Reflexiones para el Mes de María - Día 8 - 15 de Noviembre -
| P. Rafael Fernández P. Rafael FernándezMaditación P. Rafael Fernández
En el mundo de hoy todos quieren ser grandes, quieren brillar, quieren tener poder, quieren dominar. Los ídolos del mundo actual tienen que ser bien conocidos, tienen que ser superhombres, titanes que tengan la tierra a sus pies. Hoy los hombres admiran a los poderosos y anhelan, no importa los medios, acumular también el máximo poder.
Frente a esto, María, en el Magnificat nos dice cuáles son los criterios y los modos de actuar de Dios: "Derribó a los poderosos de sus de sus tronos y elevó a los humildes". Dios no se deja deslum¬brar por el poder. Al contrario, nos sigue diciendo María, Dios "dispersó a los hombres de soberbios corazón1l (Lc. 1,51).
María conoce por propia experiencia este modo de actuar de Dios. En un momento de la historia en que todas las mujeres de Is¬rael sabían que estaba por nacer el Salvador y todas anhelaban ser su madre, cuando todas ellas se creían dignas de ese título de glo¬ría, María se consideraba a sí misma totalmente desprovista de méritos como para recibir tal honor. Y, precisamente por eso, Dios la escoge para ser la Madre de su Hijo, para que sea ella quien dé una naturaleza humana al Hijo Eterno del Padre. Es la misma Santísima Virgen la que señala el motivo por el cual Dios la escogió: "porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava." (Lc 1,48)
Pero la palabra "humildad" hay que entenderla bien. Ser humilde no es andar con la cabeza baja y decir que uno no vale nada. Dios no quiero caricaturas humanas, sino hombres erguidos y de pié, plenos de dignidad y valor. ¿Qué es, entonces, esta humildad que tanto agrada a Dios? Alguien dijo que la humildad verdadera es verdad y es justicia. Es verdad, es decir, el humilde sabe llamar a las cosas por su nombre y así, sabe reconocer lo bueno y lo malo que hay en él. No niega las cualidades que pueda tener, ni tampoco tiene empacho en reconocer sus defectos y limitaciones. Pero, al mismo tiempo, la verdadera humildad es justicia, es decir, que sabe atribuir el mérito a quien corresponde. Esto significa que el humilde sabe que las cualidades que pueda tener no son méritos propios, pues todo lo ha recibido de Dios, sea el brillo en la inteligencia, la elocuencia de la palabra, la sensibilidad artística o el vigor corporal El humilde es justo también al reconocer que sus defectos y limitaciones son, en buena parte, fruto de su propio pecado.
Con las personas humildes, Dios puede trabajar, pero no así con los inflados por su soberbia y vanidad. Por eso, es una constante en el actuar de Dios que él escoge a los humildes, a los pequeños, para realizar sus más grandes obras. Esto os lo que les recordaba san Pablo a los cristianos de Corinto: "Hermanos, fíjense a quienes nos llam6 Dios. Entre ustedes. hay pocos hombres cultos según la manera de pensar: pocos hombres poderosos o que vienen de familias famosas. Bien se puede decir que Dios ha elegido lo que el mundo tiene por débil, para avergonzar a los fuertes. Dios ha elegido a la gente común y despreciada; ha elegido lo que no es nada para rebajar a lo que es, y así nadie ya se podrá alabar a sí mismo delante de Dios". ( 1Cor, 26-29)
En la práctica de la humildad, lo más difícil es reconocer los propios defectos, fallas, limitaciones y pecados. El humilde, el verdaderamente humilde es un hombre que llama a las cosas por su nombre y que tiene el valor de decir la verdad, aunque eso lo haga quedar mal puesto. Los cobardes, los hipócritas, los orgullosos, porque muchas veces estas cosas van juntas, quieren, a toda costa, aparecer siempre "impecables", es decir siempre perfectos. Son los que siempre se disculpan, los que nunca tienen el valor de reconocer sus yerros y culpabilidad. Con esa gente Jesús no puede trabajar. El sólo puede salvar a los que como María son profundamente humildes.
¡Que así sea!