La vid y los sarmientos
A partir de una breve reflexión sobre el bien y el mal, Cecilia Sturla deriva en una interesantísimo análisis sobre el estado actual de la educación argentina, cuya realidad es extrapolable para varios países de Latinoamérica.
Viernes 19 de septiembre de 2014 | Cecilia Sturla"Los dos pecados contra la esperanza son la presunción y la desesperación' [...] Tuve desde el principio -incluso sobre la más tenue esperanza terrenal o la más pequeña felicidad terrenal- una sensación casi violentamente real de aquellos dos peligros: el sentido de que la experiencia no debe ser estropeada por la presunción ni la desesperación".
Sólo Chesterton es capaz de describir la paradoja en la que estamos inmersos los seres humanos. Por un lado, el riesgo a pensar que solos podemos y que el bien se da de suyo. Por otro, el sostener que el mal es tan fuerte, que sólo queda el vacío y la nada como respuesta ante el misterio. De la misma manera, los optimistas que piensan que "todo va a salir bien" de manera compulsiva sin fijarse las variables totales que hacen a ese optimismo, devienen necios así como los que no pueden ver nada bueno bajo el sol, acaban desesperados. Tremendo destino de quienes creen que lo malo de la humanidad son los otros, sin hacerse cargo de lo que les corresponde.
Pero la realidad nunca muestra las caras del bien y del mal en su totalidad. No hay ninguna posibilidad que el mal se encuentre de modo absoluto, sencillamente porque el mal no es absoluto. No puede serlo porque entonces caeríamos en el error de admitir que Dios es el creador del mal. Pero para que este humilde artículo no se convierta en un tema tan filosófico (con toda la pena de quien escribe, ya que ¡la filosofía es tan apasionante!) me detengo en el tema (cuándo no) de la educación.
Es sabido que las estadísticas argentinas sobre la educación (cuando se las publica), no muestran números alentadores en ninguna de sus variables. La realidad está mostrando su peor cara en cuanto a calidad e inclusión educativa se refiere. No podemos eludir el tema. Pero tampoco podemos darle una solución global.
La pregunta es: ¿podemos sostener que la educación argentina está absolutamente mal? Porque si así lo fuera, los que trabajamos en educación, no podríamos levantarnos de la cama para ir a trabajar. Por ello es que debemos poner la mirada en lo bueno que tiene la educación. Si todo el tiempo estamos criticando, pensando que todo está mal, que es un desastre todo (por más que lo sea!) no vamos a entrever nunca el horizonte ni llegaremos a ser protagonistas de una historia de la que somos responsables.
El pasado mañana de la historia (y de la educación) nos pertenece. Todo lo que hagamos ahora es para construir el hombre nuevo en la nueva comunidad. Está claro que no podremos confiar en nuestras solas fuerzas, pero tampoco podemos confiar en que la Providencia va a hacer todo el trabajo. Sabemos que el mal de la educación somos nosotros mismos cuando confiamos en que herramientas externas van a hacer el trabajo por nosotros: llámense programas estandarizados, tecnología, concursos e intercambios intercolegiales... en fin.
En el fondo sabemos que lo único que va a salvar verdaderamente la educación es el compromiso del docente con su tarea. No hay aprendizaje significativo sin el vínculo vital con el alumno. No hay educación posible sin la mirada optimista de que el otro carga con sus grandezas pero también con sus miserias... al igual que uno.
Por ello es que a la hora de hablar de educación, si nos quedamos en el diagnóstico sólo... queremos bajar los brazos. Y es propio de la visión de la posmodernidad denunciar "lo que está mal en el mundo". Siempre vamos a encontrar estadísticas que nos den la razón en esta decadencia educativa... Hace un par de meses escuché en una video conferencia a Gilles Lipovetsky. Y su análisis del hombre posmoderno, de la cultura líquida, de la fugacidad de los vínculos, fue estremecedor. Pero nada que uno no viva a diario. Al finalizar la conferencia, respondió a unas preguntas sobre el sentido último de las cosas, pero no pudo o no supo encontrarlo: en los vínculos más cercanos, en hacer algo que nos gusta... y realmente pensé que estos filósofos que analizan la realidad sin una mirada trascendente no pueden sino naufragar en lo efímero, en lo banal, en lo inmediato y son presos de sus mismas elucubraciones y son esas elucubraciones las que nos apresan en la desesperación, al decir de Chesterton.
Pero con las personas que analizan la educación pasa algo similar: es obvio que tenemos desafíos inmensos que resolver. Está clarísimo que debemos mejorar la calidad educativa. Pero es hora de que en vez de escribir y hablar de lo que no funciona, empecemos a proponer una "cultura del encuentro" o de "alianza" para trabajar en conjunto por un mundo más justo y humano. Deberíamos dedicarle a la propuesta y al intercambio de soluciones más espacio que al diagnóstico. Y con esto no quiero minimizar la importancia de las estadísticas ni de las investigaciones (no pueden dejar de existir si queremos progresar)... pero cuánto mejor sería que después del diagnóstico se propusieran los remedios que funcionan contra esta realidad que nos duele. Nunca deberíamos dejar que una persona realice un análisis brillante de la realidad, sin exigirle que muestre tópicos donde esa realidad que duele se la pudo combatir con un remedio.
Porque todo problema tiene su solución. Porque la vid crece con los sarmientos. Porque el mal no es absoluto. Porque los peores enemigos de la esperanza son la presunción y la desesperanza. Y porque Jesucristo es el Señor de la Historia.