Una marca en el corazón
94 años tenía esa mujer adorable. Baja, tal vez más por el peso de los años, y delgada. De lejos se veía frágil, pero de cerca ese adjetivo no le calzaba. Ella, una mujer vieja de verdad, me impactó desde un comienzo. Tal vez el secreto de su encanto estuviera en que se notaba plena en su vejez. ¡Qué alegría la de esa mujer que había sufrido y perdido tanto en la guerra! Padre, madre y hermanos muertos. Marido muerto. Hijos muertos. Tierra, raíces, casa e historia arrasados, lugares que nunca más pudo ver ni recorrer tras la ocupación rusa y la nueva configuración del mapa europeo.
| Mariana Grunefeld Mariana Grunefeld94 años tenía esa mujer adorable. Baja, tal vez más por el peso de los años, y delgada. De lejos se veía frágil, pero de cerca ese adjetivo no le calzaba. Su rostro despejado por un impecable moño que moldeaba su pelo gris canoso, mostraba una mujer que había decidido arreglarse, estar bien. Cómo olvidar sus chispeantes ojos claros, pequeños, pero muy vivos, en esa cara surcada por arrugas y sonrisas.
Nos habían advertido que estaba muy enferma. Pasamos con mi familia por su casa en Baviera sólo para preguntar por ella. Nadie contestó los llamados a la puerta. Su casa de dos pisos, con privilegiada vista a los blancos Alpes, estaba cerrada con persianas y ventanas perfectamente pintadas de verde. La Gertrude estaría en el hospital, pensamos. Nos fuimos a nuestro hotel callados, mientras que en el paisaje deslumbrante se paseaban trenes de colores que parecían juguetes.
A las 5 de la tarde sonó el teléfono. La hija de la Gertrude, a nombre de su madre, nos convidaba esa noche a eso de las 7 p.m. a la casa alpina que ya conocíamos por fuera. Llegamos puntuales. Dudamos si entrar los siete; estará en cama, pensamos. La mayoría de nosotros no la conocíamos. Al fin, pasamos al segundo piso limpiando bien nuestros pies y colgando los abrigos en las perchas del pasillo con cuidadoso sigilo. ¡Cuál sería la sorpresa! Nos esperaban tres mujeres sonrientes en el comedor. Eran la Gertrude, su hija y una sobrina, parientes de mi padre. Apenas entramos, los saludos y alegres abrazos sumados al aperitivo y al buen vino blanco del Rin nos distendieron. La conversación en alemán salpicada de castellano se prolongó por horas.
Ella, una mujer vieja de verdad, me impactó desde un comienzo. Tal vez el secreto de su encanto estuviera en que se notaba plena en su vejez. Sin ansiedad, sin quejas, nos recibió con la placidez notable de quien acepta plenamente. Prestaba atención a todo como una niña entusiasmada y se dejaba deliciosamente querer por la hija que la tomaba de la mano sin disimulo alguno. Parecía tan hermosa, como sacada de un cuento. Qué alegría la de esa mujer que había sufrido y perdido tanto en la guerra. Padre, madre y hermanos muertos. Marido muerto. Hijos muertos. Tierra, raíces, casa e historia arrasados, lugares que nunca más pudo ver ni recorrer tras la ocupación rusa y la nueva configuración del mapa europeo. Pero ahí estaba ella, escuchando siempre atenta nuestros cuentos, iluminando la sala con sus inteligentes ojos, contestando en broma y rápido nuestras "tallas".
Alguien preguntó con quién vivía en esa casa. Sola, por supuesto, dijo ella. Ni una ayuda doméstica, ni un miedo. ¡Qué agrado hacerse el desayuno uno! "Tengo brazos y piernas sanas aún", rió. Caminar todos los días un poco mirando la nieve en los altos picos, ver mecerse las hojas verdes y caer en otoño doradas, sentir la brisa envolver su rostro, el paraíso... Entonces cerró lo ojos y sonriendo entonó una romántica canción con su pequeña copa en la mano, "Ich hab in Heidelberg mein hertz verloren".
Cuando nos fuimos se asomó a la ventana del segundo piso. Su amplia sonrisa de niña en su pequeña cara arrugada fue lo último que vimos mientras en el auto caían lágrimas silenciosas. Pensé, como de hecho pasó, que nunca más vería a esa mujer entrañable, acogedora, fuerte y sencilla, que perdió todo, menos su dignidad y alegría de vivir. La Gertrude descansa hoy en Los Alpes enterrada junto a su marido en el sencillo cementerio ubicado en el sitio contiguo de la que fuera su casa de dos pisos con postigos verdes.