El círculo vicioso de la educación argentina

    El círculo vicioso de la educación argentina. Una mirada crítica sobre la situación educativa en la Argentina, y sobre aquella historia viciosa a la que no puede encontrársele un único detonante inicial.       

| Cecilia E. Sturla. Cecilia E. Sturla.

Nuevamente las escuelas públicas porteñas han sido “tomadas” por los estudiantes. Esto implica el cese de las clases para unos 7300 alumnos en un conflicto que todos sabemos cuándo empieza, pero no cuándo termina.

 

La crisis educativa estalla en todos lados: cajas curriculares dispares y distintas para Capital Federal  y para las provincias, planes diferentes que marcan esa enorme brecha entre la gran metrópoli y el resto de las provincias, la enorme diferencia existente entre las escuelas públicas y las de gestión privada… en fin: un sinnúmero de resquebrajamientos educativos.

 

No podría afirmar una sola causa del conflicto. Sería simplificar la realidad si afirmara que todo se debe a una falta del concepto de autoridad, palabra que ha venido cayendo en desuso desde la Modernidad a esta parte, o incluso a intereses políticos que a un mes de las elecciones legislativas, muestran el otro conflicto entre el Gobierno de la Ciudad y el de la Nación.

 

Si los estudiantes son capaces de desoír a los directivos, si los directivos se encuentran impotentes ante unos reclamos que no son capaces de solucionar por vías pacíficas, si nadie osó plantarse ante estos adolescentes que “en aras de sus derechos” impiden que 7300 alumnos queden sin clases… ¿quién o quiénes son culpables? ¿Los chicos? ¿Los padres de los chicos? ¿Los directivos de las escuelas? ¿El Ministerio de educación? “¡Ha sido Fuenteovejuna, Señor!”, exclamarían los asesinos del Gobernador. Todos y ninguno.

 

A medida que pasan los días, los años y las décadas, parecería que estamos inertes ante una educación en franca decadencia.

 

Los informes de las últimas evaluaciones PISA nos dejan entre atónitos y escépticos. Un país que hace 100 años se jactaba de ser pionero en educación, con escuelas públicas, laicas y gratuitas que eran el orgullo de toda Latinoamérica, hoy se encuentra entre los peores índices de la región.

 

¿Qué pasó?

 

Pregunta clave que es necesario responderla no desde las ideologías fútiles y falaces, sino desde la realidad, esa realidad que nos conmueve, que nos interpela y que nos obliga a repensar la marcha. Lo contrario sería caer en un idealismo negador al mejor estilo hegeliano: “Si la realidad está en contra de lo racional, peor para la realidad”… Acabemos entonces con la realidad, y continuemos imponiendo una ideología que existe sólo en la mente de quienes la promueven.

 

Lo cierto es que nos encontramos en un círculo vicioso: los planes educativos en Argentina nos vienen demostrando desde hace décadas que son obsoletos, inútiles e improductivos. Como el sistema educativo se encuentra en franca decadencia, ni los “popes” de la educación que se encuentran en el Ministerio, ni los directivos, ni los docentes, somos  capaces de “encontrarle el agujero al mate”. Si con cada gobierno cambiamos de rumbo con respecto a la educación, es imposible pensar un país a largo plazo. Nuestros planes duran lo que dura un gobierno, y con suerte, si ese gobierno es reelecto, lo que duran dos gobiernos: de esa manera no hay sistema que aguante sin resquebrajarse, o peor aún, sin romperse al mismo tiempo por varios lugares…

 

Un alumno a sus diecisiete años luego de doce años de estar inmerso en el sistema educativo, sabe muy bien qué materias es bueno saber, qué materias son sólo cosméticas, y qué materias son duras, difíciles, pero ineludibles. El problema no está entonces en cuestionar si el alumno de diecisiete años puede o no discutir las cajas curriculares: el problema está en que nos hemos acostumbrado a imponer, más que a escuchar; que nos gusta escuchar nuestras palabras de adultos cargados de sabiduría, y el adolescente ya no nos cree más. La reacción de tomar escuelas puede deberse a un cuestionamiento que no querríamos oír: “¿Con qué autoridad me vienen a decir a mí la educación que tengo que recibir si todo lo que ustedes, adultos, pensaron, fracasó rotundamente?”. Es lógico entonces que haya un cuestionamiento a la autoridad: porque no supimos hacernos cargo de la educación durante los últimos 100 años de historia.

 

Problemas ideológicos, económicos, de intereses privados y públicos, impidieron que asumiéramos la gran responsabilidad de educar a un pueblo. Y ahora que los adolescentes se despiertan de ese letargo, nos rasgamos las vestiduras… porque es evidente que nuestro pueblo no es un pueblo educado. Palabras duras de las que me hago cargo.

 

Con esto no quiero decir que la toma de escuelas se justifique: creo firmemente que nada justifica que los alumnos no reciban sus clases. Pero es más fácil criticar y echar culpas, que asumir las responsabilidades de un sistema hecho por adultos que no está respondiendo ni a las inquietudes de los jóvenes, ni al engrandecimiento de la República.

 

Estamos perdiendo la capacidad del debate que ennoblece, de la discusión encendida por un gran ideal, de apasionarnos por lo que realmente vale la pena… y mientras tanto, un puñado de jóvenes de entre catorce y diecisiete años son capaces de impedir las clases de otros 7300 alumnos.

 

¿Dónde estamos los adultos? ¿Qué estamos discutiendo? ¿Qué análisis profundo, introspectivo, lacerante estamos haciendo?

 

El círculo vicioso se completa con una realidad tremenda: Argentina es el país que  más invierte en educación de Latinoamérica. Y el que peores índices tiene en relación a la inversión hecha.

 

Con ese dato, si no hay un mea culpa en serio… no sé de qué manera vamos a encarar una discusión seria con ese grupo de jóvenes que toman las escuelas. Porque de la respuesta que demos a la educación, va a depender el destino de nuestro país para las próximas décadas.

 

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