Nuestra misión, forjar unidad

La unidad tiene que ver mucho con la misión que María nos entrega desde el Santuario. El P. Kentenich soñó desde el comienzo el ideal de formar un hombre nuevo en una comunidad nueva. Hablaba de forjar en la tierra una comunidad ideal, una verdadera familia: «La verdadera felicidad consiste en procurar siempre crear un cielo, un paraíso en la tierra, una familia de Dios»

Miércoles 24 de septiembre de 2014 | P Carlos Padilla

Vamos construyendo esa red de Santuarios vivos que le queremos regalar a María en su año jubilar. En este mes queremos cultivar la unidad. Es una gracia, un don del Espíritu Santo, que imploramos reunidos en torno a María en el Cenáculo. La red es un símbolo que expresa la unidad. Las cuerdas entrelazadas las unas con las otras. Una unidad sólida y firme. Un vivir anclados los unos en el corazón de los otros. La unidad tiene que ver mucho con la misión que María nos entrega desde el Santuario. El P. Kentenich soñó desde el comienzo el ideal de formar un hombre nuevo en una comunidad nueva. Hablaba de forjar en la tierra una comunidad ideal, una verdadera familia: «La verdadera felicidad consiste en procurar siempre crear un cielo, un paraíso en la tierra, una familia de Dios»[1]. Por un lado acentuó desde el comienzo la importancia de cuidar la propia originalidad, lo más auténtico de cada uno. Y, al mismo tiempo, respetar las diferencias. No somos iguales. Cada uno tiene su misión, su carisma, su forma de ser, su historia. Pero todos nos necesitamos. Tenemos que complementarnos y enriquecernos unos a otros. El Padre no quería uniformidad, sino respeto a la diversidad. Se trata de vencer los celos y las separaciones. Tenemos más cosas en común que diferencias. Por eso hablaba de comunión. Estar los unos anclados en los otros respetando al que es diferente. Mi forma de pensar, mis juicios, no son los únicos válidos. El orgullo y el amor propio no ayudan a forjar la comunión. Podemos imponer nuestros criterios, queremos quedar por encima, tener la última palabra. Hoy soñamos con ser constructores de unidad. Es necesario para ello ser más humildes y mansos.

Aceptar las diferencias es un reto. A veces nos sentimos en posesión de la verdad absoluta y nos alejamos de los que sostienen otros puntos de vista. Incluso nuestros hábitos, nuestras aficiones, nuestros gustos, nuestra historia, pueden llegar a separarnos. Unir significa tender lazos para comprender al que no comparte nuestros puntos de vista. La empatía es un don que hay que trabajar. Aprender a ponernos en el lugar del otro antes de juzgar y condenar. Somos empáticos cuando comprendemos las razones que provocan comportamientos distintos. Empáticos cuando aceptamos que la realidad se puede mirar desde otro ángulo. Un corazón comprensivo, misericordioso, es un corazón que une. Un corazón pacífico que trae la paz allí donde hay conflicto. Es más fácil echar leña al fuego que apagarla. Nuestras críticas pueden ser esa leña. Nuestros juicios de condena. Nuestras miradas y gestos. ¿Cómo somos constructores de una comunión verdadera en nuestra Familia de Schoenstatt? ¡Qué importante es rezar por los que sentimos más lejos, por aquellos que nos cuestan, por los que consideramos casi nuestros enemigos! ¡Cuánto ayuda pedir por aquellos que nos juzgan y critican, por los que no nos aprecian!

Podemos volver a empezar y superar las divisiones. Podemos perdonar y ser perdonados cuando ha habido heridas. En ocasiones nuestra excesiva sensibilidad nos pesa. Nos sentimos heridos o no tomados en cuenta o simplemente no valorados u olvidados. Nos cuesta entonces perdonar las ofensas. Nos dice el Papa Francisco: «A los que están heridos por divisiones históricas, les resulta difícil aceptar que los exhortemos al perdón y la reconciliación. Pero si ven el testimonio de comunidades auténticamente fraternas y reconciliadas, eso es siempre una luz que atrae. Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en el amor, un acto evangelizador». Un año jubilar es un año de gracias, un año del perdón, un año en el que se condonan todas nuestras deudas. El perdón de Dios nos llega de lo alto como un don. Nos gustaría saber perdonar con más sencillez. Sin llevar cuenta de las ofensas, olvidando, construyendo a partir de la herida que nos acompañará siempre. Pero no por eso nos olvidamos del perdón. Es necesario tender lazos, reconciliarnos. Es importante acoger en nuestro corazón al que se ha distanciado. María unía a los que estaban distantes, a los que se alejaban heridos. Es nuestra misión. Unir sin imponer, perdonar sin echar en cara, aceptar a los otros sin querer cambiarlos. Schoenstatt es familia y, como tal, tiene una misión clara en este punto. Gestamos unidad en la Iglesia desde nuestra propia unidad. Es un gran desafío. Queremos formar una familia unida en torno a María.

[1] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría

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