Plática de coronación, Jubileo 31 Mayo 1974 - P. Hernán Alessandri

El 2 de Junio de 1974 se celebraron en Bellavista los 25 años de la misión. Fue el momento de un reencuentro con el envío que había hecho el P. Kentenich el 31 de mayo de 1949. Entre 1955 y 56 se había desatado en Bellavista una gran crisis sobre la interpretación de la misión. Lo cual había creado un ambiente muy negativo y muchas luchas fraternas. En varios lugares se pensaba que la misión del 31 de mayo era sólo cosa de los chilenos y no defensa como familia. 1974 marca un cambio importante. Por primera vez la familia de Schoenstatt asumía como tal, ahora en unidad, la misión. Esta charla corresponde a ese momento y toca muy directamente la coronación de la Virgen respecto a todo lo que estaba sucediendo en Chile.

Sábado 16 de marzo de 2024 | P. Hernán Alessandri

"Preparando el Jubileo de la "Misión del 31 de Mayo" del 2024.

 

Nos encontramos en un momento cumbre de nuestra historia de Familia. Porque terminan 25 años y comienza el último cuarto de siglo, marcado en su inicio por un Año Santo. Y también porque éste es un instante cumbre dentro de nuestra celebración Jubilar.

Desde una cumbre se divisan siempre dos lados. En este caso, el pasado y el futuro, Y si miramos hacia esos dos lados, de ambos, surge para nosotros una sola exigencia; ¡Coronar a la Mater!

Coronarla como expresión de agradecimiento por todo lo que Ella ha hecho con nosotros en el pasado. Esto es un deber de gratitud. Así lo sentimos, y nuestro Padre siempre nos pidió ser una Familia agradecida. Pero también la exigencia brota de la mirada al futuro: ¡qué inmensa es la tarea y que débiles somos! Por eso también la necesidad urgente: ¡Coronar!, para que la Mater muestre su poder, su poder de Reina, y para que Ella, lleve adelante esa tarea, frente a la cual nos sentimos tan desvalidos. Agradecer y hacer suave violencia para que la Virgen muestre su poder; ése ha sido siempre para nosotros el sentido de las coronaciones.

Ahora, en esta coronación, queremos renovar aquélla que el Padre hiciera en un día de Pentecostés, el 5 de Junio de 1949. Todo esto nos parece tan evidente, sin embargo, si mucha gente supiera que a esta hora los schoenstattianos estamos coronando a la Mater, sonreirían. Ago así, a muchos les parecería absurdo. Porque en el mundo y en la Iglesia de hoy se da una fuerte corriente de horizontalismo, de democratismo, que quisiera nivelarlo todo, que quisiera mostrar a la Virgen tan solo como nuestra hermana, como nuestra primera hermana. Es Cierto que Ella lo es, pero nosotros queremos proclamar que también es Reina, porque eso responde a la verdad objetiva del orden creado por Dios. Él nos hizo hermanos pero dentro de esta Familia hay una jerarquía. Y reconocer esa jerarquía no es amenazar sino salvar la fraternidad, que sólo se salva, asegura y crece en torno al padre y a la madre común.

Seguramente muchos nos acusarían de triunfalismo, de hacer un acto pomposo. Pero ¿qué significa para nosotros coronar? En las letanías que se cantaron el 31 de Mayo en la noche, en Carrascal, cuando se llamaba a la Mater "Reina", se la llamaba - entre otras cosas - "Reina Servidora". Es cierto que la coronamos Reina, pero Ella es una Reina muy especial. Ser Reina implica poder, y por eso hay mucha gente que se resiste hoy frente al título de Reina: porque han tenido muy malas experiencias frente a la autoridad y frente a los poderosos, porque han vivido muchos abusos de poder y quisieran apartar de la Iglesia todo lo que tenga el más leve olor a poder.

Para nosotros, María es Reina y tiene poder. Pero se trata de un poder de amor. Ella es Reina porque posee en excelencia el poder del amor. Y al igual que Jesucristo, es Reina Servidora: porque el amor se expresa sirviendo, y la excelencia del amor consiste en su capacidad de servicio. Cristo recibió el nombre sobre todo nombre: "Rey del Universo", porque bajó hasta nosotros, porque se humilló y vino a servirnos. Del mismo modo, María es Reina en la fuerza de su amor servidor. Pero así como dijimos que la excelencia del amor se demuestra en el servicio, así también la excelencia del servicio se demuestra en el servicio a los más débiles, a los más pequeños, a los más pobres; porque ahí se demuestra que se sirve realmente por amor, por amor gratuito, sin buscar recompensa.
Nosotros queremos coronar a la Mater porque la hemos experimentado Reina del amor, al servicio de nosotros, de este Familia tan pequeña que somos.

No la proclamamos Reina porque la teología nos diga que María es Reina. No, lo hacemos porque la hemos sentido Reina y muy Reina. Porque si Ella hubiera mostrado su poder en gente más santa, más noble, más fuerte que nosotros, ello tal vez habría resultado comprensible. Sin embargo, justamente, lo que nos ha convencido de que Ella es Reina, es que haya querido mostrar su poder en nosotros. Sin duda ahí ha llegado al colmo de su realeza, su nobleza de Reina: al querer glorificarse en esta Familia concreta, que se sabe y se siente muy débil y pequeña. Y esto último tenemos que recordarlo y reconocerlo nuevamente antes de coronar.

Bellavista, en efecto, no fue siempre lo que hemos visto esta mañana. Este sol tan hermoso que nos ilumina ahora, espiritualmente no brilló siempre. Hubo años en que en esta tierra pudimos sentir a fondo nuestra oscuridad, nuestra miseria personal nuestro barro. Hubo años en que aquellos que ahora sonríen juntos aquí, nos quitamos el saludo. Hubo un tiempo en que nos rehuíamos unos a otros, y en que una mitad de la Familia deseaba que la otra mitad abandonara Bellavista. Hubo años en que fuimos huérfanos, en que nos proclamábamos hijos de un mismo Padre, pero en que el amor a ese Padre común no bastaba para que nos sintiéramos efectivamente hermanos. Y al recordar esta historia dolorosa, nos alegramos que ahora esté aquí con nosotros Don Enrique Alvear. Él fue testigo de nuestra miseria; él fue testigo de nuestra debilidad; él fue testigo de esos años en que la Iglesia nos pidió que el Movimiento no creciera más y no formara nuevos grupos mientras no resolviéramos nuestros problemas internos. Porque esta Familia que se sentía llamada a servir a la Iglesia estaba siendo un elemento de escándalo con su división. Queremos recordar ese pasado para poder sentir así mejor que esa luz que hoy brilla entre nosotros, que ese sol espiritual que nos alumbra, es exclusivamente el fruto de la bondad y el poder de María. Y la queremos coronar Reina por eso: porque supo mostrarse Reina Poderosa y victoriosa en una Familia que experimentó terriblemente a fondo su debilidad.

En esos años duros comprendimos que por nosotros mismos no éramos capaces de construir la Familia, que no éramos capaces de vivificar la Iglesia, que no éramos capaces de llevar adelante nuestra misión. Después de esa experiencia no podemos engañarnos, y si hoy día estamos aquí es tan sólo porque la Mater fue muy Reina con nosotros. Y sentimos que fue Reina por la forma en que fue capaz de transformarnos.
Ahora tenemos delante de nosotros la corona que le hemos preparado. Mirémosla un instante. Esa Corona representa a nuestra Familia. Las barritas verticales somos nosotros, las distintas comunidades de la Familia, cada una con una forma original y diferente de las otras. Pero todos estamos unidos en la base por ese anillo dorado que representa a nuestro Padre, fundamento y vínculo de unidad de la Familia. Hacia arriba, hacia el cielo, la Corona se abre para recibir el Fuego del Nuevo Pentecostés, que María nos regala y que está simbolizado en las piedras rojas. Sin embargo, en esa corona hay algo que no coincide con la realidad, El orfebre tuvo que hacer las barritas de plata con plata. Él no podía obrar de otro modo, En cambio esta corona viva que es la Familia y en la cual el brillo de María, de su nobleza, de su pureza, resplandece con más brillo que la plata, fue hecha de barro. Ella hizo lo que ningún orfebre podría jamás hacer: transformó el barro en plata, penetrando y transfigurando nuestra miseria con su misericordia. Eso es lo que hemos experimentado y por eso la proclamamos Reina. No es porque nos sintamos una Familia maravillosa. No: nos sentimos una Familia muy pequeña, que sintió dolorosamente su pequeñez, pero que ha sentido con creces la misericordia de María. Y de allí - de esa experiencia - brota el incontenible anhelo de coronarla.

Y ¿Reina de qué la Coronamos?

Reina Victoriosa de nuestra misión, de la misión que Ella nos dio a través del Padre. Dentro de esto queremos destacar tres puntos, que ya todos conocemos. En primer lugar queremos coronarla como Reina Victoriosa de nuestra fidelidad, de nuestra incorporación filial al Padre.

¿Por qué? ­ Porque fue a través del Padre que Ella nos dio la misión; porque el Padre fue su primer regalo y la raíz de todos los otros regalos; y porque estamos seguros de que nuestra Familia va a ser fecunda para la Iglesia en la medida en que se conserve fiel a la persona y al carisma de nuestro Padre.

Si nos viera gente de afuera, tal vez también sonreirían frente a esto: un acto tan grande, toda una coronación, y para pedir como gracia la fidelidad a un hombre, al Padre Kentenich. No nos importa que otros sonrían. Sabemos que la Mater nos entiende: porque Ella es la Reina de la Iglesia, del Dios Encarnado. Ella hizo como nadie la experiencia de que Dios quiere venir al encuentro de los hombres a través de lo humano. Ella hizo esa experiencia cada vez que miraba a su Hijo Jesucristo, sabiendo que era Dios en Persona, quien había querido encarnarse en este cuerpo humano formado en su propio vientre. Hizo esa experiencia cada vez que lo escuchó predicando la Palabra de Dios con palabras humanas. Hizo esa experiencia el día de Pentecostés, cuando vio a los Apóstoles transformados, llenos del Espíritu Santo y convertidos en representantes de Dios en la tierra. La volvió a hacer cada vez que tenía que acercarse a San Juan para recibir de sus manos la comunión. Ella, la Madre de Cristo, ¿Por qué? ¿Por qué todo esto? Porque Dios quiere acercarse a nosotros a través de hombres y a través de lo humano.
Por eso es una tradición en la Iglesia la veneración y la fidelidad a los fundadores. El Santo Padre, Paulo VI, ha llamado una y otra vez a las Familias religiosas a la fidelidad a sus fundadores, porque Dios actúa a través de hombres, especialmente a través de aquellos hombres carismáticos que Él hace surgir en la Iglesia para dar origen a nuevas familias y corrientes espirituales. Por eso pedimos nosotros la gracia de la fidelidad a nuestro Padre y Fundador: para obedecer a ese llamado del Papa, para seguir la tradición de la Iglesia, de ser fieles a los fundadores, a su carisma, a su misión.

En nuestro caso sentimos que la necesidad de ser fieles a nuestro Padre no brota solamente del hecho de que él era nuestro Fundador. Porque lo es, ciertamente debemos serle fieles. Pero, además, tenemos conciencia de que él es un hombre a través del cual Dios ha querido hacer irrumpir una poderosa corriente de gracias al servicio de la Iglesia entera, un verdadero nuevo Pentecostés. Queremos pedir la fidelidad a él, porque creemos en ese Pentecostés que a través de los Santuarios de Schoenstatt está irrumpiendo en la Iglesia. Y aquí de nuevo podemos decir que creemos porque así lo hemos experimentado en nuestras propias vidas. No es porque algún teólogo nos haya dicho que donde está María está el Espíritu Santo, y que -por consiguiente- el carisma mariano que nuestra Familia ha recibido con tanta fuerza es también un carisma pentecostal.

Siempre donde está María está el Espíritu Santo, pero eso que es una verdad teológica, nosotros lo hemos experimentado vitalmente, porque el viento y el fuego del Espíritu Santo han pasado por nosotros. Cada uno sabe con qué fuerza, con qué profundidad nos ha marcado ese fuego, cuantas cosas ha destruido en nosotros, cuántas cosas ha purificado en nosotros ese fuego. Si ese fuego no nos hubiera acrisolado con dolor muchas veces, no estaríamos aquí esta mañana. Si ese viento no nos hubiera impulsado a ser valientes y generosos cuando queríamos arrancar, cuando sentíamos la cobardía, la infidelidad, la traición latiendo en nuestro corazón ¿dónde estaríamos ahora? Si ese viento, soplando como en el paso del mar Rojo, no hubiera abierto muros infranqueables que se alzaban delante de nosotros, ¿dónde estaríamos?

Pentecostés ha sido para nosotros una experiencia. Y como todo Pentecostés, el Pentecostés de Schoenstatt quiere ser un Pentecostés para la Iglesia. El carisma mariano es un carisma que siempre dice relación al Espíritu Santo pero, también, relación a la Iglesia. Amar a María es amar a la Iglesia: porque María es la Madre, la Reina y el Corazón de la Iglesia. Corazón, porque le dio la sangre a su Cabeza, a Cristo; y Corazón, también, porque Ella fue el centro vital del Cenáculo. Hacerse portadores de la misión de María es permitirle que a través de nosotros Ella siga siendo el Corazón vital de la Iglesia. Queremos proclamarla Reina de nuestra misión y Reina de la Iglesia. Pero de esa Iglesia concreta que estamos viviendo ahora: de una Iglesia que cruza momentos duros; de una Iglesia que atraviesa una difícil crisis. Creo que así como Unamuno, en un momento importante de la historia de su patria dijo: "me duele España", nosotros podríamos decir ahora: "Nos duele la Iglesia". En verdad, nos duelen los problemas que tiene la Iglesia y por eso queremos coronar a la Mater como Reina Victoriosa.

¿Y qué problemas nos duelen más en la Iglesia?

Nos duele la falta de unidad. Porque el carisma mariano es un carisma de unidad familiar. Por eso sentimos muy hondamente la división en la Iglesia.

Nos duele también la Crisis de autoridad, la falta de obediencia y de respeto frente al Santo Padre y frente a nuestros Obispos. Porque el carisma mariano es también un carisma de respeto a la autoridad. María nos ha enseñado a descubrir el rostro del Padre en nuestro Padre Fundador y en toda autoridad dentro de la Iglesia.

Sin embargo, al decir que "nos duele la Iglesia", no somos fariseos que miran la Iglesia desde afuera: esa Iglesia que nos duele somos nosotros mismos. Por lo tanto, si en la Iglesia no hay espíritu de unidad, es porque también nosotros hemos fallado y no hemos luchado por unir más nuestra parroquia o nuestra diócesis. Si en la Iglesia no hay más sentido de autoridad es también porque nosotros, como Familia, no hemos hecho todo el aporte que deberíamos, para ayudar a darle en cada diócesis a nuestros Obispos el papel que les corresponde y porque - entre otras cosas - no hemos organizado debidamente la estructura diocesana de nuestra Familia. También nosotros somos culpables de ese dolor de la Iglesia.

Y de esta Iglesia que quiere ser alma del mundo. Y de un mundo que también nos duele, porque en éste día nos duele especialmente América Latina. Nos duele la pobreza, nos duele la violencia que aflige a América Latina. Nos duele Chile y su desunión. Pero sabemos que así como del dolor de Bellavista surgió en los años pasados un milagro de misericordia del cual hoy día todos nos alegramos, así estamos seguros también de que María, como Reina Victoriosa, va a transformar este momento de dolor que cruza la Iglesia, América Latina y nuestra patria, en una ocasión para glorificarse como Reina y mostrar su poder. Y así como nosotros hemos cantado hoy día el Magnificat, por lo que nuestra Reina ha hecho en nosotros, estamos seguros que si le somos fieles, Ella llevará adelante su Nuevo Pentecostés, y obrará ese milagro de unidad y reconciliación que imploramos en este Año Santo, y algún día la Iglesia entera va a cantar un Magnificat, América Latina va a cantar un Magníficat. Chile va a cantar un Magníficat. Cuando puedan mirar atrás estos años duro y ver cómo María se glorificó como Reina. Pero le vamos a pedir que la solución a los problemas de la Iglesia, que la solución a los problemas del mundo y de América Latina nos la dé como un don, como un milagro de misericordia, en la misma forma en que nos regaló la unidad de Bellavista.

Pidiendo ese milagro del Nuevo Pentecostés, le decimos ahora, junto con nuestro Padre: ¡REINA ACEPTA LA CORONA!

 

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