Reflexiones para el Mes de María - Día 27 - 4 de Diciembre
| P. Rafael Fernández P. Rafael Fernández"Apareció una gran señal en el cielo"
Texto: Apoc 12, 1-6 y 13-18
"Mientras hay vida, hay esperanza", dice el refrán. Se trata de un consejo bastante pragmático que invita a aprovechar hasta la última oportunidad, a confiar en el último y posible golpe de suerte. Pero si invertimos los términos del refrán, resulta una afirmación mucho más densa, que entraña una profunda filosofía: "Mientras hay esperanza, hay vida". Así lo siente todo hombre sano: vivimos porque esperamos algo; luchamos porque tenemos metas que alcanzar; nos esforzamos, porque creemos que la felicidad es posible. Si no esperáramos nada, no se justificaría ninguna lucha y ningún esfuerzo. Porque no habría metas no posibilidad de felicidad. Porque la vida del hombre no tendría sentido y estaríamos caminando hacia la nada. Entonces el único sentimiento legítimo sería la angustia. Así lo ha proclamado el existencialismo: una filosofía decadente, producto de una civilización decadente que ya no cree en los ideales que otrora la animaron. Es como un cuerpo sn alma. Se palpa a sí misma y se siente muerta. Entonces proclama que la vida consiste en la angustia y la náusea del sin sentido y de la muerte.
Aunque no compartamos esta filosofía, formamos parte de un cuerpo en descomposición de la civilización que la engendrado,. Y nos afectan sus convulsiones y espasmos. Muchas veces nos sentimos viviendo en medio de un caos que parece no ir hacia ninguna parte. Entonces se nos adentra en el alma la angustia y nos quema la pregunta: ¿Tiene sentido todo? ¿Tiene sentido mi vida? ¿Hay alguna esperanza de superar este desorden, esta desorientación, estas injusticias, esta soledad, esta incomprensión que me aplasta? ¿Hay alguna esperanza?
Cristo vino a la tierra para decirnos que sí. Para confirmarnos que la felicidad plena es posible. Para revelarnos que él dará respuesta a todas nuestras esperanzas. Porque él ha vencido el pecado, el dolor y la muerte, las fuerzas que frustran nuestra felicidad y oscurecen el sentido de nuestra vida. Por eso Cristo resucitado es el triunfo vivo, universal y definitivo de la esperanza. El mismo es nuestra esperanza personificada. Pues nos hay ningún anhelo de nuestro corazón que en él no tenga respuesta. Sin embargo, el mismo Señor sabía que nos costaría creerlo. El sabía que nos resistiríamos, que intentaríamos desvirtuar la realidad y la plenitud de su esperanza, deshumanizándola, olvidando la realidad de su encarnación y mostrándolo a él como un ser lejano, que nos ofrece una esperanza demasiado espiritual que casi nos pasa por encima como sin tocar nuestras angustias físicas.
Se trata ciertamente de un error de nuestra parte. Pero, en su bondad, el Señor quiso prevenirlo. Y para quitarnos toda duda, quiso resucitar anticipadamente a su Madre y mostrárnosla desde el cielo, junto a él, como luminosa señal de esperanza. Es la "Mujer vestida de sol y coronada de estrellas", de la cual nos habla el Apocalipsis. Aquí ya no hay disculpa posible. María es humana por donde se la mire, pertenece por entero a nuestra raza. Sin embargo, la luz de Cristo resucitado colma ya su alma y su cuerpo. Ella es la prueba de que esa luz es comunicable a nosotros. Ella es el anticipo de la plenitud que aguarda a la Iglesia, a cada uno de nosotros.
Por eso los cristianos rezamos: "¡Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra!".
El cielo cristiano no es para almas; es para hombres completos. La felicidad cristiana no es meramente espiritual, como la que propugnaba Platón. Es también para hombres completos. Por eso la esperanza cristiana, como lo muestran Jesús y María resucitados, abarca el alma y el cuerpo. Esto marca la actitud del cristiano frente a lo corporal. El cuerpo no es tan sólo "el hermano asno", o un envase desechable y transitorio.
Dios ha asociado indisolublemente al alma; lo ha hecho instrumento para amar, para darse, para luchar. Desde el bautismo lo ha convertido además en templo suyo, en santuario de su presencia. Por eso lo ha destinado a compartir un día la esperanza y la gloria del alma. Es esta convicción la que debe impulsar al cristiano a luchar contra la pobreza, el hambre, la violencia: porque pretenden negar al cuerpo humano la dignidad a que está llamado. Por el mismo motivo combate el cristiano la pornografía y la reducción del cuerpo de la mujer a simple símbolo sexual y objeto de placer. Porque cada cuerpo femenino está destinado a compartir la dignidad de María resucitada y asuntas a los cielos.
Por eso el cristiano respeta su propio cuerpo. Y por eso no se desespera ante el dolor, la enfermedad o las privaciones que puedan aplastarlo. Porque sabe que un día triunfará en él la esperanza de Cristo.
Pidamos a María esa esperanza que nos ayuda a vivir. Sepamos confiar. En el cielo late un corazón de Madre, enteramente humano, que en todo instante intercede junto al Señor por nosotros. Con la Iglesia, sintamos a ese corazón como nuestra esperanza, tanto en las cosas del alma como en las del cuerpo. Y cuando nos envuelva la noche de la angustia, alcemos la vista hacia la Gran Señal, hacia la Mujer vestida de sol.
¡Que así sea!