Reflexiones para el Mes de María - Día 23 - 30 de Noviembre
| P. Rafael Fernández P. Rafael Fernández
No todas las personas comprendemos el verdadero valor de la cruz. La presencia de una imagen de la cruz, muchas veces nos causa temor o molestia. O tal vez, nos servimos de ella para adornar una muralla o llevarla como adorno personal. ¿Valoramos y amamos la cruz como expresión cúlmine del amor redentor de Cristo por cada uno de nosotros? Quizás podría explicarse este natural temor a la cruz de Cristo, dado que ella nos trae a la mente más que una expresión de amor, un oculto y profundo sufrimiento. Y, sin embargo, por otra parte sabemos que nadie puede evitar el dolor.
Cuando nos toca vivir el dolor reaccionamos de diversas maneras. Hay quienes toman el sufrimiento como una bestia de carga: es cuestión de aguantar y esperar qué pasa!
Hay quienes dice: ¡es el destino...! ¡Qué se le va a hacer...! ¡Nunca he tenido suerte...! Es una posición fatalista.
Hay quienes piensan que en esta vida se está para sufrir y que no vale la pena perder el tiempo deteniéndose a pensar en ello; es la posición del resignado.
Otros, en cambio, procuran divertirse para olvidar el sufrimiento, cualquiera sea el medio, con tal de no sufrir.
Algunos, que se encuentran en una situación peor, no se contenta sólo con aliviar su sufrimiento procurándose algún goce como escape, sino que entran en un estado de rebeldía y, a veces, de odio contra Dios mismo a quien se le considera responsable de tal sufrimiento.
Por último, podemos considerar también a quienes, al enfrentarse con el sufrimiento, sienten amargura y desesperación, no encuentran salida a su problema y, en medio de la desesperación, se desean la muerte para terminar todo.
¿Cuál debiera ser nuestra actitud como cristianos ante el dolor? Padre nosotros el sufrimiento tiene sentido cuando se lo enfrenta y se lo vive, unido a la cruz de Cristo. La cruz es la manifestación viviente del infinito amor misericordioso de Dios Padre que quiere redimir, a través de la pasión de su Hijo, al hombre sumido en la esclavitud del pecado. Es la revelación cúlmine del amor de Cristo que nos ama hasta dar su propia vida por nosotros: "El Hijo de Dios me amó y se entregó a la muerte por mí". (Gal 2,20)
Y en esta consumación del amor de Cristo, en la cruz, vemos a alguien que está junto a él, inseparablemente unida a su dolor: su Madre. María está a su lado, al pie de la cruz. Ella se ofrece con Cristo al Padre por nuestros pecados.
Así como Eva estuvo junto a Adán para nuestra perdición, la Nueva Eva está junto al Nuevo Adán para nuestra salvación. María estaba al pie de la cruz. No se trataba de un simple estar ahí. Su presencia significaba una honda comunidad de amor y de dolor con Cristo. Con él repite: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46)
San Pablo, refiriéndose a su participación en el sufrimiento de Cristo nos dice: "Yo, al presente, me gozo de los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en pro de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 2,24). Esa fue la misma actitud de María.
¿No estamos también nosotros llamados a contribuir a lo que falta a la pasión de Cristo? "Porque a vosotros os ha sido concedido, no sólo el creer en Cristo sino el sufrir por él..." (Filp 1,29)
Jesús está solicitando diariamente nuestra colaboración, tal vez en situaciones difíciles o dolorosas que se nos presentan en el día. Puede ser en el estudio, en el trabajo, en el sentimiento de soledad e incomprensión, de reconocimiento de nuestra debilidad, de incapacidad, de tentaciones, de ese esfuerzo que implica el salir del egoísmo, de mi mundo materializado, para ir al encuentro de Dios que en el otro me espera para recibir comprensión, una palabra de aliento, una ayuda concreta.
Con María y como ella ofrezcamos cada día al Señor nuestras pequeñas cruces asumiendo así nuestra parte en la pasión de Cristo. Como ella, al pie de la cruz, estaremos entonces edificando nuestra Iglesia, con su misma actitud de amor, fortaleza y esperanza.
¡Que así sea!