¿Qué le pasa a la Iglesia en Chile?

Artículo de 9 páginas que presenta una mirada a la situación actual de la Iglesia desde la clave evangélica. (Descarga del artículo completo abajo, en pdf).

| Jesús Ginés Jesús Ginés

¿QUÉ LE PASA A LA IGLESIA EN CHILE?

LA IGLESIA, MISTERIO Y REALIDAD TEMPORAL

Jesús Ginés Ortega

La sensación térmica moral en la comunidad general de nuestro país –en la hora presente del primer quinto del siglo XXI - es  alta y preocupante. Llueve sobre mojado. Después de un largo tiempo de cierto triunfalismo nacional que nos afectaba tanto en lo civil como en lo religioso, era más bien grata, si no llegaba a eufórica. Chile era una isla en medio de un continente tempestuoso. Alguien escribió y muchos lo refrendaron, que Chile era un oasis en medio de un desierto en cuanto a humanidad, economía, política y fe religiosa– a pesar de que nuestra reciente dictadura hubiera podido bajar los humos de dicha euforia generalizada.  Tanto la economía, como la política y también la vida religiosa fundamentalmente cristiana eran envidiadas y envidiables. Fuimos, por un tiempo un modelo de libertad, emprendimiento y apertura al mundo. Frente a otros países, tanto vecinos como lejanos, la sensación térmica aceptable– política, económica, social y eclesiástica- permanecía bastante ajena a las contaminaciones ambientales reinantes en el entorno.

Pero nos llegó el cambio brusco, una verdadera quiebra en catarata simultánea. La política se desinfló y se contaminó con una corrupción omnipresente, la economía se atascó dejándonos al nivel de las economías deterioradas de los vecinos, agobiada por el despilfarro y las cuentas alegres del alto valor de las materias primas. La riqueza moral y espiritual de nuestra Iglesia se vio, asimismo resquebrajada por una serie de caídas penosas de algunos de nuestros más connotados líderes, tal vez exageradamente simbolizadas en un carismático párroco de la capital y algunos otros de menor connotación medial, pero igualmente sensibles para las comunidades cristianas. En buenas cuentas que, también a Chile habían llegado la corrupción, la pedofilia, la pérdida de los liderazgos y otros males morales de mayor cuantía.  

En un ambiente generalizado de mutua desconfianza, las instituciones tradicionalmente bien evaluadas dentro y fuera se resintieron, se relajaron, se perturbaron y finalmente algunas se desmoronaron. Curiosamente, en los últimos rankings de confiabilidad detectados por las encuestas, las fuerzas armadas, carabineros y bomberos pasaron a comandar el más alto prestigio social, mientras las iglesias, los jueces y los políticos pasaron a integrar la parte baja de la estimación pública, muy cercanas al repudio universal. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué ha pasado? ¿Qué significado tiene esta apreciación de la gente?

En este ambiente, son muchos los cristianos, tanto católicos como evangélicos que han venido a preguntarse el porqué de este deterioro: ¿Qué pasa con la Iglesia? ¿Es el fin? ¿Se acabó el predomino moral de la institución más creída, admirada y seguida por siglos?

Consideraciones generales sobre la Iglesia “ideal”

Solo con el ánimo de centrar el tema, permítanme, brevemente, recordar lo que entendemos por Iglesia, con el fin de aclarar responsabilidades:

Jesús, el Señor que la fundó hace dos mil años, dejó claramente establecido el sentido de la Iglesia, al que no podríamos renunciar, pase lo que pase. Para el Señor, la Iglesia o Asamblea de los creyentes en el evangelio es el Reino de Dios, que se establece en el mundo entre apóstoles y testigos, con el fin de peregrinar en la tierra con la vista puesta en el cielo, aunque claramente con los pies bien puestos en el barro. Es una comunidad de fe, un modo de vida, que anuncia verbal y efectivamente la buena nueva de la resurrección

Es como una siembra sobre todo tipo de terreno, donde la Palabra puede fructificar al cien por ciento, o donde puede perderse, ahogarse o simplemente ser rechazada de plano.

También se puede asimilar a un cuerpo social en que la cabeza jamás falla, pero donde los miembros de carne y hueso, no solo pueden fallar, sino que efectivamente fallan en sus funciones de integrar una unidad querida y sentida, pero difícilmente realizada en virtud de las debilidades congénitas de sus miembros.

Es también conocida por la figura de “pueblo de Dios” que camina hacia el encuentro definitivo con el Señor que vendrá en el momento menos pensado al final de la historia. Ese final es conocido como la Parusía, o sea la llegada majestuosa de Dios

De entre las figuras más luminosas, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, se destaca la de la Vid y los sarmientos, entendiendo por aquella a la del conductor y a estos la de sus seguidores. La Vid está plantada en el mundo pero tiene la raíz en el cielo; los sarmientos son los hombres que permanecen unidos al tronco y de ahí reciben la savia que vivifica la vida espiritual.

Todavía queda una última imagen, más vívida aún y que nos transmite Juan en el Apocalipsis: Ahí la Iglesia está encabezada por el Cordero que se ha ofrecido en sacrificio y también por la Mujer nueva o nueva Eva, que aparece como una constelación cósmica, rodeada de doce estrellas y con una posición por sobre la luna y el sol, camino del desierto, para encabezar el retorno de los hombres, por encima del dragón hasta el cielo de la Parusía.

En todas estas imágenes, la Iglesia se presenta como una invención de Dios, al tiempo que se encarna en el tiempo, rodeada y requerida de muchas fuerzas que tratan de suprimirla, ahogarla o sencillamente desviarla de su destino final.

En resumen, la Iglesia es el conjunto de los creyentes en Cristo muerto y resucitado que, viviendo en la fe recibida como don divino, comparten su vida y proyectos con los otros creyentes, bajo la guía ministerial de los pastores –obispos y sacerdotes- y que se saben asistidos por el Espíritu Santo, se alimentan frecuentemente con los sacramentos y celebran juntos la eucaristía y otros rituales en los que acogen la palabra de Dios, oran y reanudan el compromiso de ejercitar la caridad entre todos los hombres. Es, por tanto, la Iglesia, un conjunto de gente común, cuya diferencia con los no creyentes o practicantes, consiste en que se comprometen a practicar virtudes sobrenaturales y naturales que su fe y esperanza les exigen. El resultado de este ejercicio está siempre a la vista y al escrutinio de los hombres. No siempre brillan las virtudes, aunque tampoco los vicios hayan llegado a opacar toda la realidad moral que tal ejercicio conlleva.

Consideraciones generales sobre la Iglesia “real”

Hoy, al igual que ayer, la Iglesia real es un aglomerado de santos y  pecadores simultáneos y sucesivos. No ha habido comunidades plenamente ejemplares. Tampoco podemos advertir que haya habido comunidades completamente pecadoras. Siempre la Iglesia ha podido contar con los unos y los otros. Mientras en los siglos XV y XVI, la sede de Roma era regida por un hombre no muy honesto, como Alejandro VI, -de la familia valenciana de los Borja (Borgia en italiano)- en la misma península ibérica sobresalían los más altos representantes de la mística, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Juan de Avila, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y hasta un pariente del referido pontífice, el gran  Francisco de Borja.

Otro tanto habrá que decir de laicos de cierto relieve profesional y social que, ostentando el título de católicos e incluso defensores y promotores de la fe, dejaron bastante que desear o bien fueron buenos ejemplares de seguimiento del evangelio, sin que estos últimos hayan sido especialmente recordados en la historia profana o religiosa.

De modo que ha habido siempre pecadores entre connotados laicos y consagrados, como también hubo santos entre unos y otros, aun cuando la Iglesia jerárquica haya inclinado la balanza de las canonizaciones oficiales hacia el lado de los ministros sacerdotes, obispos y monjes. Siempre las congregaciones religiosas establecidas han puesto más empeño en resaltar las virtudes de los suyos. Nada reprochable, por cierto, si tenemos en cuenta que los buenos matrimonios o los buenos fieles comunes no han contado, ni siquiera en el día de hoy, con grupos de semejante organización y estructura jerarquizada.

Por otro lado, hay que tener en cuenta la complejidad de la composición de los cristianos a lo largo y ancho del mundo. A diferencia de algunos otros grupos religiosos, como es el caso particular de los judíos, los cristianos nunca han formado ghetos o grupos cerrados. Los cristianos han ejercido y ejercen todas las profesiones pensables, desde las más humildes hasta las más elevadas socialmente. Entre los cristianos hay reyes y emperadores, académicos, científicos, iletrados, abogados, médicos, ingenieros, navegantes, agricultores, empresarios, obreros, políticos, deportistas, comediantes y cualquier otra especie laboral que imaginarse pueda. A nadie extraña que a la Iglesia acudan desde las contemplativas carmelitas, hasta las mismísimas organizaciones mafiosas del mundo. Unas y otros han sido bautizados, se reconocen pertenecientes a la misma casa, aunque es evidente que su conducta moral presenta notables diferencias. Un futbolista que se arrodilla y santigua en un estadio, un torero que hace otro tanto antes de enfrentar al astado, así como los payasos de un circo o los peregrinos del camino de Santiago, son igualmente miembros de esa misma Iglesia. ¿Quién se atrevería a expulsarles de la comunidad porque, tal vez ante un juicio más racional y selectivo, algunos de ellos no serían dignos de arrodillarse al fondo de la Iglesia, reconociéndose sencillamente pecadores? Siempre el fariseo y el publicano acuden al mismo lugar, aunque vayan con desigual espíritu.

A lo largo del tiempo, muchos cristianos en público y en privado han traicionado con distinta gravedad el evangelio; algunos fueron más notorios, por ocupar puestos de alta responsabilidad social, entre los que encontramos a los perseguidores de herejes, de brujas o de infieles. Hay muchas páginas negras e incluso sangrientas de hombres que mal apostados en la intransigencia de su fe, quisieron ejercer por su cuenta o por cuenta de organizaciones poco piadosas, de justicieros o vengadores a nombre de Cristo y de su Iglesia. Eso ocurrió en el pasado remoto y también en el pasado más reciente; y estamos seguros que seguirá ocurriendo por una razón muy sencilla; la arcilla de que estamos hechos los hijos de Eva es frágil y tiende a romperse con facilidad, y así por los siglos de los siglos. Ni la gracia anula a la naturaleza ni la naturaleza sustituye a la gracia.

Desde la fe, los cristianos sabemos que el diablo sigue vigente, aunque en la actualidad tenga poca prensa, tal vez debido a que la falta generalizada de visión espiritual de las cosas, haya llevado a muchos a ignorar su presencia o a minusvalorar su actividad. No me cabe la menor duda que, en medio de tantas perturbaciones morales que han afectado a cristianos y no cristianos, Satanás tiene algo que ver. Y es muy natural que el diablo trate de poner trampas en los lugares más sensibles de la propia Iglesia. Hacerse de un pecador de alto relieve puede tener mayores réditos que la tentación a otros individuos de menor significación social. No es fácil llegar a descubrir una presencia tan fatídica, tanto para la Iglesia como para el mundo. Pero nuestra fe nos advierte de su aún temible existencia y trabajo.

Una consideración que conviene hacerse a la hora de comparar estadísticas y rankings, muy socorridas por las organizaciones humanas de poder, es la referente a la cantidad y calidad de los creyentes. A veces uno se deja llevar por aquellas monumentales cifras que sitúan a los cristianos como la comunidad creyente más numerosa de la humanidad. Es cierto que los bautizados superan por bastante los mil millones y eso significa hoy, al menos un quinto de la humanidad. Es posible, incluso, que si nos ponemos triunfalistas, pudiéramos reconocer que el respeto a lo cristiano es bastante alto en ponderación positiva a nivel mundial. Muchos judíos y musulmanes, budistas, hinduistas, shintoistas, o simplemente paganos reconocen al cristianismo como un formidable valor moral para la humanidad. Masones, agnósticos y hasta marxistas reconocen que lo cristiano es algo positivo. No es poco. Pero si nos ponemos realistas hasta un cierto grado humildad, debiéramos reconocer que la militancia cristiana es bastante más escuálida. Los cristianos que concurren a la eucaristía y los sacramentos, que viven cerca de sus pastores y que tratan de vivir honestamente el evangelio, es probable que solo alcancen al diez o quince por ciento de quienes se dicen pertenecer a la Iglesia.

Desde esta percepción realista de la Iglesia, reducida, como siempre por lo demás, a una pequeña grey, los fenómenos que nos hacen temer por el futuro, no debieran levantar en nosotros tormenta tan señalada como la que estamos comentando. Esa Iglesia, a la que pertenecemos y que tratamos de animar desde nuestras pequeñas comunidades parroquiales o de movimientos carismáticos, es, ciertamente la de Jesucristo; no desconocemos la pertenencia al club grande de todos los que pueden tener el carnet de bautismo; pero los que tenemos que responder por la Iglesia somos nosotros, no ellos. Si, en verdad, hemos recibido más, tenemos la obligación de ser más responsables.  Con el espíritu del publicano, y muy lejos del fariseo autocomplaciente, tendremos que acercarnos al Señor, doblando las rodillas y encogiendo el corazón ante tanto pecado y descriterio, como aquellos singulares episodios, que hoy como nunca se nos presentan y golpean nuestros espíritus.

Algunas señales de consuelo

Desde luego que si la gente de la calle se fija en la Iglesia, para bien o para mal, es porque ella tiene un significado y una presencia que engendra contrastes. Si miramos el mundo desde una perspectiva moral y espiritual, no cabe duda que la gente sabe, aunque trate de ignorarlo,  que la Iglesia defiende la vida, la familia, la dignidad de todos, pobres y ricos, negros y blancos. Por eso mismo levanta el grito cuando entre los miembros de la Iglesia surgen ejemplos contradictorios con estos principios y preceptos.

Si algunos nos tildan de fundamentalistas porque reiteramos nuestro amor por la vida, por la familia estable, por el seguimiento del sentido común frente a conductas relativistas frente al sexo, la droga, los negocios sucios, las mentiras y todo tipo de abusos contra los pobres, es probablemente, porque en el fondo de sus juicios se ven interpelados por sus propios vicios, corruptelas y todo tipo de desenfrenos. Paradójicamente, lo que exigen a los cristianos, no se lo exigen a sí mismos.

Si repasamos la historia de la humanidad, nada nuevo bajo el sol. Desde los albores del cristianismo, las conductas de los cristianos fueron consideradas  como exageradas, inhumanas y poco recomendables. Los judíos les consideraban herejes, los romanos les tenían por ateos, los griegos los despreciaban por necios. No obstante, esta mala fama no impidió que muchos judíos, bastantes griegos y una infinidad de romanos terminaran por pedir el bautismo y participar en la eucaristía. Fue tal la revolución social que despertó el modo de ser de los cristianos que los gobernantes no encontraron mejor medicina que proceder al exterminio. Las listas de los mártires se hicieron interminables en Roma y en todos los rincones del Imperio. El resultado paradojal de dicho exterminio fue, al decir de un testigo notable –Tertuliano- que la sangre de los cristianos era semilla de nuevos adherentes a la fe del evangelio.

Es notable recordar que, todavía en nuestro tercer milenio, hay persecución y martirio de cristianos en algunos lugares de la tierra, muchos de ellos producidos por algunos que lo hacen en nombre de la sociedad totalitaria de signo social o de la sociedad islámica. Asia, África y el medio oriente aún presentan ciertas similitudes con aquellos judíos, griegos y romanos de antaño. Nada nuevo bajo el sol.

Por otro lado, no deja de darnos algún consuelo el comprobar que los pueblos más desarrollados en términos políticos y democráticos siguen teniendo como fondo de sus valores, los grandes rasgos del evangelio del Reino de Jesús. Con diferencias, sutiles a veces o bastante burdas en otros casos, el evangelio sigue siendo el substrato de las constituciones de las naciones, de la declaración universal de los derechos humanos de la ONU y hasta de los símbolos de los pueblos unidos de Europa bajo la bandera desprendida del Apocalipsis de San Juan.

Finalmente, el Papa Francisco, al igual que sus antecesores de feliz memoria, Juan Pablo II y Benedicto XVI, aún vivo entre nosotros, está golpeando a los líderes de la humanidad con la manifestación práctica de lo que es la esencia evangélica acerca del poder y la gloria de este mundo. La autoridad y el poder como servicio y la riqueza del universo como ocasión de compartir los bienes, proclamada con sencillez inaudita, es una brisa de esperanza que tiende a opacar algunas de las muchas miserias morales que, a propósito de algunos malos miembros de la Iglesia, nos muestran una y otra vez los medios de comunicación.

Curiosamente, mientras los crímenes, violencias y despilfarros de otros desaparecen rápidamente de las pantallas y de los periódicos, las lacras de la Iglesia vuelven y se revuelven con más intención de venganza que otra cosa.  El caso Galileo, la Inquisición, la expulsión de los judíos, la tolerancia al poder injusto de algunas dictaduras y últimamente algunos casos de abusos de menores, siguen golpeando envueltas en pecados de ayer o de hoy. Habrá que repetir con San Pedro que si al Señor así lo trataron, siendo impecable, ¿qué  vamos a exigir para nosotros que, efectivamente somos pecadores? Con la diferencia que al Señor lo condenaron sin razón, mientras que a nosotros, bien pueden encontrarnos razones.

Junto al Papa Francisco hay que recordar que, en nuestro tiempo han surgido y siguen surgiendo hombres y mujeres capaces de despertar entusiasmo por vivir el evangelio en plenitud. Los grandes líderes de ayer, como Agustín, Benito, Francisco, Domingo, Teresa, Ignacio o Javier, siguen replicándose en las generaciones de nuestro tiempo con otros y otras cuyos nombres están muy vivos en la memoria de nuestros contemporáneos; entre ellos nuestro José Kentenich, Alberto Hurtado o Teresa de Calcuta, para nombrar solamente a quienes nos son más cercanos espiritualmente

Algunos rasgos del mundo actual y la tarea para la Iglesia

El mundo que nos toca vivir es una caja de sorpresas. Mientras aumenta la ciencia, pareciera venir en retroceso la conciencia. La ciencia y la técnica nos entregan en catarata, a velocidad cada vez más insoportable, miles de productos y servicios que somos incapaces de procesar en nuestra conciencia. Una ciencia que no se detiene ante nada, ni siquiera ante los interrogantes no resueltos que nos plantea nuestra conciencia moral, que funciona a ritmo más humano. Tanta ciencia para tan poca conciencia es, indudablemente, un peligro constante.

El materialismo y relativismo que parecen desprenderse de este explosivo crecimiento de la ciencia no traen consigo fuerzas morales equivalentes para contener la avalancha de violencia, corrupción y desatinos conductuales. En el proceso educativo del hombre moderno, la reflexión filosófica y teológica se encuentra contenida o más bien retenida ante la llegada imparable de nuevos y más nuevos descubrimientos. Mientras la ciencia ya se encuentra en las galaxias, nuestra formación moral todavía se encuentra paralizada en las plazas desiertas de nuestros villorrios abandonados. Este hombre –que somos nosotros- se encuentra embestido por una fuerza muy superior a sus propios pensamientos y reflexiones sobre el ser, el existir, el sentir y el soñar.

Como consecuencia de lo anterior, la fortaleza moral se ha perdido o ha disminuido gravemente. En nuestra educación formal o informal advertimos un pensamiento debilitado, una voluntad aún más débil, con sentimientos enfermos, con una espiritualidad en receso y por todo lo anterior, con una visión de lo trascendente sin ambiente propicio para mantenerse o difundirse. Estas debilidades ambientales y personales son el medio de cultivo en que se producen las crisis a las que estamos asistiendo con angustia; las personas, las familias, los gobernantes y también nuestros propios pastores o guías espirituales.

Un mundo sin padres, ni maestros, ni ministros de la fe es un mundo a la deriva, donde una poderosa conjunción de ciencia y tecnología solo podrán conducir a un seguro caos físico, psíquico y espiritual. El surgimiento espontáneo de sustitutos de las fuerzas del pasado –padres, maestros, sacerdotes- son los nuevos ídolos que alimentan la sed y el hambre de futuro de las nuevas generaciones. Futbolistas, cantantes o guerrilleros han venido a ocupar las aras que en el pasado ocuparon los dioses del Olimpo o más tarde los santos y héroes cristianos, los templos, las catedrales o los santuarios.

Las grandes enfermedades de nuestro tiempo ya no son tanto  deficiencias biológicas, sino más bien  psíquicas; la gran enfermedad de nuestro tiempo es la desesperanza que trae consigo las depresiones, los desencantos, el miedo al fracaso, la búsqueda irracional del aplauso, del dinero o del placer de volar en mundos imaginarios a través de drogas cada vez más destructoras de la conciencia.

Gran tarea para la Iglesia en los tiempos que nos ha tocado en suerte vivir. Sin escaparnos del mundo, la tarea es fundamentalmente de reposición de las tres grandes virtudes que solamente Dios infunde en aquellos que generosamente tengan el alma abierta al mensaje siempre vivo y actual del evangelio.

Es una tarea de reposición de los fundamentos, de la fe en Dios que se manifiesta en el orden mismo de la naturaleza, de toda la naturaleza, donde el medio ambiente es solamente el escenario en que estamos llamados a intervenir. Y en medio de esta naturaleza que alaba a Dios, como nos recordaron los dos grandes Franciscos (el de Asís y el de Roma), encontrar a los hombres como hermanos a quienes estamos destinados a servir y amar con toda nuestra alma.

Nuestra responsabilidad como cristianos está en sentirnos  los depositarios de la esperanza. Ante un mundo perdido en su destino, tenemos que actuar con plena convicción y fuerza. La esperanza solamente se encuentra en el Señor. Asimismo nos compete ser los servidores de la mesa del mundo, dando todo lo que recibimos como simples administradores de las riquezas que Dios nos ha regalado.

El ejercicio consciente y constante de “todas la virtudes”, las sobrenaturales y las naturales, el testimonio permanente de nuestra vida en la sociedad, como familias, como educadores, como gobernantes, como profesionales, como artistas, como hombres y mujeres encargados del bien común de todos nuestros hermanos. Esta es nuestra titánica tarea: Devolverle el rumbo a los hombres, reestablecer el sentido de la historia.

El día que nos pongamos a la obra, sin esperar que nadie nos aplauda, sin andar contando los miembros de nuestra Iglesia, sin confiar tanto en constituciones o leyes nuevas, sino en conductas ajustadas al servicio, con la humildad sustancial de los siervos y  la alegría profunda de nuestros niños, ese día, nuestra Iglesia volverá a ser seguramente más querida, respetada y tal vez seguida por muchos otros.

Lo único que podemos garantizar para nosotros, es que el camino de la conversión y la resurrección pasa necesariamente por el sufrimiento y la cruz. Cuando las multitudes piden nuestra crucifixión, esta vez a consecuencia de los pecados de todos, es porque la resurrección está próxima. Mantengámonos firmes en la esperanza. El Señor no falla, el Cordero encabeza la misión peregrina de la Iglesia, la Mujer nueva nos anima revestida del sol, de la luna y las estrellas. Nuestra bandera solo puede llevarnos al triunfo final, aunque el camino pase por el calvario. Esta es nuestra tarea: Reimplantación  de costumbres evangélicas; austeridad, justicia, caridad, oración, celebración ritual, sacramentos –santidad de la vida diaria. Todo lo demás vendrá por añadidura.

Comentarios
Total comentarios: 2
12/02/2019 - 00:23:46  
Buen articulo, voy a ser un poco mas directo sobre lo que pasa en Chile: Los pastores de la Madre Iglesia perdieron la religiosidad, perdieron a Cristo, sí, asi de crudo como lo digo. Tengo 3 meses en Chile, he asisitdo a multiples parroquias y mas de la media se resume en; Misas expres, homilias carentes de reflexion, una total indiferencia a la sagrada forma eucaristica, no hay un seguimiento pausado ni apasionado del Misal Romano, sacerdotes (cuando hay, de lo contrario, suelen celebrar la palabra Diaconos), ahora bien, si los pastores de la iglesia manejan de manera tan insipida la fe ¿Como se puede dar luz a una sociedad descepcionada? ¿Como se le puede decir a un joven - que es bombardeado por libertinaje- que la iglesia de cristo es el camino, si se encuentra semejante lugubridad y hasta ruido de abusos sexuales?, en fin, soy un joven de 28 años, Laico, Catolico que observa aquello que esta mal, pero dispuesto a ser luz de Cristo y la Santa Madre Iglesia

Elio Fernandes
Laico
21/11/2015 - 13:54:39  
Muy bueno el artículo, resumido y completo. Es importante para todo católico tener la historia de la Iglesia nítida y transparente, especialmente en estos tiempos. Muy agradecida

Elena Rosso
Federación de Señoras
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