La purificación de la memoria. El arte de pedir perdón y perdonar

El jubileo es tiempo de dar gracias, pero también es momento de mirar nuestra vida y aprender a pedir perdón y perdonar. A veces basta con escarbar un poco en el pasado, y salen a la luz muchas heridas y rencores. Entonces ¿cómo se perdona?

Jueves 18 de septiembre de 2014 | P. Carlos Padilla

Estamos construyendo una red de Santuarios vivos para María en su año jubilar. La red se compone de muchos trozos de cuerda unidos. ¡Qué difícil es unir! ¡Qué fácil resulta dividir! María siempre nos une. Queremos pedirle a Dios que purifique nuestra memoria, el corazón. La Iglesia ha mirado su historia, una historia de santos y pecadores y ha pedido perdón. Cuando miramos la historia de la Iglesia vemos pecados y heridas y nos sentimos responsables de tanto dolor. La Iglesia, tan humana, tan de Dios, no tiene un pasado inmaculado. Cuando miramos la historia de Schoenstatt, estos cien años que llevamos recorridos, vemos que tampoco nuestra historia, nuestra memoria, es inmaculada. Hay fallos, heridas, pecados, ofensas. ¿Cómo se puede purificar la memoria de nuestra Familia de Schoenstatt? Es una gracia que pedimos, es un don. Un año jubilar es un año para recibir el perdón de Dios y volver a empezar. Al mirar nuestra historia personal en Schoenstatt, en la Iglesia, vemos nuestro propio pecado. Hemos ofendido y herido. Hemos sido ofendidos y heridos. Nuestra memoria está dañada. Nos duele el alma al sentirnos heridos y al saber que otros han sido heridos por nuestras palabras y obras. Queremos pedirles a Dios y a María que este tiempo sea un tiempo en el que entreguemos nuestra historia, nuestros dolores, nuestras pequeñas amarguras y les pidamos que nos purifiquen el corazón. Sólo Ellos pueden hacerlo. Sólo Ellos pueden sanar nuestras heridas.

Es por eso que, en este tiempo de gracias, queremos mirar nuestra vida y aprender a pedir perdón y a perdonar. En ocasiones miramos nuestra historia y pensamos que no tenemos nada contra nadie, que estamos en paz con todos. Pero luego, basta con escarbar un poco en el pasado, y salen a la luz muchas heridas y rencores. Nuestra memoria guarda en el corazón todo lo sucedido. Por eso, cuando súbitamente dejamos aflorar lo que hay en lo más hondo, volvemos a sentir la frustración, el dolor, la ofensa. Sí, tenemos enemigos y tienen un rostro concreto. A lo mejor ellos ignoran su condición. Tal vez ni saben que nos han hecho daño o piensan que ya lo hemos olvidado. Pero no, ¡cómo se graba la herida en lo más profundo del alma! ¡Qué difícil perdonar y olvidar! ¿Es el orgullo el que nos impide pasar página? ¿Es el miedo a volver a ser heridos el que no nos deja olvidar del todo para protegernos y estar alertas? Necesitamos perdonar para volver a recorrer los caminos ya pisados. Si no lo hacemos, no podremos movernos con libertad. Tendremos miedo al dolor. Pensaremos en la herida y nos asustará que vuelva a abrirse. Pero, ¿cómo se perdona? Es una gracia que tenemos que pedir, porque no sabemos cómo hacerlo. Perdonar para volver a confiar, como dice el P. Kentenich: «Mantener la fe en lo bueno que hay en el ser humano. A pesar de las decepciones sufridas, a pesar de los errores, a pesar de las duras luchas. Que no haya nada que socave la fe en lo bueno del ser humano. Por experiencia sabemos que cuando alguien dice o da a entender: -No creo más en ti. Todo en él se bloquea»[1]. Es verdad que el perdón Dios nos sana, nos libera, nos levanta. Y el sabernos perdonados por los hombres saca lo mejor de nosotros. Dios perdona siempre y olvida, cree en nosotros. Es un misterio, un don. Su misericordia tiene que ayudarnos a ser misericordiosos con los que nos ofenden. Pero, ¡cuánto nos cuesta perdonar!

Al mismo tiempo es necesario aprender a pedir perdón. Seguramente somos enemigos de alguien y no lo sabemos. Habrá una herida con nuestro nombre en algún corazón. Tal vez sí lo sabemos. Lo hicimos, herimos, fallamos. A veces sin darnos cuenta. Pecamos con nuestras palabras, gestos u omisiones. Porque cuando omitimos en el amor también herimos. ¡Y cuánto nos cuesta pedir perdón! ¿Es de nuevo el orgullo, el amor propio? Puede ser, porque así actuamos siempre. Hacemos cosas y luego nos justificamos. Echamos la culpa a las circunstancias. Buscamos otros culpables que nos eximan de la culpa. Pero hicimos daño. Casi sin darnos cuenta dejamos cicatrices en algún alma. En ocasiones hemos hablado mal de otros. Hemos pensado o criticado en nuestro corazón a una persona, a una comunidad, al que es diferente. Tal vez nos hemos sentido superiores, no hemos acogido al nuevo. A lo mejor hemos competido con otras personas buscando el poder. A lo mejor hemos evitado a algunos hiriéndoles con nuestra indiferencia. Tal vez no hemos tenido valor para iniciar un reencuentro sanador y hemos dejado pasar el tiempo pensando que así todo se arreglaría. Sí, hemos abandonado heridos al borde del camino y hemos seguido de largo. ¿Por qué nos cuesta tanto pedir perdón? Tal vez a veces no somos conscientes de lo que hacemos. Lo hacemos y ya está, no le damos importancia. Luego no valoramos el daño, la herida, el dolor causado. ¿Inconsciencia? ¿Inmadurez? ¿Egoísmo? No importan las causas. Lo importante es mirar el camino que tenemos por delante. Mirar y confiar. Sí, de eso se trata. De pedir perdón para iniciar una nueva historia. Pidamos perdón a todos aquellos a los que hemos herido. Pedir perdón nos hace vulnerables. Nos abre a la misericordia de los demás. Nos expone al rechazo o a la aceptación. Es sanador para el que pide perdón y para el que perdona.

[1] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III

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