Reflexiones para el Mes de María - Día 16 - 23 de Noviembre
| P. Rafael Fernández P. Rafael FernándezSi algo hace vacilar la fe del hombre en Dios y es el dolor. Pues hay veces en que nos desgarra la pregunta: si realmente existe un Dios bueno, un Padre infinitamente amoroso, sabio y poderoso, que tiene en su mano el curso de todos los acontecimientos ¿cómo es posible que permita tanto sufrimiento, tanta brutalidad, tanta injusti¬cia? Y es también el dolor o mejor dicho, el temor al dolor lo que paraliza la entrega confiada de los que seguimos creyendo. Porque sabemos que Dios quiere conducirnos por el camino de Cristo, marca¬do ineludiblemente por la cruz. De allí nuestra reticencia. De allí nuestra dificultad para poner en sus manos lo que llamamos "el hijo de nuestro corazón"; tenemos temor a que Dios lo crucifique. Des¬de su conversación con Simeón, al presentar el Niño al Templo María sabe ya que el camino de su Hijo será de contradicción y dolor. Sin embargo, no se arredra ante ello, ni ante la espada que deberá atra¬vesar su propia alma. María no vacila, porque está absolutamente con¬vencida del amor de Dios. Y también del poder de su amorosa sabiduría. El ángel se lo ha recordado: "Para Dios no hay nada imposible. Ella sabe a Dios capaz de escribir derecho con líneas torcidas. Por lo mismo, confía en que puede convertir un camino de dolor, en ca¬mino de salvación, liberación y vida.
En sus tres años de vida publica, el Señor toca en distintas ocasiones el tema del dolor. Nos habla del grano de trigo que debe morir para que surja la espiga. 0 de la vid que su Padre poda para que produzca más fruto. Son ejemplos que arrojan algo de luz.
María que siempre sigue y escucha a su Hijo, va comprendiendo. Jesús ha dicho que Dios quiere que el hombre tenga vida, y vida en abundancia. Por eso quiere liberarlo del pecado: porque el pecado mata. Sin embargo por algún designio misterioso ha integrado el dolor, que es consecuencia del pecado, en sus planes de salvación. Es como si quisiera vencer al pecado, sirviéndose del propio pecado. Parece contradictorio, pero los hechos lo demuestran: en el trigo y en la vid, la muerte y la mutilación generan vida. Y lo mismo vale para el hombre: sin dolor, no hay crecimiento. Pensemos en nuestra adolescencia: ¡Cuánto desgarro fue necesario para que pudiésemos despojarnos de nuestra corteza infantil y surgiera la espiga de nuestra personalidad adulta! 0 pensemos en nuestro estudio, en nuestro trabajo, etc.: aquí el progreso exige una poda constante de gustos, de diversiones, de paseos, que debemos sacrificar o postergar. Sin esfuerzo y renuncias, la vida humana no fructifica. Son ejemplos, pero ayudan a vislumbrar que para Dios es posible convertir el dolor en fuente de vida.
La prueba decisiva la tuvo María y también nosotros entre el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección. El Viernes ella fue testigo, al pie de la Cruz de su Hijo, del acto más monstruoso, brutal e inconcebible que pudiera darse en el universo: el asesinato de Dios por sus propias creaturas. Si sumamos la crueldad de todas las guerras, el dolor de todas las enfermedades, la violencia de todas las injusticias y muertos de la historia, todo ello junto no puede igualar la aberración infinita del deicidio cometido sobre el Calvario. Sin embargo, tres días después, María pudo presenciar, con gozo, cómo el poder sabio y amoroso de Dios, mediante la resurrección, convertía la misma muerte horrenda de Jesús en fuente de vida eterna y de esperanza para todos los hombres. ¡Había hecho lo imposible! ¿Cómo dudar, después de eso, que Dios sea capaz de sacar bien de cualquier otro mal?
María nos invita hoy a no temer. Estamos en las manos de un Dios que no permite nada, nada, ni siquiera el dolor y la muerte, si no es para nuestro bien. No le temamos a ese sacrificio que nos pide, a esa pena que nos angustia y aplasta, a ese sufrimiento que podría surgir en nuestro futuro.
¡Que así sea!