Retiro de Adviento «Jubilosos esperamos la Navidad»

          Desde España el padre Carlos Padilla Esteban, nos envía este artículo escrito, sobre un retiro de Ad viento, relizado el 13 de noviembre pasado. Éstas son las palabras con las que el papa Francisco comienza su primera Exhortación apostólica «Evangelii Gaudium» (La alegría del Evangelio): «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús». Es el desafío que se nos plantea para nuestra vida, encontrarnos con Jesús. Por eso el Adviento, la espera de Cristo hecho carne, es un reflejo de lo que debería ser nuestra vida cada día. El corazón ya se alegra esperando al que ha de venir, lo que no poseemos en plenitud, lo que anhelamos con toda el alma. Esperamos lo que nos hace felices, lo que nos llena, ese amor eterno que soñamos.  

| P. Carlos Padilla Esteban España P. Carlos Padilla Esteban España

30 Noviembre 2013 P. Carlos Padilla Esteban
El Adviento es un tiempo para cultivar la alegría

Éstas son las palabras con las que el papa Francisco comienza su primera Exhortación apostólica «Evangelii Gaudium» (La alegría del Evangelio): «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús». Es el desafío que se nos plantea para nuestra vida, encontrarnos con Jesús. Por eso el Adviento, la espera de Cristo hecho carne, es un reflejo de lo que debería ser nuestra vida cada día. El corazón ya se alegra esperando al que ha de venir, lo que no poseemos en plenitud, lo que anhelamos con toda el alma. Esperamos lo que nos hace felices, lo que nos llena, ese amor eterno que soñamos. Decía el zorro del cuento del Principito al explicarle la importancia de esperar su venida cada día: «Si tú me domesticas mi vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los demás. Me llamarán fuera de la madriguera como una música. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando tú me domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. (...) Si vienes a las cuatro de la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto, descubriré así lo que vale la felicidad». La espera de las cosas importantes le da sentido a la vida. La espera de la persona amada nos hace anhelar su llegada con el corazón inquieto. La espera de Jesús, que es nuestra verdadera alegría, Aquel que nos ama de forma incondicional y única, debería hacer del Adviento un tiempo de agitación y nervios esperando su venida, preparándole un sitio, un hogar donde pueda nacer de nuevo. Dice el Papa Francisco: «Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría». La espera de Jesús nos llena de gozo y esperanza, porque viene a salvarnos de una vida sin esperanza, a liberarnos de nuestras cadenas, a darle sentido a nuestras penas y dificultades en el camino.

El Adviento y la Navidad son un tiempo de alegría. Así nos lo recuerda el Papa Francisco: «Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: - Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien [...] No te prives de pasar un buen día (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!». La alegría de Dios que se hace carne y viene a morar en medio de los hombres, en nuestra vida cotidiana. ¡Si aprendiéramos a disfrutar más de la vida, de las circunstancias de cada día, de los avatares que a veces nos quitan la paz! Nos quejamos mucho, nos agobiamos pensando en el futuro, nos turba el pasado y el presente nos inquieta. La crisis nos hace dudar, nos lleva a vivir inseguros, con miedo. No confiamos en ese Dios que nos salva, que sale a nuestro encuentro. Y así no podemos disfrutar de la vida, así no alcanzamos, ni tocamos, la verdadera alegría. Esa alegría que no pasa y que deseamos vivir siempre. Para que el alma no languidezca ante los inconvenientes del momento, no se ahogue en un vaso de agua, no viva de la queja continua, no se sienta tratada injustamente, ni exija un trato especial en todo momento. El alma que confía en Dios, que toca su presencia cada mañana, es capaz de sacar bien del mal, sonrisas en medio del dolor y esperanza cuando todo parece imposible. Es la alegría que se sostiene en medio de las dificultades de cada día. Pero a veces la perdemos torpemente. Enredados en nuestros estados de ánimo, turbados por los juicios de los hombres, abrumados por las expectativas no cumplidas. ¡Cuántos momentos de tristeza y turbación que no nos dejan mirar con alegría! ¡Cuántas oportunidades de amar perdemos cuando vivimos tristes y sin rumbo! Hoy nos lo recuerda el Papa Francisco: «Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias». Soñamos, muchas veces en medio de la turbación, con esa alegría que nos promete «el Dios con nosotros», ese Dios que se hace carne para abrazar nuestra debilidad. Viene a nuestra pobreza para hacernos ricos con su presencia y con su amor.

Por eso el Adviento es un tiempo en el que suplicamos: « ¡Ven, Señor Jesús!». Le pedimos a Jesús que venga, que se apresure, que irrumpa en el corazón. Nos gustaría rezar con las palabras con las que rezaba una persona: «Jesús, concédeme, la pasión para amarte, el coraje para seguirte, la fe para proclamarte, la alegría para servirte, el sufrimiento para acompañarte, la paz para esperarte y... la muerte para encontrarte». Queremos que se establezca en nuestra vida. Y es que toda nuestra vida tendría que estar marcada por la misma súplica: «Ven, Señor Jesús, recorre el camino que te separa de mi corazón». Para que la distancia desaparezca: «Déjame recorrer la distancia que me separa de tu corazón». Es cierto que en este tiempo de Adviento la petición adquiere más fuerza, más hondura, más significado. Sí, le pedimos al Señor que venga con todo su poder, con su suavidad, con su fuego, con el silencio de sus caricias. Le pedimos que venga y no pase de largo. Que no se detenga ante nuestra puerta. Que entre. El Papa Francisco nos recuerda en su exhortación que es el momento para decirle a Jesús: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores. ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido!». Queremos aprender a amar más a Cristo y aprender así, en su amor, a amar como Él ama, con sus mismos sentimientos, con su misma pasión. En esa intimidad con el Señor la que tantas veces descuidamos. Esa intimidad que lograría que nuestra vida fuera más semejante a la suya, porque el amor asemeja. Y ese amor a Cristo nace de momentos de oración, de silencio, de intimidad compartida a su lado. ¡Cuánto nos cuesta estar con Él, perder el tiempo a su lado! Queremos cuidar al Señor en este tiempo de gracias. Cultivar la alegría de estar a su lado caminando. Nos alegramos en su presencia. Por eso nos preguntamos: ¿Cómo es nuestra oración? ¿Qué momentos de silencio hacemos a lo largo del día?

El Adviento es un tiempo para fortalecer nuestro amor

La vida tendría que tener más júbilo que tristeza. Pero sabemos, como dice el Papa, que cuando nos alejamos de Dios, nos endurecemos: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien». El amor recibido y el amor entregado nos tendrían que bastar para vivir felices. Pero corremos el riesgo de ponernos en el centro, de buscar nuestra comodidad y la continua satisfacción de nuestros deseos. Es cierto que no poseemos todavía a Dios plenamente, y no se sacia nuestra sed de infinito volcados en las cosas finitas. Se hace real que no logramos tocar las altas cumbres, porque nos quedamos abrumados en el valle. No obstante, los altos ideales siguen brillando ante nuestros ojos, por eso no desaparece nuestra alegría cuando amamos. Se trata de una alegría terrena y divina al mismo tiempo. Una alegría incompleta, pero suficiente para caminar como peregrinos hacia la eternidad. El amor nos alegra a cada paso. ¿Cuánto amamos? ¿Cuánto amor recibimos? Una persona comentaba cuánto amaba a su cónyuge: «Te quiero desde antes de conocerte porque siempre supe que una parte de mi estaba en ti. A tu lado el mundo es mejor y la vida tiene mucho más color». Quisiéramos, eso seguro, que estas palabras nos las dijeran a nosotros. ¿Verdad? Nos gustaría que alguien las pronunciara mirándonos a los ojos. Porque el amor nos da alegría, ensancha nuestro corazón, nos permite ver la vida con muchos colores y no en una tonalidad gris. Y nosotros, ¿a quién se las decimos? ¿A quién amamos así? El amor matrimonial crece sobre la admiración y se hace fuerte en la conciencia de que algo de nosotros vive en el corazón amado, y algo de la persona a la que amamos está vivo en nosotros. Por eso, cuando estamos separados durante el día, la vida es muy intensa, porque vivimos dos vidas, la propia y la de la persona a la que queremos. Cuando amamos, vivimos más que cuando nos recluimos deseando ser amados, queriendo siempre recibir sin dar nada a cambio. Cuando amamos de verdad, cuando nos entregamos con toda el alma, somos capaces de vivir otras vidas, las de aquellos a los que amamos, porque su vida no nos puede ya ser indiferente. Porque amamos en ellos lo que ellos aman. Miramos con sus ojos, tocamos con sus manos. Y nos alegra más su alegría que nuestra propia felicidad. O mejor, nuestra propia felicidad depende de su misma alegría. Su tristeza nos turba y su dolor nos hiere. Sus éxitos son los nuestros, las alabanzas que reciben es como si nos las hicieran a nosotros. Así nuestra vida se vuelve más grande, más plena, más llena, más trasparente y llena de vida. Así dejamos de girar enfermizamente en torno a nuestro deseo. Porque cuando nos centramos en nuestro ombligo, y pensamos que seremos felices cuando recibamos todo lo que deseamos, nos acabaremos encontrando tristes, solos y nada tendrá sentido. Amar nos hace más felices, porque nos descentra y nos abre a las necesidades de las personas amadas. Provoca el éxodo que nos saca de nuestro egoísmo. El amor verdadero hace que saquemos lo mejor de nuestro interior.

Es cierto que el amor también nos hace sufrir muchas veces. Son momentos de renuncia y sacrificio. Porque sabemos que el amor familiar es una mesa de sacrificios, una escuela de la mano de Dios en la que vamos creciendo y haciéndonos más libres. Pero las renuncias y sacrificios, todo el capital de gracias que ofrecemos a diario, logran que el amor sea más pleno, más maduro y más auténtico. El amor probado en la entrega, es un amor acrisolado y purificado. El amor que damos y recibimos nos hace más hondos, más libres, más llenos. El amor nos ata, nos vincula, nos hace responsables y permite que echemos raíces en otros corazones. Para no vivir desarraigados y sin sentido. La alegría de Cristo que viene a nosotros nos llena el corazón y nos hace amar más profundamente. La alegría compartida es siempre una alegría más grande. El amor fiel se profundiza en la entrega alegre y silenciosa. Es un amor crucificado muchas veces, pero siempre con la sonrisa puesta. La mesa familiar es mesa de alegrías y ofrecimientos, por eso no deja nunca de ser una mesa alegre. Con esa alegría profunda que nos da el hecho de saber que pertenecemos a un lugar, que tenemos raíces en un corazón. Es doloroso cuando nos encontramos con personas que se han protegido tanto, que han puesto tantas barreras por miedo a perder y no han querido echar raíces, que, con el paso de los años, se encuentran solos, desvinculados, desarraigados y vacíos. El Adviento y la Navidad son un tiempo para cuidar las raíces, para atarnos más en nuestros amores y profundizar en nuestro amor a Dios. Cristo se hace carne en nosotros para que nosotros nos hagamos más de Dios. El Adviento nos habla de Jesús que viene a vivir en nuestro corazón, en nuestra vida familiar y quiere echar raíces. Atraviesa la puerta sagrada de nuestra vida para hacer morada en nosotros. Respeta nuestra libertad y nos invita a no cerrarnos. ¡Cuánta gente hay que al pensar en Dios lo hace con cierto temor! Se protegen ante Dios y se alejan de Él pensando: «Dios lo sabe todo, nos dará lo mejor se lo pidamos o no. Entonces, ¿para qué pedirle nada? Si le pido algo que no es bueno para mí, me hará daño que no me lo dé, así que mejor no pido nada». Eso no es así. Cristo viene a romper nuestra comodidad, pero viene a darnos la alegría que no pasa, la alegría profunda que nadie nos podrá quitar. Tal vez no nos dé lo que esperamos, lo más concreto, nuestro plan fraguado en el corazón. Pero viene a abrir nuestros horizontes. Viene a hacer que podamos mirar nuestra vida con más libertad, con algo de distancia, sin estar tan atados a nuestros planes, a los muros que nos protegen. Su llegada tendría que desestabilizarnos un poco, para liberarnos así de tantos miedos y cadenas. Su presencia lo cambia todo y hace que la vida tenga nueva luz. Como decía San Macario: «Una casa, si no habita en ella su dueño, se cubre de tinieblas y se llena de suciedad e inmundicia, así también el alma, privada de su Señor y de la presencia gozosa de sus ángeles, se llena de las tinieblas del pecado». Es por eso que su presencia, su llegada, nos alegra y viene a traer luz, esperanza, pureza y paz a nuestra alma inquieta.

El Adviento es un tiempo de espera paciente

¿Qué esperamos de la vida? ¿Qué esperamos de nuestro camino? ¿Cuidamos los sueños que Dios ha sembrado en el alma? El Adviento es un tiempo en el que Dios nos invita a soñar despiertos, a esperar con paciencia su venida. Estamos llamados a ser santos y tantas veces constatamos lo lejos que estamos del ideal. Quisiéramos ser capaces de cambiar este mundo y nos confrontamos cada día con los límites de nuestra propia vida. ¡Cuánto nos cuesta cambiar y crecer! Fracasamos en nuestros propósitos de mejora y nos turbamos al ver cómo nos dejamos llevar por la masa, por la corriente, por la vida misma. No nos esforzamos en nuestra autoeducación y siempre encontramos alguna excusa. No nos sentimos fuertes, no somos los héroes de las películas a los que todo les resulta perfecto. Justamente el otro día leía una descripción interesante del héroe: «Los héroes son personajes que protegen a la gente, son perseverantes, muestran un tipo de amor altruista, son leales a sus convicciones íntimas, saben distinguir lo que está bien de lo que está mal y actúan de acuerdo con ello. Son humildes; pero para aquellos a los que salvan son los personajes más grandes del mundo». En la vida nos exigen con frecuencia que seamos héroes, que no fallemos, que estemos siempre dispuestos a darlo todo. En el trabajo, en la familia, en la sociedad, nos exigen, nos piden más de lo que podemos dar. Ponen a prueba nuestras capacidades. Es como si el mundo esperara que siempre estuviéramos a la altura, sin fallos, sin caídas. Pero nosotros nos confrontamos con los límites y nos cuesta tanto cambiar y mejorar. Nos exigen, nos demandan y esperan. Y nosotros no logramos ser esos héroes que otros desean.

Es verdad que nuestra vocación como cristianos es una vocación de héroes. Sí, porque Cristo fue ese héroe con vocación de servicio hasta el extremo. Y nosotros seguimos a Cristo. Queremos, como Él, vivir para los demás, dar la vida por amor, hasta el extremo. Somos de Cristo y Cristo vino a servir, a estar con el hombre, a calmar su dolor. Su presencia esperada nos saca de nuestra comodidad, nos lleva a iniciar un éxodo hacia el que sufre. Nos lo recuerda el Papa Francisco: «El Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: -Seréis felices si hacéis esto (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo». La presencia viva de Cristo que nace nos lleva a ponernos en camino al corazón del que sufre. Nos convierte en héroes humildes que acogen y dan esperanza. En este Adviento en el que esperamos a Aquel que todo lo hace nuevo, le pedimos a Cristo la gracia y la fuerza para entregar fielmente nuestra vida sirviendo a los que más lo necesitan. Somos héroes pequeños y frágiles, pero con una misión concreta, única, la nuestra, la que nadie puede realizar por nosotros. Le pedimos a Dios la fuerza para ser fieles en lo pequeño, en nuestro amor cotidiano y sencillo. Soñamos con una vida más plena, más generosa, más llena de esperanza. Los sueños del Adviento tienen fuerza. Por eso queremos aprender a soñar juntos, como Iglesia, como familia. Decía Helder Cámara, obispo de la Iglesia de Brasil: «El sueño que uno sueña solo, es sólo un sueño; pero el sueño que soñamos juntos, se hace realidad. ¡Bienaventurados los que sueñan juntos, porque correrán el dulce riesgo de ver sus sueños hechos realidad!». El Adviento nos permite soñar juntos, como Iglesia, con lo que podemos llegar a ser, con la realidad que ahora sólo vislumbramos. No soñamos solos, todos los cristianos soñamos juntos. En este tiempo de esperanza queremos soñar con toda el alma.

Todos alguna vez hemos necesitado un héroe en nuestro camino. Hemos soñado con alguien en quien poder confiar y en el que poder descansar en medio de la tormenta. Una roca firme en la que reposar. Una roca estable, que siempre esté ahí, esperando. Hemos deseado un héroe cuyo amor no fuera puesto nunca en duda, un amor del cual nunca desconfiáramos. Un héroe generoso y fiel, siempre presente, atento y dispuesto a todo. Tal vez les hemos exigido demasiado a algunas personas creyendo que eran nuestros héroes fieles. Pero súbitamente han caído de golpe por tierra. Nos han defraudado, o, simplemente, no han logrado cumplir nuestras expectativas. Tal vez no hemos sabido subir entonces más alto, ascender al cielo, hasta Dios. Porque ningún héroe aquí en la tierra es inmortal, no vence siempre. Los héroes humanos caen o, por lo menos, no siempre responden a nuestras expectativas. Eso lo sabemos, pero luego, cuando lo constatamos en la vida, nos cuesta aceptarlo. Tal vez tenemos muchas expectativas de los demás. Y tener expectativas es algo diferente a esperar. Las expectativas hacen que esperemos de los otros lo que no siempre nos pueden dar. En ocasiones esperamos de Dios mismo que se comporte de acuerdo con nuestro deseo y cumpla nuestros planes. Tal vez por eso el Adviento nos enseña a tener menos expectativas y más esperanza. A vivir más confiado y menos atados a nuestro camino. Es verdad que eso no nos impide buscar corazones humanos en los que descansar, porque lo necesitamos. Pero sin obsesionarnos, sin exigir lo que no podemos exigir, ni buscar lo que no vamos a encontrar. Sabiendo que esos héroes nos pueden fallar. El Adviento nos invita a esperar a Aquel que nunca cae, que siempre permanece junto a nosotros, en nuestra carne mortal. Esperamos a Cristo, porque su amor siempre está presente y nunca nos abandona. El anhelo por estar con Él, por descansar en Él nos da vida, nos alegra. Lo necesitamos. Y su presencia calma nuestra inquietud.

En esta espera del Adviento, quien realmente aguarda con paciencia nuestro sí, es el mismo Dios que se hace carne en medio de nuestra vida. Él nos espera, aguarda a nuestra puerta, llama, suplica, nos trata de seducir con su amor fiel. Pero respeta nuestros tiempos, porque es paciente, infinitamente paciente con nosotros. Eso sí, no deja nunca de caminar delante de nosotros para que podamos seguir sus pasos. El Papa Francisco les decía a los jóvenes: «Jóvenes, fíense de Jesús: ¡Él siempre va adelante, con nosotros! Es una persona que puede llevarlos adelante, no una ilusión. No desilusiona jamás, es un compañero fiel. ¡Y echen las redes para construir un mundo mejor!». Es un mensaje de esperanza, de confianza en Aquel que camina delante. Por eso no tenemos que agobiarnos intentando hacerlo todo bien, todo a la vez, todo a lo grande, todo de golpe. Tal vez es porque Dios es muy paciente con nosotros. Por eso nos permite hacer las cosas poco a poco, según nos lo vaya pidiendo en cada momento. No nos pide más de lo que podemos dar. No nos exige más cambios de los que somos capaces de emprender. Así es cada día, así es cada Adviento.

En este retiro nos preguntamos: ¿Qué podemos cambiar hoy? ¿Qué es mejorable en nuestra forma de amar y darnos a los demás? Dios nunca nos lo pide todo a la vez. Eso sería lo mismo que si tuviéramos que comernos toda la comida de nuestra vida de golpe. Nos sentiríamos incapaces de hacerlo. Aunque nos pareciera una comida maravillosa sería demasiado. Aunque tuviéramos mucha hambre, no podríamos con todo. El alimento lo tenemos que tomar cuando lo necesitamos, poco a poco, para que vaya alimentándonos y nos haga crecer y, según el momento, tomaremos unas cosas u otras, según las necesidades. Lo mismo ocurre en nuestra vida. Dios nos pide lo que podemos acoger. Sólo nos pide en cada momento lo que podemos dar. Eso sí, tenemos que aprender de qué alimentarnos en cada momento. Se trata de tomar la vida en serio y aceptar que depende de nosotros. Decía el P. Kentenich: «Se trata de cuidar de no ser vivido por las circunstancias, de no ser totalmente vivido por ellas, de no dejarnos arrebatar las riendas de la mano». La vida está en nuestras manos, depende de nuestro sí diario, de nuestra generosidad, de nuestra docilidad al querer de Dios. En la fuerza de su Espíritu podemos cambiar y crecer.

El Adviento es un tiempo de recogimiento y silencio

El Adviento es un tiempo privilegiado para cuidar nuestra intimidad con el Señor. Es un tiempo de espera. Un tiempo para anhelar y desear. Es tiempo de silencio y respeto. De aguardar con paciencia. De caminar callados siguiendo a Cristo. Para soñar alto, para no cansarnos de caminar hacia Belén, hacia la gruta escondida. Un tiempo para esperar lo que no vemos y abrazarnos a lo que no tocamos. Para amar la promesa que Dios nos hace. Así nos lo recuerda San Agustín: «Caminamos sin verlo, guiados por la fe, no por la clara visión. Ahora amamos en esperanza. El justo se alegra con el Señor. Porque no posee aún la clara visión y espera en Él. Dice el salmo, Él te dará lo que pide tu corazón. También ahora, antes de que lleguemos a la posesión, podemos alegrarnos ya con el Señor». El tiempo de Adviento es un tiempo para amar esperando, para esperar amando. Es símbolo de lo que es nuestra vida. Un caminar al encuentro pleno con el Señor, pero acariciando su rostro en el camino. Lo anhelamos sin poseerlo, lo deseamos sin poder retenerlo. Un tiempo para esperar más de lo que esperamos y soñar con ese encuentro profundo con Dios en nuestra vida. Le pedimos a Dios que este tiempo de espera aumente en nosotros la capacidad de amar y entregarnos.
El tiempo de Adviento es un tiempo de recogimiento. De espera paciente en silencio. Una persona me hablaba hace unos días de la importancia de ser «custodias vivas del Señor». María es la primera custodia que llevó al Señor en su seno. Lo concibió en su seno y lo cuidó en el camino a Belén y a lo largo de toda su vida. María, en Nazaret, en Belén, es la custodia de Jesús. En Ella vemos el rostro de su Hijo. Ella lo guardó como lo más sagrado. Ella se llenó de luz al albergar la luz en su alma. Nosotros tenemos esa misma vocación de custodiar a Cristo en nuestra vida. Abrazarlo en el corazón y llevarlo a los hombres. Dejar que los demás se encuentren con Él en nosotros. Aunque nuestros torpes gestos desluzcan en ocasiones su fuego. Aunque nuestra luz apagada no sepa trasparentar su luz. Aunque no logremos ser fieles a ese «misterio de la luna», reflejo de la luz del sol, vocación de la Iglesia. Somos la puerta santa por la que otros pueden entrar en comunión con el Señor, si la dejamos abierta, si no ponemos obstáculos. La custodia viva es ese santuario vivo desde el que Cristo se entrega y se dona, a través de nuestras palabras y gestos, de nuestra entrega y generosidad. Sin embargo, a veces nos exponemos demasiado y no nos guardamos con pudor, hablamos más de la cuenta, no mantenemos el silencio, no nos recogemos en nuestro interior y violentamos la intimidad con el Señor. Es así que no guardamos la paz necesaria en intimidad con Él. Esta persona decía: «El compartir más de la cuenta rompe mi intimidad con el Señor. Todo el mundo opina, pero hay una verdad y una intimidad que da un significado a todo, que sólo puede verlo uno mismo. A veces sabes lo que debes hacer, sin más. Ese custodiar el alma tiene mucho que ver con el cáliz que sostiene María al pie de la cruz. Ella acoge para preservar la vida que brota del costado abierto, el origen de la Vida con mayúsculas. La originalidad tal como el Señor la pensó para cada uno. Eso es lo que tengo que custodiar. El cáliz acoge y, al acoger, custodia». En ocasiones queremos que todos sepan lo que estamos viviendo, pretendemos que los que nos quieren estén siempre de acuerdo con nuestras decisiones, que nos comprendan y acepten. Vivimos pidiendo disculpas y permisos para cualquier cosa. Como si estuviéramos obligados a dar siempre explicaciones. Decía el P. Kentenich: «Quien permanece dependiente del juicio y de la opinión de los hombre tiene un peligro: confundir a Dios con el hombre. Y tiene una inquietud: no hacer a Dios norma de su vida». Vivimos expuestos en este mundo en el que todo puede saberse, en el que nada ya permanece oculto. Las redes sociales parecen dar derecho a todos a saber sobre todos. Y eso nos expone, nos exhibe, no deja que vivamos guardados en la intimidad. Esta vida expuesta hace que muchas veces tengamos miedo al rechazo, a no ser aceptados, a ser criticados por nuestros actos y nuestras palabras. Nos da miedo estar en labios de otros. Que nuestra vida, nuestra alma sagrada, sea puesta en duda, comentada, juzgada y genere desconfianza. Por eso queremos aprender a custodiar nuestro mundo interior, el sagrario del alma, nuestro jardín interior, el océano del alma, esa custodia en la que Cristo descansa. El Adviento nos enseña a cuidar nuestra intimidad con el Señor y a descansar en Él.

Es un tiempo de misericordia

Es tiempo para vivir la misericordia de Dios y poder así ejercer la misericordia con los hombres. La mirada de Dios sobre nosotros está llena de misericordia. Nos lo recuerda el Papa Francisco en su exhortación: «Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría». Dios se abaja, toma nuestra carne y nuestra debilidad, se hace presente en medio de los hombres. Se hace limitado, dependiente, pobre. Lo primero es la misericordia de Dios ante nuestro pecado, ante nuestras caídas. Decía el P. Kentenich: «La miseria reconocida y aceptada es la omnipotencia del hijo y la impotencia de Dios Padre. Mi debilidad asumida es mi triunfo sobre el Padre Dios. Y al Padre no le queda otra cosa que inclinarse amorosamente y llevarme a su corazón». Por eso el Adviento es un tiempo para reconocernos pequeños, miserables, pecadores. Dios se fija en nosotros, viene a nosotros, busca nuestro corazón arrepentido. Especialmente en este año de gracias en el Santuario queremos dejarnos tocar por su amor misericordioso. Dios visita a su pueblo y se compadece en nuestra debilidad. Es una gracia que queremos pedir cada día del Adviento. «Señor, déjame tocar tu mano que se compadece y levanta. Déjame recibir tu mirada que me sostiene cuando caigo. Déjame amarte desde mi impotencia, cuando no tengo nada, cuando no puedo nada. Déjame saberme sostenida siempre por ti», rezaba una persona. Así queremos rezar y tocar esa misericordia que nos hace capaces de la misericordia. La misericordia de Dios sana nuestras heridas.

Esa misericordia recibida nos lleva a ser más misericordiosos. Nuestra vida quiere volcarse en gestos de amor. Decía el Papa Francisco al concluir el año de la fe: «Una ayuda espiritual para nuestra alma y para difundir en todas partes el amor, el perdón y la fraternidad». ¿Cómo es nuestra mirada hacia los hombres? ¿Cómo son nuestros gestos de amor? ¿Somos pacientes, humildes, confiados, generosos? La misericordia debería ser el rasgo más propio de nuestra Iglesia. Debería ser el rostro habitual de todo cristiano. Así queremos vivir, ejerciendo la misericordia. Especialmente con los más despreciados, con los que son rechazados, con aquellos que no conocen en sus vidas el amor de Dios. Decía el P. Kentenich: «Viste a tu hermano, viste a Cristo. Mi paternidad o maternidad adquieren su verdadera plenitud solo cuando veo, en quien está frente a mí, al Cristo misteriosamente presente en él. Un servicio a Cristo encarnado en mi semejante». El Adviento es un tiempo para aprender a ver a Cristo en los que nos rodean. Cristo visible, hecho carne en ellos.
Un año jubilar, un año de gracias

Celebramos este Adviento con una alegría especial porque vivimos un año de gracias, un año jubilar. El año del centenario de la primera Alianza de amor con María nos invita a vivir con júbilo la fiesta en la que Dios se hace carne, toma posesión de nuestra historia, camina a nuestro lado. Es la certeza de saber que la promesa que Dios le hizo a María se vuelve a hacer realidad. La alianza de Dios con su pueblo se hace carne para siempre. Dios desciende hasta nosotros, nos toma por dentro y se alía con nosotros que lo buscamos inquietos. Para ello, para poder recibir las gracias que se nos regalan en el Santuario, Dios quiere que tengamos preparado nuestro corazón. Por eso quisiera profundizar en las seis peticiones que María nos hace cuando sella la alianza con nosotros en el Santuario, cuando nos dice que sí, que nos quiere y nos busca, que nos necesita como sus aliados. Y nos recuerda que es Ella la que ha tomado la iniciativa, la que se ha hecho la encontradiza en nuestra vida, la que nos ha esperado desde siempre, sabiendo que al final vendríamos. Es la certeza de saber que Ella no se desentiende de nosotros. Pero quiere, eso sí, que nosotros nos pongamos manos a la obra y preparemos el corazón para su venida.

En el acta de fundación, la homilía que el P. Kentenich pronunció el 18 de octubre de 1914, aparecen varias afirmaciones relacionadas con María. Son palabras que el P. Kentenich pone en labios de nuestra Madre. Muchas veces me han preguntado: ¿A qué me comprometo cuando sello la Alianza con María? Detrás de esas palabras, en ocasiones, se esconde un miedo a atarse, a comprometerse demasiado, a no ser capaz de estar a la altura, a no ser fieles. Cuando respondo a esa pregunta, trato de mostrar todo lo que implica la alianza. Ese momento misterioso de la alianza de amor tiene mucho que ver con el comienzo del Adviento. Un sí en la noche. Silencioso. Sin que el mundo se enterase. Un sí confiado sin saber, el de María en Nazaret, el del P. Kentenich en esa capilla abandonada. Jesús entró para siempre en el mundo. María se estableció para siempre en el Santuario. Un sí que implica una alianza de dos partes, preguntas y respuestas. Eso es lo propio nuestro, Dios se alía con el hombre, el hombre se entrega a Dios. Nos necesitamos mutuamente. La alianza nos lleva a confiar, a lanzarnos, a creer contra toda lógica. Volvemos un momento a ese 18 de octubre en 1914, ante una guerra, en un pequeños lugar de Alemania. Así de pequeño era Nazaret. Sin ninguna señal extraordinaria. Sin ningún milagro aparente. Todo sucedió en lo oculto del corazón. Allí es donde pasan las cosas más grandes. Ésa es nuestra alianza. Nos unimos a ese sí audaz del P. Kentenich que se atreve a pedir y creer en lo que no ve, pero sí sueña. Lo diferente de nuestra alianza de amor es que mutuamente nos damos el corazón, la Virgen y nosotros. El sí es mutuo. María da y nosotros damos. Libremente, por amor. Ese sí les hizo capaces de vivir la guerra y entregar su vida. De ese sí partió todo. De nuestro sí parte todo. Cuando nos damos, cuando creemos.

Por eso no nos quedamos en las formas. Estas seis peticiones de María son un camino de santidad, son palabras que nos dan vida. El que vive de acuerdo a ellas, no sólo es fiel a la Alianza, está en el camino de santidad propuesto por Schoenstatt. Ella nos busca, nos quiere como hijos, desea que le entreguemos el corazón. Nosotros, despistados, nos alejamos, huimos, buscamos las seguridades del mundo, donde parece ser que somos más felices. Ella aguarda, espera. La paciencia y la espera son dos actitudes propias del Adviento. María espera, aguarda, está atenta. Tiene la paciencia de quien sabe que nuestra vida descansa en manos de Dios. Eso no es tan evidente. Nosotros buscamos otras seguridades, nos afanamos buscando anclajes en el mundo. Confiar ciegamente en lo que no vemos ni tocamos nos parece escandaloso. El hombre de hoy no confía tanto, prefiere el control. María nos muestra la actitud de la mujer dócil y fuerte, mansa y humilde, valiente y audaz. Ella cree contra toda esperanza. Ella, que no ha conocido varón, cree que será madre. Ella, que se siente pequeña y débil, cree que Dios hará posible lo imposible, y logrará que su Hijo lleve a cabo esa misión que desconoce. Su fe va más allá de lo que ve con sus ojos, más allá de la evidencia que puede tocar. Nos pide a cada uno varias cosas:

1. Probadme primero con hechos que me amáis realmente.
Es la primera exigencia. El amor se prueba con obras. Muchas veces decimos con la boca aquello que luego nuestros actos no confirman. Le prometemos todo a María y luego, nos abandonamos y no avanzamos. Por eso a veces nos da miedo sellar la alianza con María o invitarla a quedarse en nuestra casa. Porque nos conocemos y nos da miedo nuestra frágil voluntad. Dudamos de nuestra fidelidad, de la coherencia de nuestro amor. A veces nuestros actos desmienten nuestras promesas y nos alejamos cabizbajos porque no somos capaces de mantener vivo el amor que prometimos. Ella nos pide coherencia y autenticidad. Si decimos algo, pide que seamos consecuentes con hechos. Nos sabemos pequeños y confiamos en que Dios hará posible lo que vemos tan difícil. Hoy nos preguntamos: ¿Somos fieles en nuestros actos de amor? ¿Hacemos locuras de amor por María? ¿Cómo es la calidez e intimidad de nuestro amor hacia Ella?

2. Que toméis en serio vuestro propósito.
Nos pide tomarnos en serio y tomar en serio nuestra vida. ¿Cuál es nuestro propósito? ¿Cuáles son los ideales que nos mueven? ¿Hacia dónde caminamos? Hoy queremos renovar tantas buenas intenciones que llevamos en el corazón. Queremos cuidar que nuestras metas brillen ante nuestros ojos. Invertimos tanto en nuestra formación profesional, en la educación de nuestro hijos, y luego, sin embargo, en nuestro crecimiento espiritual no invertimos casi nada, no nos dejamos tiempo, no pedimos ayuda y esperamos crecer sin poner nada de nuestra parte. Ella nos pide que tomemos en serio nuestra vida. Nos pide seriedad en lo que decidimos. Si nos proponemos crecer y avanzar, entonces nos pide que nos dejemos la piel en ello, que invirtamos, dinero, tiempo, ganas y esfuerzos. ¿Qué hacemos por alcanzar las metas propuestas, los fines a los que aspiramos? ¿Nos formamos, profundizamos en nuestra fe, nos preparamos para vivir nuestro ser cristianos?

3. Es esta santificación la que exijo de vosotros.
María nos quiere santos. Quiere que la santidad sea nuestro camino. Definía así el Papa Francisco la santidad: «Los Santos tienen la alegría en el corazón y la transmiten a los demás. Jamás odiar, servir a los demás, a los más necesitados, rezar, y estar alegres. Éste es el camino de la santidad. Ser santos no es un privilegio de pocos. Todos tenemos la herencia de poder llegar a ser Santos en el Bautismo. Todos estamos llamados a caminar por la vía de la santidad, y esta vía tiene un nombre, tiene un rostro: el rostro de Jesús. Él nos enseña a llegar a ser Santos. Él nos muestra el camino: el de las Bienaventuranzas (Cfr. Mt 5, 1-12)». Es el camino de la santidad que ocurre en el corazón de Cristo. María nos pide que nos esforcemos por nuestra santidad y no nos conformemos con menos. Que no nos baste una vida mediocre. No quiere que seamos simplemente buenos, con lo valioso y fundamental que es la bondad del corazón, sino que quiere que seamos instrumentos dóciles en las manos del Dios de nuestra vida. Santo es aquel que se deja formar en el taller de Dios y encarna así el rostro de Cristo para los que le rodean. Quiere María que seamos fieles a nuestra misión personal, a nuestro camino. Decía el P. Kentenich: « ¿En qué consiste mi misión personal? En hacer que la misión general del Hijo de Dios se convierta en mi misión personal. Quiero y debo imitarlo en todas las situaciones de mi vida». El anhelo de santidad nos lleva a imitar a Cristo en todo. Dios logra que nuestros sentimientos sean sus sentimientos. ¿Cómo vivimos nuestra aspiración a la santidad?

4. Traedme frecuentemente contribuciones al capital de gracias.
Frecuentes, María pide que nuestra entrega sea frecuente. La frecuencia dice mucho de nuestros ideales y de la forma en cómo luchamos por alcanzarlos. El corazón vuelve siempre al lugar donde está su tesoro. ¿Dónde está escondido nuestro verdadero tesoro? ¿Dónde se apega el corazón cuando lo dejamos que vuele libremente? María quiere que le llevemos continuamente la ofrenda de nuestra vida. Nuestro capital de gracias diario. Nuestra entrega en la santidad del día a día. No se trata sólo de lo que nos cuesta, de lo difícil, de la cruz de cada día. Ni tampoco sólo de aquellas cosas que nos han resultado bien, nuestros pequeños logros y éxitos. Eso también, por supuesto. Ella quiere que le entreguemos las alegrías de cada día, las sorpresas, el amor recibido y entregado. Y también, claro está, nuestros límites y torpezas. Lo que nos hace sufrir y lo que nos alegra, cuanto somos y tenemos, todo lo que hay en nuestro corazón. Nuestras caídas y debilidades, nuestros proyectos y deseos. Pero tenemos que hacerlo conscientemente. Nos arrodillamos y lo entregamos hoy todo, cada día.

5. Fiel y fidelísimo cumplimiento del deber.
Fidelidad. La palabra clave de nuestra alianza. María es siempre fiel. Nosotros, sin embargo, fallamos. Ella pide de nosotros la fidelidad, no el conformismo. Ser fieles en lo pequeño, en lo que corresponde a nuestro estado de vida, en nuestra vocación personal. Mantener el sí primero, decir de nuevo un sí a nuestro cónyuge tal y como es hoy. Una fidelidad que se fortalece cuando no hablamos mal del otro, no ironizamos en público, no pensamos mal. Fieles en los hechos, en el pensamiento, en todo. Fieles al romper la lista de culpas y agravios, la lista de cosas que yo he hecho por el otro y volver a empezar cada día. Fieles al fiarnos siempre del otro y soñar con él de nuevo como al principio. Fieles al no soñar con otros posibles caminos, con otras posibles personas. El que es fiel en lo pequeño, en lo cotidiano, llegará a ser fiel en la entrega de toda la vida. ¿Cómo vivimos esa fidelidad diaria en el amor conyugal? El cumplimiento nace del amor. A veces nos preguntamos qué hacemos en tal o cual sitio y corremos el riesgo de desistir, de abandonar. Pero esos momentos difíciles forman parte de nuestro sí primero, del inicial, de ese amor original que nos hizo decidirnos por algún camino concreto. Hoy renovamos nuestro sí, nuestro Fiat. Ese sí alegre y confiado. Ese sí diario que crece en la fuerza del amor que Dios nos tiene.

6. Una intensa vida de oración.
No nos pide cualquier vida de oración, nos pide una vida de oración intensa y heroica. El amor se cuida en el diálogo, en el contacto personal, en el intercambio diario de corazones. No basta con unos minutos en silencio ante Dios, no, se trata de estar todo el día en presencia de Dios. Pero nosotros con frecuencia no dialogamos con Dios. Y eso es lo que espera María de nosotros. La entrega silenciosa en oración de todo lo que vivimos. El P. Kentenich lo expresaba así: «No estar saltando y brincando de rama en rama como una ardilla. ¡Detengámonos! En todo aquello que el Padre Dios nos habla interiormente, en lo que espera y exige de nosotros». Se trata de una vida intensa en contacto con Dios. ¡Cuánto nos cuesta cuidar la intensidad de nuestra oración! Nos conformamos con mínimos. Nos dejamos llevar. No le damos tanta importancia al diálogo más importante de nuestro quehacer diario. ¿Cómo es nuestra vida de oración? Este Adviento es una oportunidad más para crecer en nuestra oración y cuidar esos tiempos de gracias, tan necesarios y privilegiados, en los que podemos descansar en los brazos de María.

 

 

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