevo. Necesitamos un amor gratuito como el de Cristo. Un amor que se entregue sin esperar nada, sólo por el bien del tú. El tercer crédito dice: «El verdadero amor ve las debilidades pero no las aquilata unilateralmente. No sólo no es ciego, sino que es clarividente. El verdadero amor da el valor de ayudar al cónyuge, con todos los medios, a superar esas debilidades; a mitigarlas y disminuirlas cada vez más». Muchas veces falta el diálogo de pareja que puede ayudar a crecer en este tercer crédito. ¡Cómo nos cuesta ayudarnos en la vida matrimonial! Nos cuesta decirnos las cosas que nos duelen y las acabamos evitando o tapando, hasta que explotamos. No nos dejamos corregir por orgullo y no corregimos con delicadeza y cariño. Lo hacemos de forma brusca, cuando ya no aguantamos más. En Schoenstatt hay medios que pueden ayudarnos en esta lucha: la revisión mensual de nuestra vida matrimonial, la conversación semanal con calma sobre nuestra vida y la oración diaria como matrimonio. Además, una vez al año, al empezar el curso, podemos mirar hacia atrás y ver en qué deberíamos centrarnos pensando en el siguiente curso. Somos responsables, por vocación, de la santidad de nuestro cónyuge.
Algunas preguntas que surgen: ¿Cómo cuidamos nuestra alianza de amor matrimonial? ¿Cómo hacemos que la oración sea el centro de nuestra vida matrimonial? ¿Somos reflejo del amor que tiene Cristo a su Iglesia? ¿Qué virtudes de las mencionadas están presentes en nuestro matrimonio? ¿Qué virtudes sería bueno cultivar y adquirir?
Esta riqueza del amor conyugal trae consigo tensiones y dificultades. Sólo en el cielo viviremos definitivamente sin tensiones. El pecado original, y nuestro propio pecado, pueden hacer que la polaridad existente lleve a una tensión destructiva. Se trata entonces de armonizar estas distintas formas de amor sobre las que hemos hablado, por medio de la gracia recibida por el sacramento del matrimonio. Los cónyuges somos ministros de esta gracia siempre en la iglesia doméstica que es la familia. Es el camino de la verdadera educación matrimonial en el amor. Varias preguntas surgen entonces en nuestro corazón: ¿Cómo se da en nuestra vida matrimonial cada una de las formas de amor antes mencionada? ¿Dónde encontramos más dificultades para crecer en nuestro camino de santidad matrimonial?
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El Decreto sobre el Apostolado de los seglares muestra varias tareas apostolicas en su Numero 11.como "ayudar a los novios a que se preparen major para el matrimonio"
Al asimilar estas sabias reflexiones se tendra tema para ayudar a los novios,,pues lamentablemente los cursos de preparacion al matrimonio en este sentido es muy magro, chato y rutinario.
No deberia faltar una copia de este articulo en cada Parroquia y en el velador de la pieza de un matrimonio catolico. Los que quieran profundizar en estos principios acudan a la carta Enciclica Deus Caritas Est del Papa Emerito Benedcito XVI donde se atreve a unir el eros con el agape, tema tabu desde San Agustin.
John Hitchman
USA