
Santidad solidaria
P. Gonzalo Illanes –
Este 18 de agosto, día de Alianza, celebraremos también a San Alberto Hurtado. Un santo chileno que nos recuerda que nuestro norte de vida cristiana es siempre un llamado a la santidad.
Ese horizonte de santidad fue la opción que nuestros “héroes” schoenstattianos –Mario Hiriart, Hna. Emilie, P. Hernán Alessandri y João Pozzobon, y el mismo Padre Fundador– buscaron recorrer a través de una vivencia radical de la Alianza de Amor. Ellos se jugaron siempre recorrer con valentía el camino de la Alianza.
Pero: “¿Santidad? ¿Después de todo? ¡Si apenas me mantengo a flote!”, podrá decir alguno. Y sí. Santidad. Ni más ni menos. Ese es nuestro horizonte.
La santidad no se trata de perfección en el sentido de no equivocarse nunca, de no cometer pecados, de estar siempre y constantemente en una especie de estado angelical. No es eso. Se trata más bien de no dejar nunca de luchar por un amor más grande. De reconocer la propia fragilidad y de abandonarse confiadamente –y con radicalidad– en las manos de Dios y de la Mater. La santidad es, según las palabras del padre fundador, esa “armonía entre una vinculación hondamente afectiva a Dios, a las personas y al mundo”.
Con todo, agosto y San Alberto Hurtado nos interpela a no dejar de lado otro componente fundamental de la santidad: el amor y cercanía con los pobres. ¡Muchas veces se nos van del horizonte! Nos quedamos “encerrados” dando la batalla en los desafíos más cercanos que tenemos a nivel personal o familiar. Pero el mundo de los pobres muchas veces queda fuera de nuestras inquietudes y preocupaciones.
Es cierto que en nuestro Movimiento hay muchísimas instancias de ayuda fraterna y solidaria. Apostolados de evangelización y de ayuda material. Sin ir más lejos, me encanta ver, por ejemplo, cómo más y más familias locales tienen la costumbre de recolectar alimentos no perecibles en cada misa, y luego armar canastas solidarias que salen a repartir.
Pero podemos ir a más.
Hace unos días me encontré con una carta del padre Kentenich que me remeció. Estaba dirigida al padre Menningen y fue escrita el año ’55. En ella le decía, “bajo toda circunstancia, se trate de un laico o de un consagrado, el santo de la vida diaria se preocupa de que los pobres vuelvan a ser considerados como el mayor tesoro de la Iglesia. En ellos se ama y se sirve a Cristo”.
La santidad de la vida diaria está en el corazón de nuestra espiritualidad schoenstattiana y los pobres son el tesoro de la Iglesia. Y si dejamos entrar a los pobres en este caminar, nuestro paso se hará más ligero y el corazón latirá con más entusiasmo: “donde está tu tesoro, está también tu corazón”. (Mt 6, 21)